lunes, 29 de enero de 2018


LAS TRAVESURAS DE ANGELITO

Relato


Se llamaba Ángel Ángel Ángel.  Sí, así como suena.  Su padre José Ángel y su madre Dolores Ángel lo llevaron a bautizar y el sacerdote, maravillado de la belleza del bebé, dijo “es un angelito”.  Iniciando la ceremonia, el cura le dijo “Angelito, qué buscas en la iglesia de Dios?”; después, “yo te bautizo, Angelito, en el nombre del Padre y del Hijo…”  La madre le susurró “padre, es Fernando”, pero él no le prestó atención.

Solo cuando fueron a solicitar la partida de bautismo para inscribir al Fernandito para la confirmación en su colegio católico se dieron cuenta de que estaba registrado como un triple ángel.  Corrieron al párroco, que era el remplazo del difunto viejito que bautizó al niño, y les dijo que el sagrado documento no se podía alterar y que el niño se llamaría así por el resto de su vida; acudieron al obispo, en la capital del departamento, y recibieron igual respuesta, total que al niño que todos llamaban “Nando” se le tuvo que cambiar por Ángel.

Cuando los compañeritos del colegio se enteraron del fabuloso nombre triple comenzaron a gozárselo inmisericordemente; lo llamaban “arcángel”, “cohorte celestial” y hasta llegaron a decirle “triple demonio”.  El chico, en venganza, comenzó a hacerles bromas pesadas: les amarraba el cordón de un zapato con el del otro para que se cayeran al tratar de dar un paso, les quitaba rápidamente la silla cuando se iban a sentar, les entregaba las “respuestas” del tema del examen del día siguiente, afirmando que se lo había copiado al profesor en un descuido, lo que, por supuesto, resultaba falso…

Así se fue perfilando el muchacho como astuto bromista con el paso de los años, como si la broma bautismal del curita hubiera sido un mandamiento para su conducta futura.  Entrado a la enseñanza secundaria, no pasaba una semana sin que le hiciera una chanza pesada a alguno de sus compañeros.  La más inocente consistía en devolver a la biblioteca, en un descuido del interesado, el libro que había prestado para consultas académicas o para lectura; el perjudicado se encontraba de repente con que el libro no estaba en su pupitre ni en su maletín, no lo había encontrado ningún compañero y empezaba a dudar si lo había dejado en casa; al no hallarlo allí, se presentaba compungido a la biblioteca a informar el extravío del libro; “usted lo devolvió ayer” le decían y salía entre aliviado por no tener que pagarlo y disgustado por la broma de que fue objeto.

Un día, un compañero estaba comentando sobre el derroche de su papá en billetes de lotería y Angelito le dijo “¿cómo? y es que ¿no sabes que con las fracciones no premiadas se puede montar en bus? Hay un convenio entre la Lotería y la compañía de buses, aprovéchalo”; “¿y debo presentar el carné de estudiante?”; “¡nada! la sola fracción de lotería”.  Al día siguiente, el furioso muchacho tuvo que ser contenido por los demás compañeros, pues quería moler a golpes a Ángel.  “¡Qué ridículo el que hice en el bus! Todo el mundo me miró raro. Y eso no es nada, ¡a mi mamá también le pasó lo mismo!”  Y Ángel estaba que no podía de la risa. 

En el barrio, en la tienda de Argemiro, Ángel y su primo Guillermo eran reconocidos como buenos estudiantes y muchachos juiciosos.  Un día estaban sentados tomando refresco y vieron que Argemiro iba a arrojar un par de focos a la basura; no se lo permitieron y le dijeron que ellos los podían reparar; el hombre, asombrado pero también incrédulo, se los entregó.  Una semana después se le aparecieron los muchachos con las bombillas y le pidieron que las pusiera a alumbrar; él, convencido de que les iba a hacer pasar un chasco, corrió a ensayarlas y ¡qué sorpresa se llevó! alumbraban perfectamente bien.  “¿Y cómo lo lograron?”; “nosotros las tratamos con un líquido que nos traen de Estados Unidos – en nuestras casas no se han vuelto a comprar focos”.

