CAE BIEN LA NAVIDAD
El trabajo de Juan Carlos era pesado. Como trabajador de obras públicas tenía que hacer fuerzas, aguantar tirones, guardar equilibrios y más de una vez su buena suerte lo libró de accidentes; sus compañeros decían que tenía un ángel. Por ejemplo, en una ocasión, cruzando una avenida, una veloz motocicleta venía hacia él y en el último instante le pasó rozando por detrás y él apenas se tocó las nalgas para cerciorarse de que quedaron en su sitio.
La ornamentación navideña de la ciudad incluía unas imágenes luminosas gigantescas a todo lo largo de la avenida principal: santos, pastores, ovejas, camellos, ángeles… Y estos últimos iban elevados por encima de todos los demás, pues se suponía que venían bajando del cielo a dar el anuncio a los pastores. El mayor de estos espíritus alados iba colocado en un largo poste a veinticinco metros de altura y le asignaron a Juan Carlos el trabajo de anclarlo allí arriba, vestirlo con los velos blancos brillantes confeccionados para él, fijarle sus alas de plumas nacaradas muy bien simuladas, ponerle su estrella de luz en la frente, la aureola de tubo de luces y las sandalias azules claras. La figura iba inclinada unos treinta grados, ligada por uno de los pies al poste de soporte, con la otra pierna al aire y un tanto doblada, un brazo tendido hacia lo alto como apuntando al avance en esa dirección y las alas abiertas semiplegadas fingiendo el batir del vuelo.
En el tope, Juan Carlos se sentía a sus anchas, no le temblaban las piernas, temblaba de la emoción de estar instalando en versión gigante esos angelitos que de niño admiraba en el pesebre; se extasiaba observando todo allá abajo. El movimiento de los carros, las bicicletas y las personas se le hacía más lento; mirando a lo lejos, los edificios del centro de la ciudad se veían pequeños, en cambio las montañas allá en la lejanía le parecían descomunales. Desde esa altura, se sentía el Creador dando vida a todos los seres. Cuando se acordaba de que estaba trabajando se aplicaba a la tarea, pero pronto se distraía de nuevo con el espectáculo que tenía alrededor y se ponía a imaginarse un recorrido nocturno con su novia por el sendero navideño de iluminación multicolor; hasta sentía el olor a natilla y buñuelos.
En un momento dado, fijando unas campanillas en el cinto del ángel, necesitó alcanzar algo más allá y se estiró confiado en que el cable de sujeción lo sostendría, pero este se había zafado de la argolla, perdió Juan Carlos el equilibrio y se salió de la pequeña plataforma; estiró el brazo para tratar de asirse a algo, pero ya iba en caída libre. Se precipitaba con la aceleración de la gravedad, pero en su mente transcurría el tiempo con suma lentitud. Alcanzó a pensar ya nada puedo agarrar y me voy a hacer pedazos contra el pavimento. He recibido el castigo a la soberbia de sentirme creador. Amada Catalina novia mía, sabes que te quise mucho, qué lástima no llevarte conmigo a la otra vida, deseo que en este mundo sigas siendo feliz, no me llores… Va pasando frente a la plataforma inferior... Papá, mamá, les agradezco todo lo que hicieron por mí, si puedo desde allá los llenaré de suerte… Ve el rojo del semáforo frente a sí... Ya voy llegando a mi destino final, compañeros pónganle todo a esta obra, que les quede hermosa. Frenazo brusco a cincuenta centímetros del piso... Juan Carlos se balancea suspendido del cable... siente una inmensa alegría... está intacto... se aproximan a liberarlo en medio de gritos de felicidad.
Arriba, su ángel sonríe sosteniendo el cable. Lo atrapó cuando Juan Carlos se soltaba, no fue difícil estirar el brazo, no quería que el muchacho dejara su obra inconclusa ni se perdiera una linda navidad con el amor de su Catalina.
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