domingo, 29 de marzo de 2020

LA ALIMAÑA
Relato

Mirando  hacia  la  Tierra,
me invadió este extraño pensamiento:
Dios mío, qué cosita tan frágil es esa.
Mike Collins, astronauta de Apolo 11.

Silencio…  Mañana oscura…  La brisa fría se siente soplar en el encierro.  La ciudad está congelada y una amenaza pende sobre todos.  Nadie la esperaba; cuando asomó, la tomaron en broma.  Ahora que luce real, siguen haciendo bromas de mal gusto; parece una competencia de humor negro.  Los datos que llegan a diario dibujan el perfil del monstruo y hacen ver lo poco que se ha logrado con los intentos para contenerlo.  Los responsables sociales llaman al acatamiento, a la solidaridad; todos repiten la palabra “solidaridad”.  Él se considera solidario porque ha obedecido todas las órdenes y seguido las recomendaciones; cuando se le hace estrictamente necesario salir, va oteando hacia las esquinas, temiendo ver aparecer una garra del monstruo, o su cola, pero… ni el monstruo ni tampoco señales de vida humana; todo desolado; la tristeza se ha vestido de soledad y quietud.  Es la anticiudad; él quiere movimiento, quiere ver gente; no se respira vida y aun menos cuando se aspira este aire viciado.
Cuando vuelve a casa, sigue cuidadosamente la rutina de limpieza, por si el monstruo le alcanzó a respirar cerca.  Luego le vuelve su desesperanza; la aplaca con sus pasatiempos; lo llaman sus familiares y amigos; todos están practicando el deporte de hablar de la criatura, de imaginar lo que no le conocen, de analizar y proyectar los datos recibidos y hacer las más espantosas premoniciones; de prometerse mutuamente todo el apoyo necesario.  Llegan noticias de tierras lejanas, donde se asegura que el engendro se está aplacando, pero por estos lares solo se le ve crecer; se promulgan nuevas medidas y no faltan quienes buscan la forma de burlarlas; son castigados; no vale que aleguen tener hambre; les prometen ayudas; él se siente seguro porque no necesita esos vaporosos auxilios.
Siguen pasando los días y continúa enclaustrado; domingo es igual a jueves; miércoles a lunes; la familia no puede estar toda con él; sus pies no son suyos, se les ha prohibido salir a la calle.  Su espíritu reposado y sus costumbres sedentarias ya le parecen fastidiosos; reniega de estos, quiere aire y sol, no la limosna que le entra por su balcón.   Los medios le dicen que no tiene derecho al aire ni al sol ni al movimiento.  Le dicen que es por el bien de todos; él sabe que sí, pero quiere que no; el quiere que todo cambie, que el encierro no sea una solución; ¡que inventen otra!  Se ríe al darse cuenta de sus contradicciones; una risa triste; también hay risa triste, como hay calma desesperante.
¿Que cuánto tiempo va a estar rondando la alimaña?  El mes, los tres meses, el año…  Todos hacen predicciones.  Él piensa cuánto ha durado su propia vida y cuánto más le puede durar si no se la arrebata el monstruo.  ¿Qué valor tiene lo que ha hecho hasta hoy?  ¿Qué les quedará a los suyos?  ¿Cómo lo recordarán en el futuro?  Para eludir duras respuestas, sale a buscar distracción en la ventana; encuentra el mismo paisaje congelado; lo único que se mueve, que cambia de forma y color, son las nubes; ensimismado, las sigue; al rato, vuelve a la realidad; ellas son libres, son livianas; él se siente pesado y prisionero.  ¿Cuándo se había imaginado que el nuevo siglo lo condenaría de esta forma?  ¿Que un suceso extraordinario igualaría a todos los seres humanos bajo la misma condición, la misma indefensión, la misma humillación?  Humillados por una vil creatura, puestos todos a su servicio, aunque crean no estarlo.

viernes, 27 de marzo de 2020

DE NARICES Y MENTONES
Relato
Presentado a Literautas en marzo de 2020

De chicos, Aleyda manifestaba su cariño a Daniel tocándole la nariz.  El muchacho tenía una bien proporcionada que era la admiración de toda la familia y la chica casi la consideraba de su propiedad; para saludarlo, le tocaba suavemente la punta; para hacerlo caer en cuenta de algo, le apretaba esa misma punta, como un timbre; si quería reprenderlo, se la atenazaba con pulgar e índice y se la movía de lado a lado.

