jueves, 15 de julio de 2021

 Sin rumbo también se pega

Relato

Y tras los ruegos, tras las humillaciones, una ira desesperada empezaba a arder…

…Tenemos  que  mantener  sometida  a  esta  gente  o  se  toman  el  país.

John Steinbeck, Las Uvas de la Ira


John Robinson se despide de su noviecita con un beso atornillado, mirando de reojo que nadie los vea, y se va a casa temiendo encontrar a su padre borracho para la comida.  Este, que es obrero de construcción, suele no fallar dos o tres cervezas después de salir de la obra y llega a casa achispado, pero su mujer y cinco hijos lo ven beodo.  Esta vez, llega el muchacho preciso cuando la mamá está sirviendo las sopas aguadas y secos de arroz y huevos revueltos para el papá, Leidi Katherine, Paul Estiven, Dayana María, José Keith y él; todo coronado con aguapanelas.

Después de comer, se lavan los dientes “los que quieran”, ven algo en TV y luego la madre reza el rosario con los tres menores; “¿para qué la rezadera, si nunca nos hacen un milagro?” dice John, a veces en voz alta, hoy para sus adentros, mientras se va a su pieza donde ha vivido diecinueve años y ahora la comparte con dos hermanos.  Se queda un rato bregando con su viejo celular, mal sentado en la estrecha cama.  La pantalla tiene una fractura y algunas aplicaciones no le corren, por falta de memoria.

El domingo se va a mirar el partido de fútbol en pantalla gigante en un buen bar del centro; no se puede perder el “clásico” entre los dos eternos rivales locales.  Al saltar celebrando el primer gol de su equipo, termina abrazado con el joven vecino de camiseta de igual color, embargado por la misma emoción y este le ofrece una cerveza que John no rechaza.  Siguen comentando las jugadas, recordándole la madrecita al árbitro, chiflando el gol del empate; al final celebran la victoria de último minuto y salen del bar entrelazados con otros hinchas, en medio de la mezcla de colores que ese día por fortuna se ha dado, en lugar de las terribles batallas de otras jornadas alrededor del estadio.

Afuera, invitado por su casual amigo a otra cerveza, comprada en un puestecito callejero, la beben en las mesas improvisadas (y entablan conversación).

–¿En qué trabajas?

–En medir calles.  Me gradué el año pasado y sigo buscando trabajo.

–Estamos parecidos.  ¿En qué te graduaste?

–Tecnología contable, ¿y tú?

–No estoy graduado.  Abandoné los estudios al terminar noveno, el año pasado, para trabajar y ayudar a mi papá, que es obrero y no alcanza a sostener la familia; pero me duró tres meses; ahora estoy vagando.  ¿Cómo te llamas?

–Marcial…  Suena raro, ¿no?

–Yo me llamo John Robinson Carmona Bedoya.

Continúan su charla, en la que Marcial le cuenta que su padre, Olmedo Jaramillo Holguín, es comerciante y su hermanita se llama Tatiana; John le recita los nombres de su familia; Marcial practica el tenis, mientras que Robinson se limita a picados de fútbol en el barrio; también hablan de sus novias, la una de J. R. y las muchas del picaflor Marcial.  Intercambian números telefónicos, se despiden con el típico golpe de puños, se van sin rumbo y se prometen un nuevo encuentro.

La marcha avanza con decisión por la avenida; al salir del parque ya eran más de doscientos y ahora, con los que se suman por todas las calles, son una multitud.  Agitan las banderas, muchas de ellas invertidas, corean las consignas en que rechazan la reforma tributaria, la reforma a la salud, el desempleo,  la violencia policial; ridiculizan al presidente y condenan al máximo líder de derechas.  Grupos musicales, teatrales y de danzarines ponen una nota alegre y colorida; los transeúntes los miran con agrado y levantan las manos en señal de apoyo.

Un marchante comenta que la víspera, en disturbios al final de la marcha, los policías atacaron con fiereza y hubo varios manifestantes fracturados, sangrantes, unos con heridas en los ojos y dos o tres chicas fueron abusadas por hombres con uniforme.  Esa es la razón de los carteles sobre los excesos de la policía, que John no entendía.  Se respira malestar, ira contenida, a pesar de la música, los mimos, las comparsas. 

Marcel avanza tras una exuberante chica que va unos pasos adelante, llevado por sus “bajos instintos”.  Esta va muy rápido, pasando a muchos, y el muchacho tiene que empeñarse para no perderla entre el gentío; de repente, ella alcanza a un chico, se abraza con él y continúan muy entrelazados y retozones.  Marcel tiene que contentarse con saludar a John Robinson, que iba casualmente al lado del chico cazado por la muchacha.

–¡Hola!  Nos volvimos a ver muy pronto.

–¿Qué haces aquí?  Yo creía que los hijitos de rico no venían a las protestas.

–El rico es mi papá.  Yo soy un pobre tonto que hizo una carrera tonta y que no encuentra ningún ch… trabajo.

–¿Y aquí vas a encontrarlo?

–Tampoco tú.  Por eso tenemos que revolcar este país para exigir oportunidades para la juventud.