El tendero comenzó a ofrecer a todos los clientes comprarles las bombillas fundidas, pensando en que después se las vendería como nuevas, y la gente lo miraba extrañada, pero allí se las llevaban.  Pasadas unas semanas, Argemiro les dijo a los muchachos que les tenía una caja llena de bombillas para que le arreglaran; que negociaran el precio.  Ellos le contestaron que esperara un poco, pues se les agotó el líquido y estaban aguardando que se lo trajeran de EEUU.  Todavía pasó un buen tiempo hasta que Argemiro se dio cuenta de que no debía seguir comprando las bombillas viejas, que nunca les iba a sacar la jugosa utilidad que había previsto.

En una ocasión, comprando provisiones en la tienda, se les ocurrió decir que eran para el terremoto.  “¿Cuál terremoto?”; “hay uno anunciado para mañana por la mañana”; “eso no lo predice nadie”; “aquí en el país, no; pero salió en un periódico de Estados Unidos que le llega a mi tío, y la tía nos mandó a comprar todo esto”.  Al día siguiente, a las 12 pasadas, ellos ni se acordaban de su profecía y, pasando por el lugar les reclamaron por su falsedad; “esperen, que se retrasó un poco; esas predicciones tienen un margen de error”.  Y esa tarde, por casualidad, hubo un temblor de 4,8 grados que asustó a todos y alcanzó a agrietar algunas paredes viejas y nuestros héroes ganaron muchos puntos de popularidad, pero empezaron a decir “esperen el grande”.

A la semana siguiente, dos viejas beatas detuvieron a Ángel y Guillermo en una de las calles del pueblo, angustiadas por la premonición del terremoto grande; “¿en qué fecha dice la revista que va a ocurrir?”; “no tiene fecha fija aún – todavía está en investigación”, dijo Guillermo, y al angelito le dio por agregar: “pero nosotros les podemos conseguir las estampitas de un santo a quien se le reza para ahuyentar los movimientos sísmicos”.  Ellas se fueron esperanzadas y Guillermo le preguntó a su primo “¿en qué nos vas a meter ahora?”; “espera, para que veas”.

Llevó Ángel a su compinche a la pieza de la abuela, en ausencia de esta; le abrió el baúl y sacó un fajo de estampas de un extraño santo, con una hoja de palma en una mano y un gallito en la otra, marcadas “Vitus”; “este es San Vito, el bailarín, según me contó la vieja; vamos a hacer negocio con estas imágenes”; “¿se las vas a sacar? ¿y si te pilla?”; “ella no se acuerda de todos los chécheres que tiene en ese cajón”.  Esperaron una semana, buscaron a las señoras y les dijeron que, en la capital, habían comprado estas sagradas imágenes benditas del santo tembloroso y que rezándole se ganaban indulgencias para evitar los temblores (ni siquiera conocían el verdadero significado de las indulgencias en el catolicismo, pero las beatas tampoco).  Lograron que se las compraran en paquete, “con una rebaja”, para que ellas se encargaran de venderlas entre sus correligionarias, porque ellos no conocían a todo el mundo, y que con todas las mujeres fervorosas del pueblo orándole al santo se evitaría el terremoto.

Envalentonado con lo del fenómeno geológico, otro día, Ángel le dijo al primo que ahora había que explotar los fenómenos atmosféricos; “¡¿quéeee?!”; “sí, ahora vamos a hacer llover; ¿no ves la sequía en que estamos?” (hacía como dos meses que no caía una gota y el sol estaba calcinante). “¿Cómo se te ocurre que puedes atraer la lluvia? para esa sí no cuentes conmigo”; “¡miedoso! ya vas a ver”.

