sábado, 31 de marzo de 2018

DORMIDOS SOBRE LOS LAURELES
Relato

Jerónimo y Alejandro, dos adolescentes que viven en el barrio Belén, querían dar una sorpresa a sus padres y les pareció que sería muy de su gusto un paquete de parva fina y fresca, bien variada.  (Parva llamamos por aquí a un surtido de panes).  Ellos mismos saldrían ganando con el regalo, pues les tocaría degustarlo al desayuno y al algo.  Averiguaron entonces por una panadería nueva en el barrio Laureles, de la que una visita había hablado maravillas en su casa.  Les dijeron que tomaran, en la esquina, la buseta que bajaba hacia la carrera 76 y se apearan junto a la bomba Los Almendros.

Se fueron los muchachos en la buseta y se bajaron en el lugar indicado; caminando de frente por la misma 76, se toparon con un local que tenía un letrero que invitaba a conocer intimidades del barrio Laureles; entraron y empezaron a apreciar una cantidad de fotografías, artísticamente dispuestas en las paredes, que contaban la historia del barrio y su transformación urbanística.  Se veían allí la primera casa del barrio, las Avenidas Nutibara y Jardín recién abiertas, ansiosas de agrupar una comunidad alrededor; los primeros edificios de  lo que llegaría a ser una muy importante universidad… Era el taller de un arquitecto Jorge Hernán; ellos empezaron a formularle preguntas y él se las atendía muy amablemente.

En cierto momento se dieron cuenta de que ya estaba cayendo el sol, se apuraron a continuar por la 76 y giraron una cuadra a la izquierda, como bien se les dijo. Encantados con la parva, eligieron una buena variedad y, una vez pagada y empacada, resolvieron sentarse a tomar un café y lo pidieron con unos pastelitos que se les antojaron.  Consumiendo lentamente, se entretuvieron mirando videos y haciendo chismes por WhatsApp, entre risas,  sobre las novias de sus amigos y los novios de sus amigas, en el teléfono celular de uno de ellos, pues el otro olvidó traer el suyo.

 Cuando oscureció, salieron sin averiguar por la ruta.  Desorientados, en lugar de bajar por la calle hacia la 76, se fueron buscándola por la carrera 77 (sin saber su nomenclatura); se les terminó apenas a una cuadra de andar, pero vieron que allá a la izquierda pasaba una avenida, que tomaron por 76, se dirigieron hacia ella, la siguieron, pero era la Av. Jardín, con sus falsos laureles, sus cauchos y otros inmensos árboles, que los llevó al Segundo Parque, donde se aceptaron mutuamente que estaban perdidos.

Al dicho parque, que tiene forma circular, le caen varias vías en estrella; los muchachos nunca habían estado allí, no sabían cuál de ellas tomar e indagaron a una señora por la buseta para llegar a Belén; ella les indicó cuál vía debían tomar, directo hacia arriba, hasta llegar “a la carrera 78 o 79, no recuerdo bien”, para abordarla allí.  Se fueron muy agradecidos, siguiendo el camino indicado, pero una cuadra más adelante vieron que cruzaba la circular 76.  “Esta tiene que ser una prolongación de la carrera 76, giremos aquí, que esta nos lleva” y voltearon a la derecha.  ¡Equivocada decisión!  Por la izquierda, esa circular gira hasta cruzar la carrera 76, pero por la derecha se aleja y más allá se convierte en otro tramo de carrera 76 que va en sentido opuesto al de Belén.