El muchacho hacía lo propio con el delicado mentón de la niña, redondeado, levemente saliente, hendido con un tierno huequecito que le ponía un toque atractivo a ese rostro, enmarcado con unas trenzas cobrizas, y le hacía sentir al muchacho algo que él no sabía definir.  Además de las acciones homólogas a las de ella con su nariz, él le mordía con suavidad ese pequeño promontorio para manifestarle cariño, y esto fue lo que en poco tiempo los llevó a sentir un picante morbo en esas acciones.

Cierta vez, en el acercamiento para la mordida, se cruzaron las miradas del par de ojos dorados del muchacho con los azules de la chica y se produjo un corrientazo; se separaron velozmente y les quedó una desazón tormentosa.  En la ocasión siguiente, en lugar de separarse, un extraño magnetismo pegó sus cuerpos, uno contra otro; los sorprendió una tía de la niña, los separó y la hizo entrar a su casa.  A partir de ese momento, se las ingeniaron para mantenerlos separados.   Ellos, embargados por una acuciante curiosidad, empezaron a buscar la sensación en otras compañías, pero no sentían lo mismo.

Cada uno siguió su vida.  Ella llegó a ser cirujana plástica; fue exitosa componiendo nalgas y senos y terminó remodelando narices, en las que encontraba mucho placer.  Él se dedicó a la fotografía; en las modelos, destacaba los mentones y luego pasó a resaltar otras prominencias: rodillas, traseros, pechos…  Se volvió un cotizado fotógrafo de desnudos.  Vivían en ciudades distintas casi desde que los separaron; se olvidaron más o menos pronto el uno del otro y ni la casualidad los quería volver a juntar.

Con el tiempo, ella, insatisfecha con su pareja, le abandonó.  No valieron los ruegos del hombre; esta mujer era decidida y no echó pie atrás; dijo que prefería vivir sola el resto de sus días y trasladó su consultorio a otra ciudad, para estar lejos de él.  Daniel, insatisfecho con algo que él no sabía qué era, se volvió voyeur fotográfico; hay que ver las imaginativas piruetas que realizaba, casi arriesgando la vida, para sorprender a actrices en el acto de desvestirse, a parejas famosas consumando el acto amoroso, a políticos importantes conquistando jovencitos.  Y se llegó el día en que le aplastaron la nariz y le destrozaron la cámara.

La monstruosa nariz que le obsequiaron necesitaba una buena cirugía para volver a ser la admiración de todos.  Averiguando mucho, le dieron los datos de una doctora Aleyda, excelente escultora de narices.  “Tiene unas manos mágicas; convierte cualquier masa en una belleza”.  La buscó, ignorante de que se trataba de su adorada amiga de la niñez.  Al acudir a la primera cita, se reconocieron de inmediato; ella lloró por el esperpento en que había quedado convertido aquel apéndice que en secreto había seguido venerando, que le había producido excitación más de una vez, que la había llevado a dedicarse a la reconstrucción de narices, exclusivamente.

Él también retrotrajo su morbo por el divino mentón y no tuvo que llorar, por cierto, pues Aleyda lo conservaba hermoso, reluciente, excitante.  Después de la sesión para fotografiar y tomar medidas a la monstruosa nariz, se dedicaron a rememorar aquellos pellizcos y mordidas, aquellas pícaras miradas, y a confesarse lo que sufrieron con la separación, lo que se desearon y la cobardía que no les permitió buscarse de nuevo.  Terminaron enamorándose locamente.

domingo, 22 de marzo de 2020

EL ERGOLEPTÓGIRO
Relato

Considero  que  la  realidad  es  lo  que  menos  debe  preocuparnos, 
puesto que, y esto ya resulta bastante molesto, siempre está presente.
Herman Hesse, Rastro de un Sueño.

Rafael estaba armando un aparato que prometía ser la gran novedad, según él.  Todos los miembros de la familia y otros miembros de cualquier cosa miraban y remiraban esa armazón informe y sobrecogedora y le hacían todo tipo de comentarios.

