martes, 24 de julio de 2018

VIDAS RECICLADAS
Relato


Esa madrugada, extrañamente poco fría, comenzando a aclarar, apenas estaban en actividad unos pequeños grupos de recicladores; por aquí en una esquina, por allá en otra cuadra, alistando sus humildes enseres para empezar a llenarlos con lo escogido de las basuras de las viviendas.  Solo en un vano de la fachada de un edificio se daba un agite diferente; un hombre estaba como escondiendo a una adolescente y tratando de acosarla con caricias, aprovechando la ocultación que le daba lo recóndito del lugar.  “No más, don Salustino, estoy incómoda; déjeme que tengo que ir a ayudarle a mi papá”.  “No sea bobita, no nos demoramos”, y seguía buscándole con la mano abajo del abdomen y acercando su tosca cara de viejo de setenta y tantos al terso rostro de la niña.

“¿Qué pasa por aquí?”, llegó diciendo Álex, un hombre cuarentón que parecía más viejo por los desgastes sufridos en la dura vida entre basuras.  “Le estaba ayudando a Gilmita a amarrarse el cinturón, que se le soltó”, dijo turbado el Salustino y se escapó sin más explicación, pero andando con toda tranquilidad.  Álex abrazó a su hija como signo de protección y le indagó sobre lo sucedido; se dio cuenta de que había llegado oportunamente, cuando el otro apenas comenzaba su asedio.  “No te vuelvas a quedar sola lejos de mí”, y siguió andando con ella hacia su esquina, pero pensando en la realidad que se había revelado en ese momento: la niña de trece años ya estaba desarrollando formas muy atractivas que, sumadas a la belleza del rostro, suavidad de la piel y sus acompasados movimientos, la hacían presa apetecible para muchos.

La jornada siguió su curso; el hombre con su hija y un ayudante ocasional iban acercándose a las grandes canecas para material reciclable que sacaban de los edificios, de allí extraían los desechos y los apilaban en distintos montones según su naturaleza: los plásticos; los tarros y latas; los elementos de vidrio; todo lo de papel y cartón; los eléctricos y electrónicos; todo ello sin dejar de poner aparte los objetos que les parecían aprovechables, ya por estar en engañoso buen estado, ya por juzgarse de fácil reparación; estos elementos útiles iban a dar a sus casas, si les podían servir allí o, la mayoría de las veces, los destinaban a los revendedores de segundas, pues había muchos de estos en varios andenes y plazuelas del deteriorado centro de la ciudad.

A medida que separan, los van clasificando por tamaño y naturaleza e introducen todo en cajas grandes de cartón o contenedores más grandes artesanalmente elaborados con trozos de costales cosidos entre sí.  Unos de estos recipientes están sobre el suelo y otros dispuestos en la tosca carreta de tracción humana que les servirá para llevar ese ‘tesoro' a los lugares de destino.  El trajín del caliente medio día es, pues, colocar todo sobre la carreta, reacomodando lo que sea necesario, amarrando como se requiera para evitar derrames y con una prueba final para estar seguros de que ni se desparramará la carga en el camino ni se perderá una sola cosita.

Con todo ya listo, se sentaron a comer del tarro que trajeron de casa y al momento les cayó, apestando a alcohol, Rosaura, la mamá de Gilma, pidiéndoles comida; se asustó la niña al ver a esa mujer que solo recriminaciones tenía para ella las escasas veces que se encontraban desde que la abandonó a los tres años de edad; pero Álex la calmó con una caricia y una palabra dulce y compartió su comida con la mujer, quien luego le pidió dinero y le hizo un escándalo porque le respondió que no tenía, que todavía no se había realizado lo del día.  “¿No ve que aquí está todo empacado?”  Ella se alejó, amenazando con buscarlos al final de la tarde para que le dieran “¡mi platica!”  La angustia se apoderó de la niña que, calladita, se aferró al papá, su refugio, su norte.

Pasado el mal rato, salieron, halando Alex la carreta pensativo y Gilma empujando un poco cuando se hacía necesario; avanzaban por el carril derecho de las vías, se ganaban a cada rato insultos de conductores apurados y los apabullaba el tórrido sol, pero es cierto que en otras fechas les han tocado inclementes aguaceros.  Siempre tienen que soportar todas esas humillaciones de parte de los insensatos que viven en sus burbujas, viajan en sus burbujas y no conocen nada de su drama diario.  El papá aprovechó para comentarle a la hija sobre las torvas intenciones del viejo de la mañana, ella se ruborizó, pero pareció hacer buen caso de las recomendaciones y se acordó de su noviecito, Estiven, de 15 años, que nunca se ha atrevido ni a besarla en la mejilla.