Aquí obliga una explicación.  Quienes la encuentren pesada, pueden saltar este párrafo, que no se van a extraviar en el resto del relato.  El mejor sistema de direcciones urbanas del mundo es el de Colombia: dado que las poblaciones fundadas por los colonizadores españoles están conformadas por calles que, muy sumisas, corren paralelas y se entrecruzan perpendicularmente con otras que corren, también, paralelas, se ha establecido un sistema de coordenadas cartesianas, donde las vías que van en un sentido se llaman “carreras” y están numeradas consecutivamente; las que las cruzan se llaman “calles” y también se numeran consecutivamente; así, con los números de calle y carrera se puede localizar con gran facilidad cualquier punto de la ciudad.  Pero hay morbosas excepciones al esquema y la más notable, tal vez, es la del barrio Laureles de Medellín.  Aquí superpusieron, a las calles y carreras, unas vías semicirculares paralelas, denominadas “circulares” y trazaron también unas “transversales” que son diagonales a las calles y carreras.  Es asombrosa la variedad de embrollos que surgen de allí, pues una circular se puede cruzar con calles, transversales y carreras; además, hay cruces de circular con circular, de transversal con transversal… y entonces la localización de una dirección se vuelve una locura. 

Avanzando por la circular 76, llegaron los muchachos al cruce con la Avenida Nutibara y se dijeron que esta no podía ser la carrera 76, porque estaba más amplia y con árboles muy frondosos; preguntaron de nuevo y los dirigieron hacia arriba hasta que llegaran a la carrera 78, por donde pasaría la buseta.  Llegados a un punto donde confluyen, según placas de nomenclatura, la calle 41, la carrera 79 y la propia Av. Nutibara (transversal 39B), resolvieron devolverse una cuadra pues por allí debería pasar la 78; llegaron a la esquina y giraron a la derecha por la carrera 77, que ellos suponían 78, hasta que arribaron al cruce de una vía de doble calzada donde, ya tarde de noche, muy cansados y con hambre, se sentaron en la zona verde a comer de los panes que llevaban en la bolsa y a llamar al papá por celular para que los recogiera pero, nada más marcar, se apagó el aparato; por haber chismoseado en la panadería, la batería los castigó descargándose.

Jerónimo propuso llamar a casa desde un teléfono público; “¿y te sabes el número? porque yo nunca me lo he grabado”; “yo tampoco; como siempre llamamos por celular…”  Se les ocurrió pedir prestado el directorio telefónico en un negocio abierto, mas no encontraron el nombre del papá; “¡Ah! ya recuerdo, dijo Alejandro; mi papá solicitó número privado cuando lo estuvieron amenazando”.

Siguieron, pues, averiguando más, bastante angustiados, hasta que fueron a dar a un sitio donde había un hostal barato y resolvieron pasar allí la noche para seguir buscando con la luz del día sin angustia ni cansancio.  Preguntaron el precio, revisaron sus bolsillos y propusieron que los dejaran dormir  ambos en una cama porque no les alcanzaba para pagar por dos; por poco los lanzan por la ventana: “¡aquí no admitimos parejas gay!”; explicaron que eran hermanos y habían dormido juntos cuando pequeños; mostraron documentos, rogaron mucho y por fin se los aceptaron.

Al día siguiente, desayunaron con los panes que les quedaban y una aguapanela;  ya no les restaba siquiera con que pagar un taxi, sino justo los dos pasajes en bus; pidieron las señas para llegar a la dichosa buseta y les dijeron que, de la esquina, siguieran 2 cuadras y giraran una a la izquierda.  Salieron, pues, hasta la esquina, interpretaron equivocadamente que la debían doblar para andar las 2 cuadras y girar y se perdieron de nuevo: se pararon allí largo rato a esperar el paso de la buseta, en la calle 34, por donde no pasa ninguna.

Al cabo de un rato, vieron pasar unas señoras con bolsas de la panadería, supieron que estaba a dos cuadras y se fueron hacia allá, pues recordaban haber visto pasar buses por allí; cuando pasó uno de la ruta de Laureles, le vieron en la plaqueta que pasaba por una IPS conocida; “la que queda cerca a nuestra casa” e ingresaron.  Al rato, el bus se aproximó a la Avenida Bolivariana y ellos reconocieron que esta iba hacia el parque de Belén, terreno muy conocido, cercano a la casita; pero el cacharro giró hacia el puente que lleva al centro de la ciudad.  Tuvieron que apearse, entonces, para irse caminando en el sentido contrario.