–¡Cuánto tendrías ahorrado ya, si no te gastaras la platica en ese cachivache!  Decía su papá, rascándose la calva.
–Se te está pasando la hora de pensar en matrimonio.  Vas a terminar casado con esa cosa.  Era la opinión de su madrecita.
–Un matrimonio siempre será posible, ma.  Esa institución no se va a acabar.
–Este hermano mío no va a sentar cabeza.  Tan bueno que eres para el fútbol y para las matemáticas, deberías estar explotando esos talentos.  Le espetaba el hermano mayor.
–Estoy aprovechando otro talento que no conoces.
–Desde que se puso con ese embeleco, nos abandonó.  Se quejaban sus amigos.
–Si son amigos de verdad, tienen que seguir siéndolo, por encima de todo.
–Eres un incomprendido.  Ya verán todos el éxito que vas a tener.  Le decía su  adorada noviecita.
–Tú eres la que me mantienes con vida entre todos estos cadáveres.
–Este hermano mío es un genio.  ¿Me vas a dejar montar en eso cuando funcione?  La posición interesada del hermanito.

Rafael seguía adelante con su proyecto.  No dejaba que le tocaran esa como escultura abstracta montada sobre un banco de trabajo que acomodó en un rincón del garaje.  Cuando le hacían falta componentes, se los rebuscaba; en ocasiones, tenía que pedirlos al exterior y esperar con paciencia.  Cuando le hacía falta una herramienta especial, averiguaba obstinadamente, hasta que lograba tomarla prestada o alquilada.  Más de una vez ocasionó algún cortocircuito, sin consecuencias graves, solo los aspavientos de mamá y papá.

–Y ¿cómo se llama ese esperpento?  Le decían unos y otros.
–Es un ergoleptógiro.  Decía muy serio.
–¡Dios mío!  ¿Y a una cosa tan absurda le derrochas tanto dinero, le pierdes tanto tiempo?
–América es un nombre absurdo.  El ornitorrinco es un animal absurdo.
–Estás descuidando tus necesidades más básicas por ese ornitorrincógiro; se te olvida comer, te quedas toda la noche sin dormir.
–Mi necesidad más básica es hacer lo que satisface mis aspiraciones.
–Bueno, y ¿para qué se supone que sirve esa cosa?
– Tiene aplicaciones al ahorro doméstico de energía, el acceso eficiente a las redes de datos, el balanceo de aparatos giratorios y hasta el control del tránsito.
–¡Dios mío!  La piedra filosofal se quedó pequeña.

Solo su amiga del alma lo entendía y lo acompañaba.  A él; porque el dispositivo no lo comprendía, a pesar de las explicaciones que Rafael predicaba con frecuencia.  Solo ella lograba sacarlo a cine, a un baile, a un parque.  Hasta le prestaba dinero.  Y ella fue la que lo llevó al médico cuando empezó a sufrir una dolencia fuerte y persistente.  Vinieron una serie de exámenes, muchas consultas, intentos de tratamiento, pero Rafael no se apartaba de su engendro; ya lo llevaba muy adelante, decía, y ella esbozaba una sonrisa amarga.

Pero la vida sigue, como algunos dicen cínicamente a sus amigos en la velación de un ser querido.  Rafael siguió, pues, con sus circuitos, sus soldaduras, sus engranajes, sus aprietes y aflojes, sus ayunos para muestras de sangre, sus esperas en sala, sus amargas pastillas y dolorosas inyecciones.  El ergoleptógiro iba tomando forma y, a la par, el tratamiento iba dando esperanzas.  Cuando el aparato se apartaba del funcionamiento deseado, casualmente las pruebas clínicas mostraban resultados decepcionantes.

Todos le reclamaban por su estado de salud, pero él solo miraba hacia su aparato; en él se veía, no en los resultados de los exámenes de laboratorio.  Seguía mandando a maquinar la piececita que no encajaba, pidiendo afuera el circuito integrado que faltaba, reforzando los mecanismos débiles.  De esto se aprovechaban su madre y su amada para estimularlo a tomar la droga olvidada, madrugar para el examen ordenado…

Se llegó el día de la puesta a punto final del aparato; todo se veía en orden, todas las pruebas salían perfectas y Rafael, radiante, convocó a familia y amigos para la demostración.  Media hora antes de la cita, se sintió muy mal; debió buscar la cama; le llamaron el servicio de urgencias; estos lo llevaron a hospitalizar y se diagnosticó la fase terminal de la enfermedad.  No volvería a salir de la clínica.