Llegaron, por fin, al punto de recolección y debieron esperar con paciencia su turno, oyendo los entremezclados sones de las radiolas de las cantinas vecinas.  Mientras Álex va a buscar un orinal, le caen a Gilma tres o cuatro 'gallinazos’.  “Estás muy linda, mamita”…  “Mamazota, dígame por donde le empiezo, usted tiene mucho pa’ reciclar”…  “Venga a tomar fresquito conmigo mientras vuelve el cucho”…  Y no faltan unos fugaces, pero maliciosos roces.  Regresó pronto Álex y se esfumaron todos, no sin picarle el ojo a la chica desde la distancia.  Esta le dijo al papá estar cansada del ajetreo diario, del trato de esta gente; que ella quería estudiar, como sus amigas; pero él, pobre ignorante que apenas aprendió a leer y escribir en dos años de escuela primaria, tiene un mundo muy pequeño, no la comprende y le dice que le hace falta su ayuda y que entienda que ese trabajo lo necesitan para comer.

Pagó el intermediario lo que a él le pareció que podía dar por el material y no hizo caso de los insistentes reclamos de Álex, quien salió amargado pensando en lo poco que alcanzaría el ‘realizo’ del día para tantas necesidades.  La niña, sin entender todavía de cuentas, iba saltando alegre y canturreando algo ininteligible.  La Rosaura, afortunadamente no apareció, lo que le dio un respiro al Álex.  Subiendo la cuesta hacia el lejano barrio, la chica seguía cantando, los grillos colaboraban con la música de fondo, el esplendoroso crepúsculo les hacía marco y el hombre, como hechizado, olvidó sus preocupaciones.  Una hora después, ya cercanos a su humilde barrio de casuchas, la cargó Álex a sus espaldas, como siempre, confiando en que así no se la arrebatarían súbitamente en cualquier paraje oscuro, para llevársela a integrar alguno de los siniestros ‘combos’ o para venderla a traficantes de ‘blancas’.

Otro amanecer más bien tibio, la aguapanela de siempre para salir, un sobresalto al abrir la desvencijada puerta.  “No se asusten, soy Estiven; quería despedirme de Gilma; me voy pa’ la USA”.  “¡No llores, mocosa! – gritó el papá ofuscado – ¿y cómo vas a ingresar y de qué vas a vivir por allá?”  “Pregúnteme más bien de qué voy a vivir a todo lujo cuando vuelva lleno de dólares”.  “No te me vayas” dijo la chica.  “Ya todo está arreglado; salgo ahora con William James, nos vamos a colar en un camión hasta Buenaventura, allá nos metemos de polizones en un barco y en San Francisco buscamos trabajo.  Te voy a traer lindos regalos, Gilma”.  Álex cortó rápido, para que la ‘mocosa’ no sufriera más y se la llevó a la rutina diaria.

Desfilaban insensibles los días frente a sus esfuerzos y penurias, con la insistencia de Rosaura, con la necesidad de Álex de mantener los sentidos aguzados para evitar los acosos a la muchacha, que se ponía más linda y más ‘buena’ cada día.  Uno que no dejaba de buscar la manera de ‘involucrársela’ era el don Salustino; el papá tenía que hilar delgado con él, pues administraba el edificio más grande, que más materiales producía, era jefe de la junta del barrio y lo mantenía advertido de que cualquier día lo podía expulsar de ese entorno, solo para tratar de que le cediera con respecto a la muchacha.  A toda hora tenía que inventar coartadas para que ella estuviera alejada del viejo verde.

También desfilaron los años, que hicieron de Gilma una plena señorita; los acosos se multiplicaban, el intermediario del reciclaje no perdía oportunidad para decirle chocantes piropos, tocarla y tratar de robarle algún beso; solo su entereza y la vigilancia de su padre lo mantenían a raya, lo mismo que a otros ‘pretendientes’.  Bueno, claro que algún par de muchachos mejor dispuestos y más o menos respetuosos habían logrado atraer su complacencia; ella se encontraba con el uno o con el otro en lugares que juzgaban protegidos de miradas indiscretas, sobre todo las del solícito padre; conversaban animadamente y ella les permitía algunas mesuradas licencias; al fin de cuentas, la libido acosaba y la chica no tenía vocación religiosa, que digamos.

