sábado, 24 de junio de 2017

Siguen los relatos:


MATEO CON SUS LIBROS

Mateo pasa caminando muy temprano por la calle principal del barrio, con su andar lento y su mirada fija.  Lleva siempre un llamativo atuendo de colores vistosos: pantalón rojo con camisa verde vivo o pantalón azul rey con camisa anaranjada; todos brillosos por el uso, pero muy limpios; los negros zapatos viejos van, sin falta, muy bien lustrados.

Parece estar llegando a los sesenta años, tiene la tez trigueña, empezando a arrugar y los cabellos negros ya pintando canas, los pocos que todavía le quedan dispersos sobre un brillante cuero cabelludo.  No es fácil adivinar el color de sus ojos, pues va siempre mirando hacia adelante y para abajo, como persiguiendo un ratoncito que corriera delante de el en línea recta, y nunca los lleva bien abiertos, ni pone la mirada en ningún transeúnte.  También es un enigma la expresión de su rostro: siempre serio, inmóvil, invariable, no puede uno saber si muestra hondo aburrimiento, misteriosa santidad, trance meditativo o profunda desesperanza.

Mateo no camina ni erguido ni encorvado; eso sí, con el hombro izquierdo muy caído y la cabeza consecuentemente inclinada hacia el mismo lado, con pasos extremadamente cortos pero acompasados como el tic tac de un reloj, sin disminuir ni aumentar velocidad en ningún momento, ni siquiera al cruzar una vía.

Lleva siempre varios libros bajo el brazo izquierdo, firmemente agarrados y con el antebrazo al pecho, como temiendo que le sean arrebatados, o tal vez mostrándoles un tierno cariño.  Quizá su notoria inclinación a la siniestra sea consecuencia del peso de los libros que ha portado de ese lado desde quien sabe cuantos años ha.  Qué son esos libros?  Nunca se les alcanza a leer un título, pues su cubierta es de un solo color, sin leyenda o con ella ocultada por la mano firme que los lleva.

¿Serán tomos de obras religiosas?  Tal vez un Nuevo Testamento o una Biblia completa, las moradas de Santa Teresa, la Imitación de Cristo, Sermones a los Novicios Regulares, obras de San Juan de la Cruz, libros de oraciones…  Sí, quizá Mateo fue un seminarista que no terminó su formación para el sacerdocio, pero quedó con una acendrada religiosidad, visitando asiduamente los templos y leyéndose cuanta obra religiosa podía alcanzar a tener en sus manos, hasta que se volvió obsesivo con el tema y ahora carga las obritas a todas partes, las lee y las relee.  Su madre, aunque católica devota, vive asombrada con el santurrón solterón que habita con ella en un pequeño y húmedo primer piso, donde en ocasiones no tienen ni para comer, y le insiste mucho en que deje la “beatería” y busque algún trabajito con el que pueda ayudarle a conseguir los víveres.

Yo pienso que son, mas bien, textos de filosofía.  Mateo habrá estado, desde joven, dedicado a la lectura de opúsculos y tratados propios de la disciplina del pensamiento.  Empezó en su adolescencia con los escritos de los nadaístas, esto lo llevó a Fernando González, los amigos lo fueron encaminando hacia Sartre, pero luego dio un giro y regresó en busca de las fuentes del renacimiento y la Edad Moderna; Erasmo, Maquiavelo, Tomás Moro, Pico Della Mirandola, Hobbes, Spinoza, Kant, Rousseau.  De repente, se enloqueció con la idea de buscar los filósofos posmodernos y se encuentra leyendo a  Baudrillard, Vattimo, Derrida, Durkheim.  Si ha logrado una sólida formación personal con todos estos estudios o si poseía una mente débil desde niño y se ha turbado por completo con todas estas visiones tan diferentes, es algo que seguramente nos vamos a quedar sin saber.  El amigo con quien terminó compartiendo un estrecho apartamento tiene que aguantarle largas y enigmáticas peroratas.

¿Que tal si, mas bien, es pura pornografía?  Mateo tuvo una sexualidad frustrada en su época juvenil y después de años de abstinencia, años de ver pasar mujeres sin atreverse a acercarse, ha optado por buscar en las coloridas publicaciones aquello que no pudo alcanzar personalmente.  En su piececita alquilada en una casa familiar, se encierra largos ratos a contemplar ávidamente aquellas revistas, periódicos, panfletos que compra subrepticiamente (Playboy, Penthouse, Soho…) y nunca se atreve a dejarlos en la habitación, ni siquiera bajo el colchón, por temor a que le sean descubiertos por la señora que hace el aseo.  Los lleva entonces consigo, bien metidos bajo el brazo y bien disimulados, para que ni por casualidad se los noten al pasar.

No pensemos tan mal del pobre Mateo; digamos, en cambio, que es aficionado a la poesía.  Todo lo que carga bajo el brazo son cuadernos de poesía de aquellos que publicaban hace años con poemas de Silva, Julio Flórez, Barbajacob, Amado Nervo; también libros como Azul de Rubén Darío, Canto General de Neruda; recortes de los suplementos dominicales y libretas donde ha anotado sus propias creaciones.  Los lleva consigo para solazarse leyéndolos cuando se sienta a descansar en uno de los escaños del Primer Parque o del Segundo Parque, que esos son los originales (?!) nombres de los dos parquecitos del barrio.  También los comparte con la conserje del edificio donde vive, pero nunca en compañía, por su timidez; se los facilita para llevarlos a su cuartico y retornárselos al día siguiente.


Acaso el muy ladino de Mateo se las trae con alguien muy en secreto.  Los libritos que lleva bajo el brazo son unos catecismos, manuales de oración y libros de historia sagrada que utiliza en las clases que imparte en un pequeño colegio religioso situado unas cuadras más abajo de nuestro barrio.  Siempre llega cinco minutos antes y a la hora punto de las 8 ingresa al aula para su clase matinal, que termina exactamente faltando cinco para las 9 y a continuación se dirige al comedorcito donde lo esperan con un buen desayuno, pues tiene buenas migas con las monjas, gracias a que en su tiempo de seminarista conoció a la hermana Concepción, quien ahora trabaja en la cocina del colegio.  Ella misma lo invita siempre, después del desayuno, a examinar las maticas que cultiva con primor en un cobertizo trasero, mientras las demás se van a sus clases y a sus oraciones.  Allí permanecen solos durante media hora y finalmente se despide Mateo y sale a la calle con otro rostro que en ningún otro momento se le conoce y que lo acompañará por una o dos cuadras; una radiante cara de satisfacción.

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