–No atendiste una realidad, le decían.
–Mi realidad era mi invento; convivió con la que ustedes invocan.

NO ES DIFÍCIL UBI-CARLA
Relato

Las preguntas verdaderamente serias son aquellas
que pueden ser formuladas hasta por  un  niño.
Solo las preguntas más ingenuas son verdaderamente serias.
Son preguntas que no tienen respuesta.
Milan Kundera.  La insoportable levedad del ser.

Agustín quería mucho a su esposa Catalina, bella mujer con quien se había conocido gracias a una de esas que llamamos felices coincidencias; habían quedado flechados desde el primer momento, se casaron un año después y tuvieron un precioso y vivaz niño, que ambos adoraban.  De seis años, el niño quiso saber por qué se casó con mamá; él simplemente le dijo que era la mujer más bonita que conocía y ella les regaló una amplia y luminosa sonrisa y sendos besos.

También una coincidencia lo llevó, con ocho años de matrimonio, a reencontrar a Carla, antigua compañera de universidad, una mujer bonita, sensual y coqueta.  En este caso, no hubo propiamente flechazo de Cupido, sino ardientes deseos que cada uno de los dos reprimió en el primer encuentro, pero que llevaron a que cada uno de los dos buscara afanoso un nuevo encuentro “casual”.  Y claro que una casualidad tan rebuscada se presentó; los dos seres conectaron muy fácil y se siguieron viendo.

La primera cita fue arrasadora; la segunda, encantadora; la tercera, consolidante.  Saliendo de la segunda, Agus se cruzó con una hermana de Cata, mas quedó tranquilo, pensando que no había motivo para que le surgieran sospechas.  La recogió para la tercera una tarde que traía al niño de una clase de natación y le inventó al chico cualquier disculpa para dejarlo en casa y seguir camino con ella.  No se quedaron las cosas así; cierto día la esposa le indagó, aparentemente por curiosidad nada más, quien era la señora que recogió cuando traía al niño –¿alguna compañera del trabajo?  Poco después, en una reunión familiar, su cuñada buscó estar a solas con él para prevenirlo de las dificultades que podría tener si Catalina se percataba de sus “voladitas”.  “Descuida, que por mí no lo va a saber, pero las brujas…”

Se puso alerta y resolvió cambiar los sitios de encuentro y los medios de transporte.  A la Carla no le gustó que le diera tanta importancia a “las habladurías” y empezó a mostrarse recelosa, después menos cariñosa y finalmente conflictiva.  Agustín vio que ya era tiempo de dejarla y lo hizo sin previo aviso.  Creyó que ella correría a llamarlo, pero no ocurrió.  Entonces, se tranquilizó y quedó convencido de que había salvado su relación conyugal.  Le costó sa-Carla de su corazón, pero lo logró.

Unos tres meses después, al entrar a su oficina, la encontró sentada en su silla, mirándolo con ojos coquetos y labios tentadores.  Todo se le derrumbó y se dejó caer en sus brazos.  Fueron otros tres meses de dicha y locuras, hasta que un día se percató de que su esposa lo vio saliendo con ella de un lugar y se le heló la sangre en las venas.  La ruptura con Carla fue dolorosa; los cuentos que le inventó a su mujer fueron garciamarquianos, pero logró convencerla de su “inocencia”.

Las costumbres familiares volvieron a su curso normal; en el trabajo, el desempeño seguía siendo de lujo; el niño lo quería cada día más; Catalina lo “mostraba” como esposo modelo en las reuniones sociales y de familia.  Todo estaba muy bien en la superficie, pero por dentro bullía la desazón.  Para reprimirla, programaba todo tipo de actividades con los suyos, emprendía novedosos proyectos, se afiliaba a cuanto grupo nuevo aparecía.

Un día, el volcán interior explotó y el hombre volvió a buscar a su querida Carla; no era capaz de arrancar de su parte más íntima esos impulsos que lo arrastraban hacia ella; eran más fuertes que él; sobre todo, parecían tener espíritu táctico, pues no se le presentaban de lleno; solo le disparaban el recuerdo de su sonrisa, o de su excitante olor a hembra, o de su rítmico caminado; él se complacía en la consabida imagen y entonces venía el golpe de gracia: parecía que le ordenaban “búscala”.  Inútil describir la noche que pasaron; sepámosla, más bien, reflejada en la contrastante mezcla de remordimientos y regustos que lo asaltaron durante la madrugada, desvelado en el lecho al lado de su durmiente esposa.

