jueves, 9 de enero de 2020

EL PRIMO AMARILLO

Relato

Presentado a Literautas en enero de 2020



Peleaba con la cuchara, para demorar lo más posible la ingesta de la sopa de cebolla que me servía la tía María del Carmen todos los lunes.  Ella nunca me la perdonaba, porque coincidía con el tío Nicanor en que el triángulo de la salud lo conforman el ajo, la cebolla y el aguardientico.  Aquel, porque evita el colesterol; esa, por antioxidante y antidiabética y este último, porque reconforta, activa la circulación y destruye los gérmenes y parásitos.  Me decía todos los días que no descansaría hasta quitarme el amarillo (por el color cetrino de mi piel); que la cebolla debería ayudar a ello y también la remolacha, la que me hacía engullir por kilos.

En esas, se me acercó mi prima María Victoria, niña poco agraciada, pero muy viva.
–¿Está muy maluquita la cebolla, primo?
–Horrible, prima.  Tú sabes cómo la odio.
–¿Quieres que te libre de ella?
–Cuanto antes.
–¿Y me das lo que te pida?
–Cualquier cosa, primita.

Se comió la sopa en un santiamén, lo que me provocó náuseas ajenas, y me citó para las seis de la tarde en su pieza.  Cavilé toda la tarde, pues era muy respetuoso de los espacios de la casa en que mis tíos me habían acogido gustosamente para que pudiera realizar mis estudios de bachillerato  –en mi lejano pueblo solo había escuela primaria.  No quería abusar de su confianza ingresando a un lugar tan privado, y más porque ya sospechaba algo, conocedor como era de los atrevimientos de la chica.

Mi tía salía siempre unos minutos antes de las seis para la misa y regresaba aproximadamente a las siete a despachar la comida, después de haber recogido a su esposo en el comercio que tenía en la Calle Real.  Quedamos, pues, solos en casa y me le presenté a mi prima, como convinimos, ya un poco tranquilo, pensando que solo me haría algunas confidencias o me declararía algo que sintiera por mí.  ¡La declaración fue con manos y labios!  No pude escapar de su embate y en pocos minutos estaba siguiéndole la corriente, pues algunas partes de mi organismo me lo exigían.  Poco antes de las siete, tendimos la cama y salimos al balcón a fingir una inocente conversación familiar.

El lunes siguiente, María Victoria me exigió que el encuentro se hiciera en un bosquecito cercano “a donde me lleva mi novio y pasamos delicioso”.  Otros lunes, ensayamos nuevos lugares y formas de hacer la tarea, pero yo todo lo aceptaba con tal de no tragar más cebolla.  Además, me gustaba bastante el ejercicio.  Lo que no me gustaba mucho era el abanico de hombres con los que se veía la muchacha; cada vez me sorprendía con un “así lo hace Fulano” o con un humillativo “Zutano es más niño y lo hace mejor que tú”.

Durante la comida de cierto día, doña María del Carmen nos informó a todos que su hija estaba en embarazo y que no quería decir quién era el padre.  Don Nicanor se ahogó con su bocado y hubieron de socorrerlo; pero no perdió energía para caerle a la chica con una lluvia de recriminaciones y después la conminó con furia a que le informara quién era el “sinvergüenza” que se había aprovechado de su inocencia.  Me costó contener una carcajada; tuve que simular que tosía.

–Si no confiesas, te voy a quitar todos tus privilegios.  –Dijo el padre–.
–De todos modos, al nacer el bebé, sabremos de quién es.  –Dijo la madre–.  Si nace amarillo, es de este mosquita-muerta.  –Me señaló–
–Si es gordiflón –dijo el papá– será de ese noviecito gordana que no me gusta nada.  Y si es morenito, que se tenga fino el negro del almacén.

Llegado el día, ni amarillo, ni negrito, ni gordiflón; el bebé tenía puras facciones indígenas; todos quedaron desorientados; solo yo sabía de los encuentros de mi prima con un indio del pueblo vecino, dizque para hacerse leer el destino y conjurar los malos espíritus.

Sobra decir que respiré aliviado.

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