Un rato después, cansados, vieron acercarse una patrulla de policía y se les ocurrió una idea: “llévennos detenidos, nos robamos unos panes”.  Los policías, sospechando de algo extraño, comenzaron a indagarles; ellos les contaron toda su odisea y su necesidad de llegar a casa, así que salieron a llevarlos.  En el camino comentaron los agentes sobre el chiste aquel de un hombre que quería deshacerse de su gato, lo dejaba abandonado en las partes más lejanas y, al regresar, encontraba el gatico en la casa; un amigo le recomendó abandonarlo en el barrio Laureles y un día que se encontraron le preguntó si había llevado el gato; el otro le respondió “lo llevé a Laureles y, de no ser por ese maldito gato, todavía estaría tratando de salir de allá”.

Gran susto se llevó la mamá al ver a sus muchachos en manos de la policía.  Además de las explicaciones de rigor, una buena reprimenda le dieron los agentes por dejar salir solos a unos adolescentes; ella no sabía qué contestar y los pillitos, ya recuperados de sus angustias, gozaban a costillas de la mamá.

Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com


cjnorena@gmail.com

miércoles, 7 de marzo de 2018

REMIGIO
Relato

Incontables años de edad... Antes de disolverse la Unión Soviética, ya se veía a este viejo desocupado, con su tez morena y su cara muy seria, pero no hosca, andando por las calles del occidente de esta villa de Aná, a paso pausado, mirando detenidamente a cada transeúnte que se le cruzaba, como si ya lo conociera o quisiera indagarle algo... o tal vez esperando una autorización de saludo.

Parece que se llama Remigio, a juzgar por conversaciones escuchadas “sin querer queriendo”; el hecho es que mucha gente sí lo conoce, pero eso no significa que tenga muchos amigos, porque se le ve sentado solo a la mesa de una tenducha o en una banqueta al lado de algún negocio, mirando aleladamente el tráfago callejero, completamente silencioso, como si meditara con profundidad o esperara a alguien... alguien que nunca llega.

El negro Remigio es bajo de estatura, de orejas grandes, ojos negros, cejas muy pobladas y todavía muchas hebras de cabello sobre su amplia cabeza; sorprendentemente negras todavía esas cejas y esos cabellos; cualquiera juraría que se los tiñe, pero no debe de tener ni dinero para esos lujos, ni interés en hacerlo. El pobre y ajado ropaje que siempre lleva, sus zapatos gastados, muestran que no tiene esos recursos ni le interesa mejorar su presentación personal, pero sí lleva siempre sus hebras tan estrictamente peinadas hacia atrás, que se nos antojan engominadas.

Algunos clientes de las mismas tiendas o cafeterías donde él se instala horas enteras lo tratan con sorna; dado que es tan callado y tan viejo, unos dicen que es un jubilado del cine mudo; otros, aseguran que jugaba bolas (canicas) con el niño Jesús; otros, que le ensillaba el caballo Palomo a Simón Bolívar. Pero el hombre es impermeable a la burla y sigue imperturbable en su asiento o en su caminada, quizá perdido en serias meditaciones; ¿qué vamos a saber?

Una señora del barrio afirma que lo conoce desde que estaba pequeña; que a la salida del colegio siempre estaba este señor en la esquina lanzándoles miradas a las niñas más bonitas, pero que nunca se propasó con ninguna, ni les lanzó tan siquiera piropos. Otro señor acota que los vecinos lo llamaban “el sardinero”, por su manía de buscar a las señoritas, que en la época se les decía “sardinas”.

Un agente de policía jubilado aseguró un día, en un corrillo de la panadería, que Remigio fue sargento de la institución, que en las filas le tenían pavor por lo estricto; que no le perdonaba nada a nadie, que le encantaba asignar misiones difíciles y que se regocijaba cuando llegaban a rendirle informe de las azarosas aventuras vividas en esas misiones; eso sí, que él también se iba, y muy resuelto, a enfrentar a los maleantes cuando era necesario, sin un ápice de vacilación.