Por fin pegó los ojos como una hora, la última antes de la dura cita con el despertador, pero eso fue suficiente para levantarse con ánimos.  Mas Catalina se levantó con “calladera”, sirvió el desayuno del niño y lo despachó para el colegio con una revisión de maletín y lonchera y un beso cariñoso; a Agustín, lo dejó que se preparara lo suyo y, entre tanto, lo miraba con ojos de Medusa.
–¿Qué es lo que pasa, que me quieres tragar vivo?
–Nada.
–Entonces es mucho.  Inicia la lista.
–Cínico.

Cuando se desató ese típico nudo introductorio, ella le habló de la “vieja esa” con la que él tenía su “asunto”, él le rogó que no fuera tan suspicaz, le aseguró que solo saludaba con afecto a su antigua compañera de estudios, etc. y la discusión se prolongó mucho rato, hasta que llegaron a un supuesto entendimiento, con bellas promesas de parte y parte.

Llegó muy tarde a su trabajo y apenas sí le alcanzó el resto de mañana para revisar correspondencia y embutir en el computador algunos comandos de “work flow”.  Después almorzó con los colegas de la empresa filial, con quienes tenía que pactar algunas acciones comunes y ellos extrañaron que no exhibiera el buen humor acostumbrado; hasta se le deslizó una que otra respuesta cortante.
–¿Desayunaste alacranes hoy?  Si no fuera por las excelentes propuestas que has planteado, diríamos que no tratamos con Agustín, sino con un impostor.
De vuelta a su oficina, Agustín no se hallaba; empezaba un informe y lo dejaba; le pedía una llamada a su secretaria y al poco le daba contraorden; lo llamaron de Gerencia General y pidió que dijeran que había salido.
–¿Salir?  ¡Eso es!  Voy a salir ya a buscarla.  …Bus-Carla… ¡Qué bonito suena!

Y se fue.  No le importó si por casualidad el gerente general se asomaba a su ventanal del piso más alto del edificio y lo veía saliendo a la calle.  Había tomado una decisión súbita y él era un hombre de resoluciones intempestivas.  Atravesó la calle, entró a los parqueaderos y salió en su vehículo, tan precipitadamente que no entendía por qué la barrera no se levantaba; olvidaba que tenía que insertar la tarjeta como siempre.
–La voy a llamar… ¿Dónde tengo ese carajo celular?  ¡No!  No la llamo.  Que opere el factor sorpresa.

Pasaron un rato delicioso.  Como si ella lo hubiera estado esperando y se hubiese preparado para darle lo mejor de sí.  Primero, en un café, donde él pidió doblar el chorrito de licor en cada uno de los Capuchinos y le suplicó a ella doblar cada beso que le daba.  Después se la llevó al sitio acostumbrado, donde los miraron con asombro, por la hora; siempre iban allí de noche.  Pidieron el licor acostumbrado; se regocijaron en las acciones acostumbradas y el recobró el excelente humor acostumbrado.

Salieron a lo largo de una avenida principal, rumbo a dejar a Carla en su apartamento; había mucha congestión y se quedaran un buen rato plantados al costado de un bus escolar; aprovechaban la parada para acariciarse y besarse, sin recato alguno, mientras los niños los observaban desde sus ventanillas.  Quiso la torva suerte que este bus fuera precisamente el de la ruta escolar del hijo de Agus, quien fue uno de los espectadores de la presentación gratuita. 

Llegó a casa haciendo alarde de un día de duro trabajo, no haber descansado un minuto, necesitar pleno reposo en camita.  La mujer pareció no escuchar y le habló de un comunicado que llegó de la administración del edificio.  El niño también cambió el tema: delante de Catalina, le disparó una pregunta que lo traía preocupado.
–Papi, ¿esa señora con la que te abrazabas es más bonita que mi mamá?

  Una navidad sentida La pelirroja Ángela y el rubio Daniel han salido a caminar en esta noche de principios de diciembre tibia y luminosa, ...