Estaban empezando a llegar los computadores a la pequeña ciudad; el tío tenía uno de ellos y estaba pagando una costosa conexión a internet; su angelito sobrino ya había encontrado una página de un servicio meteorológico de Estados Unidos, solía mirar las predicciones para nuestro país y comprobaba un buen grado de acierto.  Le descubrió el secreto a Guillermo y lo convenció de ir a hablar con el finquero más rico de la zona, que estaba muy angustiado por el deterioro de sus cultivos, para proponerle un negocio.

“Si le hago llover antes de diez días, ¿me da el caballo canelo?”; “¿estás loco? con este verano tan largo, ya cualquier día llueve y me vas a hacer creer que fue un milagro tuyo”; “no son rezos ni milagros; tengo los equipos necesarios para hacer llover, pero me costaron dinero”; “yo no creo en esos cuentos”.

Una vez más la casualidad favoreció a Ángel: el día siguiente, en el noticiero, pasaron un informe del acreditado meteorólogo Máximo Enrico que decía que la sequía se podía prolongar por otro mes; un día después, don Coriolano buscó a Ángel para que le explicara sobre los aparatos que tenía y que, si lo convencía, le podía ofrecer el potro próximo a nacer de la yegua alazana.  El muchacho sacó de una caja un grupo de antenas “para emitir ondas hacia la atmósfera” y le dijo que había que instalarlas cuanto antes y quedaron para el día siguiente.

Por la noche, el muchacho consultó la página gringa y pudo confirmar que el frente frío del norte seguía avanzando hacia el sur y ganando amplitud y potencia; ya podría llover aquí en el país antes de una semana.  Se presentó en la finca a la hora convenida y, con ayuda de peones, instaló las antenas en postes equidistantes del alambrado y luego distribuyó a lo largo, bajo la alambrada, un polvo blanco.  “Y ¿eso qué es?”; “un químico higroscópico que también hice traer de Estados Unidos”.  Había leído el terminacho en algún artículo científico de prensa, referido a otra cosa muy distinta, pero lo usó para deslumbrar al viejo montañero que a duras penas habría estudiado la escuela primaria; el “químico” era una mezcla de sal de cocina con almidón y un polvo que usaba la mamá para hacer crecer las tortas.  Cinco días después empezó a llover a cántaros y un mes después el muchacho recibió su potrillo, que se llevó a la finca del tío.

Guillermo no fue capaz de terminar la secundaria, pero Ángel sí se pudo ir a hacer estudios universitarios en una ciudad grande.  No tardó en sumarse a las bromas que se hacían a los “primíparos”, aun siendo él mismo uno de tales.  En una ocasión convenció a una pobre niña de que se podía recargar tiempo del teléfono celular con oraciones; la puso a rezar una extraña fórmula por él escrita, seguida de una sucesión de Padrenuestros y Avemarías y mientras tanto se fue con su número a recargarle en un lugar cercano.  El ridículo fue que la incauta estudiante debió hacer las oraciones en voz alta delante de todos los asistentes a la cafetería.

En su residencia estudiantil, pronto empezó también a gastarles bromas a sus nuevos amigos; a uno que había pedido un perro caliente y una bebida gaseosa por teléfono, corrió a modificarle el pedido fingiendo su voz: ¡una gran pizza y varias cervezas!  Ya se sabrá imaginar el lector quien disfrutó de la pizza y las cervezas con sus compinches.  Publicó desprendibles en la universidad con el número telefónico de la casa de un compañero, haciéndola pasar como restaurante chino y a la familia no le quedó mas remedio que solicitar cambio de número. 

Más crítica fue la “travesura” que le hizo a Dayana, la novia de su amigo Sergio.  Usó para ello a una amiguita que era poco decorosa y que le permitía con frecuencia ciertas licencias non sanctas, Viviana.  Publicó Ángel en una página de servicios sexuales el nombre de Dayana con unas fotos tomadas del teléfono celular y con el número de Viviana.  Cuando a esta la llamaban requiriendo a Dayana, ya sabía qué contestar, cómo endulzarle el oído al interlocutor y qué dirección dar para ir a buscarla: la del apartamento de Dayana.  Pues se llevó esta última sus dos o tres chascos y gozaban mucho Ángel (sabiendo) y otros amigos del grupo (sin conocer el origen de la pilatuna) cuando la chica, muy ofendida, les contaba los sucesos; en lugar de mostrarse solidarios, hacían del caso toda una fiesta.

