domingo, 25 de noviembre de 2018

FELINICIDAD
Relato
Presentado al taller Literautas en noviembre de 2018

Aída y Carlos Alberto dormían plácidamente abrazados, cuando unos gritos que parecían venir del sótano los hicieron despertar con sus corazones acelerados.  Lo primero en que pensaron fue en violación y asesinato y temían que hubiera sido dentro de su propia casa; pero en pocos minutos Aída razonó y le contó a su esposo que, cuando estaba pequeña, en el sótano de su casa paterna, la gata de la familia estuvo emitiendo gemidos dolorosos, similares a los humanos, cuando un gato vagabundo llegaba de madrugada a hacerle la consabida compañía amorosa.
Esa noche siguieron durmiendo tranquilos, pero los sobresaltos se repitieron en las madrugadas siguientes; el sueño se les fue perdiendo y horrendas ojeras les adornaron sus bellos rostros.  Antes de terminar la semana, se apareció Carlos con un perro embalsamado, de raza fiera, con grandes colmillos en sus fauces abiertas.  Se veía aterrador.  Lo colocaron en un punto estratégico del sótano, seguros de que ahuyentaría a los felinos.
A eso de las dos o tres de la madrugada, Aída despertó a su pareja:
–El experimento no funcionó, querido.  Ahí están gimiendo las gatas.
–Pongámonos tapones en los oídos y esperemos que mañana sí vean el perro.
Por la mañana, se le ocurrió conseguir unas grabaciones de ladridos y antes de anochecer bajó al sótano a instalar una grabadora y programarla para que “ladrara” de la 1:30 a las 4:30, muy seguro de que ahora sí verían al perro con “vida” esos intrusos.
Se fueron a la cama; él, seguro de su invento; ella, muy ansiosa.  Pero el experimento falló una vez más:  No solo los gatos siguieron haciendo de las suyas, sino que los vecinos se quejaron de que el nuevo perro no los dejaba dormir con sus estridentes ladridos.  Dos días después se volvió a aparecer Carlos Alberto con cuatro potentes reflectores, los que instaló en las cuatro esquinas del sótano, confiado en que la luz espantaría a los gatos.
De nuevo a las tres de la madrugada…  Esta vez Carlos despertó a Aída:
–Este experimento tampoco funcionó, querida.  Casi que tengo ganas de llorar.
–Pongámonos tapones en los oídos y esperemos que mañana se nos ocurra otra solución.
Por la mañana, sin darle tiempo a servir desayuno, Carlos le tenía a Aída el remedio “bendito”:  
–Cocinar coles.  A eso huelen los repelentes de gatos y perros.
–Yo no me pongo en eso; se impregna ese olor en toda la casa; no nos deja dormir.
–No será en la cocina.  Ponemos una estufilla en el sótano, con temperatura y tiempo controlados y protegemos la entrada al sótano para que no se nos filtre el olor.
La primera noche no se escucharon los alaridos, pero sí se sintió un cierto tufillo dentro de la casa, que a Aída no le gustó nada, pero que según Carlos no valía la pena.
Y ¡qué sorpresa a la hora del desayuno!  Les tocó la puerta su vecina, furiosa con el repugnante olor que le hicieron soportar toda la noche; las ventanillas de respiración del sótano le enviaron los vapores directamente hacia las ventanas de su primer piso.  Si se presentaba el aromita nuevamente, los demandaría.
–¡Renuncio!  Dijo Carlos Alberto.  Voy a poner esta casa en venta.
–Paciencia, querido.  Déjame tramar algo.
Ese atardecer, al sentarse a tomar un café, ella le tenía la propuesta: Con los muebles de sala viejos que tenían arrumados en el garaje secundario, organizar una sala en el sótano.  Él rio irónicamente, pero ella le insistió en que los gatos se encantarían arañando la gruesa tela de los forros y olvidarían el motivo que los trajo al sótano.  Carlos le propuso una apuesta y ella la aceptó, ni corta no perezosa.  De una vez se fueron a instalar la lujosa sala de muebles raídos; Carlos Alberto hasta tuvo la ocurrencia de tenderle en el centro un tapete roto, colocarle una mesita vieja y un florero agrietado con unas flores artificiales desteñidas.  “Para que se hagan la visita en una sala formal antes de pasar a la habitación”.

La amenaza de demanda se conjuró, el sueño nocturno no se volvió a interrumpir, los muebles de la “nueva sala” ganaron en hilachas.  Claro que no se sabe si los gatos dejaron de llorar por estar entretenidos con los muebles o si resolvieron que después de las sesiones de arañaduras se iban a gozar de sus encuentros de pareja en unos viejos vagones recién abandonados en un lote vecino.
Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com

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