–Y para la vejentud.  Mi papá, con más de cincuenta, tiene que vivir rogando por trabajitos que le duran poco y cada vez le pagan menos.  Hasta debe de estar por aquí; él me dijo que si se podía volar del trabajo, se metía en la marcha.

La charla es larga, al son de tambores y flautas, burlas a los policías destacados para garantizar el “pacífico desarrollo de la manifestación” y pequeños conatos de desorden.  No se quieren aguantar los discursos en la plaza de concentración final, más bien se van a tomar una cerveza, por invitación de Marcel, y a hablar de mujeres y fútbol.  De nuevo se prometen un reencuentro y se van como renovados a sus casas, no saben si por su agradable encuentro o por su participación en la protesta, que les dio alguna esperanza.

La noche es violenta.  La música se silencia, desaparecen los que danzaban.  Encapuchados atacan un puesto de policía y le prenden fuego sin dejar salir a los agentes; otros acorralan a una agente mujer y le intentan cobrar las violaciones de la víspera, ojo por ojo, diente por diente; algunos se “divierten” destrozando un cajero automático y haciendo pedazos los vidrios de una sucursal. 

Al desayuno, el papá de John Robinson les comenta que están en riesgo de perder la casita porque el banco no le quiere refinanciar la deuda, que creció considerablemente después de la moratoria de la pandemia; a él le había servido de mucho alivio no tener que pagar las cuotas el tiempo que estuvo de brazos caídos por la parálisis del confinamiento, pero lo que no sabía era que después le pasarían cuenta de cobro con intereses acumulados.

–Los bancos no perdonan nada –dijo su mujer.

–Pero deberían, porque si nosotros perdimos salarios, ellos nos podrían condonar, al menos, los intereses y ampliarnos el plazo.

–¿Y no se lo has pedido?

–En todos los tonos, durante estos meses, pero ellos se escudan en que no pueden sacrificar utilidades, en que ya nos dieron un buen respiro en los momentos difíciles y en la ley.

–Es que un banco no puede hacer eso, porque es una criatura que no respira aire y no come solomo; ella respira utilidades y come intereses –argumentó John Robinson.

–¿De dónde sacas eso?

–De John Steinbeck, “Las Uvas de la Ira”.

Al almuerzo, el papá de Marcel llega a casa con la noticia de que va rumbo a la quiebra.  Los meses de paro obligado del negocio se le comieron los ahorros pagando a sus empleados, pues no los despidió confiando en los alivios prometidos por el gobierno y, a pesar de que presentó toda la documentación, ahora le han respondido que su empresa no calificaba dentro de los requisitos.

 –Ahora sí voy a tener que licenciar a varios, cerrar algunas líneas del negocio y apretarles a ustedes con sus gastos.

–Te debes unir a las protestas, papá.

–¡Yo no soy comunista!

–Algún banco te podrá prestar –dijo la mamá.

–Me exigen hipotecar todo lo que tengo.  ¡No tienen corazón!

A la marcha siguiente llegan los dos chicos con mayores bríos después de lo que han escuchado en casa.  Igual que ellos, todos los demás van enardecidos porque no tienen trabajo o estudio, viven en deplorables condiciones, son humillados por los que están por encima de ellos, carecen de buen transporte, no pueden vestir decentemente, tienen parientes desaparecidos, les han asesinado  o injustamente encarcelado a miembros de su familia.

El público ya no vitorea a los marchantes, los miran con recelo.  Los muchachos van convencidos de sus consignas, en medio del jolgorio propio del evento.  Unas cuadras más adelante, la policía impide el paso; está plantado un escuadrón grande a todo lo ancho de la vía, respaldados por vehículos antimotines y con el sobrevuelo amenazante de helicópteros.  Aparecen, como de la nada, los cocteles Molotov; se disparan los gases lacrimógenos; la multitud se dispersa, pero no huye, más bien se repliega y la emprenden a piedra contra los locales comerciales en el marco de un pequeño parque.  Súbitamente están rodeados por un nuevo destacamento de policía que dispara varias veces contra ellos y ahora sí se escabullen como mejor pueden, con excepción de los pocos que se quedan acompañando a sus heridos.

Entre los primeros que huyen están John y Marcel, prometiéndose no volver a participar de movimientos tan amenazantes y al llegar a sus casas reciben llamadas de amigos que les cuentan de muertos y heridos, violaciones, saqueos e incendios.  En la TV, los cuerpos armados y los gobernantes presentan un balance de agentes femeninas que sufrieron intento de violación, otros agentes heridos, algunos de gravedad; estaciones de policía incendiadas, negocios saqueados e incendiados, buses de transporte público quemados y sus estaciones destrozadas.

John Robinson llama a Marcel y este le cuenta de una amiga que le informó llorando que su novio perdió un ojo por un perdigón de la policía.  John le cuenta que un amigo suyo pudo ver cómo cuatro agentes estaban violando a una chica en un rincón oscuro de un parque y él con tres amigos se atrevieron a defenderla y salieron bastante lesionados.  ¿Qué esperanzas tenemos de justicia social, se preguntan ambos, si ni los que dicen reclamar esa justicia ni los que dicen defender a la sociedad saben controlar sus ímpetus violentos, criminales?

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