Ya en un semestre avanzado, se antojó Ángel de intentar una nueva aventura remunerada, como las de las lluvias y los temblores, y le dio por el no del todo desconocido negocio de los exámenes de admisión.  Este consistía en ofrecer a bachilleres incautos el modificarles el puntaje en el examen de admisión de la universidad, para que pasaran a la carrera que aspiraban, por una “módica” suma de dinero.  “Yo tengo una conexión de alto nivel en Admisiones y Registro; además, te doy garantía: me adelantas solo el 10% de mi precio y, si no pasas, no me pagas el resto”.  Ángel no hacía absolutamente nada, ya había recaudado un dinero no reembolsable y, si por suerte el muchacho tenía éxito, le pagaba otra buena suma.  Esto, que a él le parecía otra travesura más, ya estaba en el terreno del delito.

Siguió haciendo “travesuras” el angelito, hasta que en el último semestre una de ellas por poco le cuesta líos con la justicia.  Salían con frecuencia varios amigos de jolgorio en el carro de uno de ellos; un día, estacionados en un lugar de diversión, le dio a nuestro amigo por aflojar un poco los pernos de una de las ruedas del vehículo, pensando en que solo tendrían un susto al arrancar, pero las cosas salieron de otra manera: arrancaron bien, Ángel olvidó lo de los pernos y ya viajando a velocidad el carro se desestabilizó, la rueda se zafó y en su loca carrera por poco tumba a varios motociclistas.  El carro se fue a la cuneta, pero no tuvieron lesiones personales, solo algunas abolladuras del vehículo.  Ángel palideció considerablemente, continuó casi mudo el resto del día, solo hablando para ofrecerse a todo tipo de colaboración para salir del problema.  Su amigo quedó con una duda muy fundada sobre la identidad del autor de la broma.

De profesional, ya devengando, se dedicó a ensayar con sus amigos diversiones estrambóticas y deportes arriesgados.  Cierto día, que fueron a volar en parapente, el angelito quiso darle un nuevo susto a Agustín, el mismo amigo del accidente de la rueda del coche.  “Si le suelto un mero sujetador, sentirá una sacudida en el aire y un susto, pero no se va a caer”, y lo hizo, aprovechando cualquier distracción en los preparativos.  Lo que no miró bien fue que el artefacto era apropiado para dos ícaros y su amigo lo invitó a acompañarlo; trató de excusarse, pero las acusaciones de cobarde lo obligaron a aceptar.  La sacudida en el aire fue brusca y el aterrizaje fue muy forzoso.  Tuvo que confesar su travesura y salir con el rabo entre las patas.

Entre las extrañas diversiones que acostumbraban estos amigotes, les dio por empezar a jugar a una “falsa ruleta rusa”, en la que extraían todas las balas del tambor del revólver para solo disfrutar del morboso placer de jugar, pero no de verdad, con la muerte y, quizá, quizá, “sin querer queriendo”, entrenándose para llegar a jugar en un futuro la verdadera ruleta.  Cierta noche, estando en el jueguito, se le ocurrió a Agustín un desquite de las pesadas bromas de su amigo: “Los distraigo y le meto una bala al tambor, le digo a Ángel que comience y después de su fallido tiro tomo el arma y la martillo de seguido hasta que ocurra la explosión y este hombre palidezca del susto; así me las habrá pagado todas”.

Esta vez la casualidad no estuvo de parte de nuestro protagonista: por un mal cálculo de Agustín, el primer martilleo del burlado disparó la bala real y el hombrecito cayó muerto de inmediato.  ¡Sí que se las “pagó todas” de una vez!


Carlos Jaime Noreña



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