La seguía sofocando la pesada y desesperanzadora rutina; no veía un futuro halagüeño y quería dejar ese oficio de una vez por todas, pero ahora la necesitaba más su padre enfermo, quien ya no tenía todos los arrestos para las agotadoras tareas del día.  Al menos había logrado, presionando y amenazando, que él le diera permiso para estudiar en una escuela nocturna; ya había aprendido a leer y escribir y progresaba en matemáticas e historia; ya la respetaban un poco, solo un poco, los ‘gallinazos’ de siempre, pues entre la plebe, la instrucción da un halo especial a las personas; no le caían ya groseramente, sino que trataban de ganársela ‘a lo bien’.

Como suele ocurrir con frecuencia, coincidieron dos hechos significativos en una misma fecha: el regreso de Estiven y la muerte de Alex.  Un sábado por la tarde, después de la recolección, ya regresando a casa, este último se sintió mal, se aproximó a un barranco y vomitó copiosamente hasta que empezó a arrojar sangre y luego cayó sin fuerzas; como pudo, Gilma lo llevó hasta un puesto de salud; le aplicaron suero y lo remitieron a un hospital, donde no lograron salvarlo.  Cuando estaban en el puesto de salud, vio Gilma llegar a Estiven, quien la andaba buscando y alguien que los conocía lo había remitido hacia allí.  Se le alegró momentáneamente el alma a la muchacha, antes de que le informaran que el caso estaba muy grave.  Estiven la acompañó al hospital y después a todas las diligencias funerarias, mediando solicitud de caridad pública y uso de algunos dólares que le cedió el muchacho.

No quería Gilma seguir trabajando en el reciclaje un solo día.  “Fresca, que ya no lo necesita; pa’ eso estoy yo aquí” le dijo el Estiven.  Pasaron unos días gastando de los dólares del muchacho, pero a ella le extrañaba que él no se concretaba a trabajar ni a invertir capital (ella ignoraba cuanto tenía, pero él aseguraba haber traído mucha ‘lana’) y que, además, salía mucho a buscar con qué ‘trabarse’, pero a solas, intentando que ella no se enterara.  “Tu man está perdido en el vicio” le decían las vecinas y ella quería que no fuera verdad.  Un atardecer llegó él a buscarla.  “Estás todo raro”.  “No mamita, estoy es con unas ganas las berracas de vos”.  “Pero esperá que se te pase un poco el mareo”.  “¡Qué mareo ni que güevonadas! Venga p’acá”.  Y, aunque ya habían tenido sus devaneos casi a diario, la tomó por la fuerza; ella intentó suavizar las acciones, pero él estaba como llevado del diablo y la siguió forzando; ella gritó, él le pegó en la boca y continuó en lo suyo; ya estaba iniciando la penetración cuando ella logró soltársele, salió corriendo a la calle y corrió muchas cuadras.

Se refugió en casa de una prima, a quien empezó a ayudarle en su negocio de venta de arepas.  Un chofer que paraba a comprarles de vez en cuando, le echó el ojo, le regalaba piropos, la invitó por fin a salir a un baile y la siguió frecuentando.  Un día él le advirtió que las dichosas arepas eran una reventa de un combo que las confiscaba a tenderos de barrios vecinos, que era peligroso estar enredada en ese negocio, que él se la podía llevar a un lugar más seguro.  De otro lado, las vecinas y amigas de su prima le venían con advertencias sobre el conductor.  “Ese hombre tiene esposa y ocho hijos”.  “Ese tipo trató de abusar de la hermanita de Fulana”.  Pero su otra prima, Adelaida, le decía que el muchacho era ‘un buen partido’, que no lo dejara escapar.

Por fin, un día en que le dijeron que Estiven la estaba buscando, día en que también estuvieron rondando por la venta de arepas unos hombres extraños, supuestamente de un ‘combo’ rival, se resolvió a llamar a Rogelio, el chofer, para que se la llevara lejos.  Llegó, muy solícito, a las cinco y ella salió con sus trapos dentro de un morral de un color indefinido entre el verde, el azul y el gris más otros trebejos en una bolsa plástica de supermercado; los introdujo de inmediato al carro, cerraron puertas, rugió el motor… Las primas se quedaron observándolos, entre sorprendidas y llorosas, hasta que quedó solo polvo tras la última curva de la cuesta.

Unos dicen que Rogelio le ‘puso’ casita en Santa Elena, que allí viven ‘muy bueno’; otros, que vivió con ella ‘un tiempito’ en San Cristóbal y luego la abandonó a su suerte cuando la esposa los descubrió y armó un escándalo.  ¿A quién creerle?

Carlos Jaime Noreña

Ocurr-cj.blogspot.com
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