miércoles, 6 de febrero de 2019


UNA TARDE PARA NO REPETIR
Relato


Constanza fue contundente; no deseaba salir con él esa tarde.  Bruno había aceptado no verla el sábado para que acudiera a tomar un café con sus antiguas compañeras de colegio.  Pero, esta vez, no había razones claras (quiero descansar…  está haciendo mucho calor para salir…   me está empezando un dolor de cabeza – tal como una esposa no ganosa).

Se quedó un rato en blanco.   Tenía al frente la pesada tarde de domingo y toda su soledad.   Se echó de bruces sobre la cama y no quería pensar en nada.   Sentía un taco en la garganta, casi unas ganas de llorar.   Tal vez dormitó un poco, pero el calor lo hacía sudar a chorros y se incorporó desesperado.

Vivía solo en un pequeño apartamento.  Se había quedado sin amigos porque primero estuvo dos años cursando una especialización en el exterior; al llegar, se fascinó con Piedad, se enamoraron locamente y durante dos años solo salía con ella.  Piedad repentinamente se casó con un “aparecido” y Bruno estuvo a punto de enloquecer; por poco no se suicidó, por poco no se alcoholizó.  Ahora Constanza, con quien también llevaba dos años, igualmente de “dedicación exclusiva”, estaba comportándose extrañamente y él no sabía cómo hacerla reaccionar; era un hombre de pocas palabras, no sabía cómo formularle su inquietud; además, la relación había sido siempre tan fluida, que nunca se le ocurrió que tuviera que hacer reclamos.

Al levantarse caluroso y sudando, resolvió tomar un baño para refrescarse.  Desnudo bajo el agua, recordaba los meses difíciles que vivió tras la ausencia de Piedad y tenía pánico de un nuevo abandono y volver a pasar por los durísimos momentos de entonces.  En esa oportunidad, rechazó a sus pocos amigos en lugar de refugiarse en ellos; buscó el alcohol; perdió el trabajo y solo un extraño golpe de suerte le permitió emplearse otra vez.  La dedicación a las nuevas responsabilidades y alguna ayuda de parientes le permitieron recuperar el equilibrio y poco después, casi por casualidad, conoció a Constanza.

Ante sí, esa tarde burlona; no sabía qué hacer con ella; la tenía para Constanza, y Constanza  la despreció.  No se le ocurría más qué hacer, porque nada tendría el sabor de su amada.   Con ella, planeaba salir a un lugar que les gustaba mucho, que les había regalado exquisitos momentos.  Anulada esa opción, se le cerraba el entendimiento, se le nublaba la vista, se sentía oprimido.

No quería volver a tenderse en esa cama ni en el sofá; ni sentarse a leer, a trabajar en el computador o a mirar televisión; tampoco tomarse un café o un trago; no quería nada de nada.  De repente se le hizo una lucecita en su mente:  Si salgo a caminar, disipo la tensión; si veo gente, movimiento, cambia mi estado de ánimo; quizá me deleite observando a las muchachas bonitas que caminan por este barrio.  Y salió.

Su cuadra estaba desierta; la quietud se podría vender por trozos para enfriar pescado; ni la viejita melancólica que solía pararse horas tras la vidriera de su casa mirando al vacío se encontraba esta vez allí.  Se sintió más solo que la viejita y corrió a doblar la esquina antes de que lo embargara la tristeza que ardía en sus vísceras.

La calle parecía en toque de queda; solo desmentían esta apreciación unos negocios que permanecían abiertos, con sus dependientes acodados sobre el mostrador, cansados de esperar algún cliente.  Se les podía escuchar la repiración; intercambiaron miradas vacías y Bruno siguió midiendo el andén a pasos cortos.  Si sigo tan lento, me alcanzará la angustia, que viene allí tras de mí.  Aceleró y se fue en busca del parquecito del barrio, donde deberían de estar los alegres niños jugando, las exquisitas nanas paseando sus cochecitos, los juiciosos lectores en las bancas, las parejas amorosas recostadas en el prado, los viejos vacilantes aferrados a sus bastones, las guacamayas coloridas chillando sobre las ramas de los árboles.

 ¡Qué quietud de parque!  Sí había una lectora concentrada y una pareja nada amorosa, aburriéndose sobre el césped.  Ningún niño; los juegos infantiles respiraban tristeza por este abandono.  Una pelota dormía en un rincón.  Los árboles tenían sus ramas mustias, como llorando porque las olvidaron las bulliciosas aves.  El cielo empezaba a cambiar a un azul más profundo.  Bruno se reventaba de morriña, quería pegar un grito, quería sacudir a la taciturna pareja, hacer que se besaran, que rieran, que se amaran allí mismo.

Decidió huir de allí por la calle más cercana.  Esta era una vía larga y ancha, completamente recta, con divisa en perspectiva.  ¡Sola también; silenciosa; aburridora; decepcionante!  Los semáforos trabajaban en balde.  Ráfagas de viento arrastraban polvo, hojas secas, papelitos.  En lugar de inspirarle paz, le infundía terror.  Fue recorriéndola, inmerso en su imagen de Constanza, que no se le iba de la cabeza.  El atardecer tomaba esa hermosa coloración ocre y violácea que, sin embargo, le provocaba tristeza.  Seguía su rumbo, vacilando entre devorar más terreno y devolverse a casa.  Al fin se decidió por esta última y giró hacia allá.  Mientras avanzaba, el cielo pasaba a un color ceniciento, lúgubre, que le inducía melancolía a esa alma atormentada.

Acercándose a la puerta del edificio, vio todas las ventanas oscuras, todos los balcones cerrados; no sintió ladrar a ninguno de los bulliciosos perros de sus vecinos; el corredor de entrada estaba a oscuras.  ¡Qué imagen de muerte la que se le presentaba!  No quería ingresar… ¿Lo acecharía la pelona en su apartamento?  Se negó a tomar el ascensor; subió lentamente por las escaleras, como aplazando la llegada a ese tórrido, para él gélido, cuarto.  Entró prendiendo luces; iluminó la vivienda por todos sus rincones para ahuyentar esos espíritus macabros que lo rondaban y activó la ventilación.  Puso música, su compañera inseparable, y se sirvió un trago, en el supuesto de que uno bien fuerte le templaría los nervios.

Se quedó con la mente en blanco por un buen rato.  En realidad, no tan “en blanco”, pues estaba prestándole atención a las fascinantes notas de la pieza musical que había puesto.  Lo sacó del arrobamiento un timbrazo; esperó un poco y tomó el teléfono sin ganas; ya habían colgado; miró el origen de la llamada: Constanza.  No estaba como para contestarle; dejó las cosas así.  Siguió tomándose su trago y escuchando música hasta que el sueño realizó la magia de hacer desaparecer para siempre ese día endemoniado.

Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com

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