“¡No, señor! dijo otro; el negro era maestro; les dio clases a mis hermanitos en la escuela pública; sabía mucho y era exigente, sobre todo en disciplina, y castigaba con una regla, en esa época en que estaban permitidos los castigos físicos, los que incluso eran reclamados por los padres de familia, para que sus hijos ‘crecieran rectos’. Los muchachos le decían ‘don Regligio’; él se enfurecía, los perseguía y se armaba la de Troya”.

“Pues a mí me asegura mi mamá, intervino el menor del grupo, no muy joven que digamos, que el Remigio era tendero; que tenía su negocio muy bien surtido por allí abajito, cerca de la iglesia, donde ahora se levanta un edificio de veinte pisos; que allá iban todas las señoras a comprar los ajustes de mercado y algunas chucherías de arreglo personal, como pinzas para el cabello, ligas y laca para el peinado; que también acudían los niños a comprar bolas, trompos (que en otras partes llaman peonzas), cocas (los baleros o boliches), laminitas de coleccionar (mal llamadas caramelos) y, por supuesto, toda clase de golosinas y helados; los señores tampoco salían de la tienda de Remigio, donde tenían su encanto: las cervecitas que el hombre les servía en un apartado, fuera de la vista de los niños, donde se entretenían discutiendo sobre los caballos de las carreras del domingo siguiente, hacían sus apuestas del ‘5 y 6’ y también armaban sus garroteras por el fútbol”.

Sin saber lo que se estaba comentando de él, llegó Remigio al humilde y deteriorado restaurante del frente y se sentó en la misma silla de siempre, la que parecía tener escriturada y que nadie le arrebataba; el dependiente, como por no dejar, le preguntó qué deseaba, aunque ya sabía la respuesta (“no, más tardecito”) y el negro le contestó “no, más tardecito”, con lo que el muchacho ya se fue tranquilo a seguir limpiando mesas con un trapo, acomodando vasos en la repisa y atendiendo a los pocos clientes que llegaban.

Remigio esta vez no se demoró y cuando salió calle arriba, paso entre paso, “como perdonando el tiempo”, tomó la palabra un hombre curtido y canoso; les dijo a los presentes que ninguna de las versiones era correcta, que él sí conocía toda la historia de la vida del viejito y que se las podía relatar si tenían paciencia. Recibida la venia, comenzó el hombre su versión...

“Este señor era marinero y no se llamaba (no se llama) Remigio, sino Apolinar. Empezó en la Flota Mercante Grancolombiana como simple grumete y le tocaba trabajar muy duro. Viajó el equivalente a muchas vueltas al mundo; conoció grandes puertos, como el de Barcelona, el de Hamburgo, el de Rotterdam, El Pireo, El Callao... Y en cada uno de ellos tuvo su amor. Se sabe de unas pocas, como una Ingrid, una Calista, una Esperanza... ¡Lo llamaban el terror de los siete mares! Al cabo de los años, un agrio altercado con un superior lo sacó del servicio y se vino a probar suerte en Cartagena.

“No tardó en alistarse en la armada nacional, donde necesitaban un baquiano para ciertos oficios en el buque escuela Gloria; algún tiempo después, le asignaron unos grumetes, pero fallaba en imponer disciplina, toleraba fugas con frecuencia y hasta él mismo se escapaba con una cocinera, de la que estaba perdidamente enamorado. Con todo esto, pronto se ganó otra trifulca con los superiores y debió calificar servicios.

“Se sabe que después trabajó con el capitán Ospina Navia en Santa Marta; lo que no se sabe es si también el capitán lo despidió o si él consiguió platica y se despidió del capitán; el hecho es que compró una lancha y empezó a pasear turistas por todo el litoral; lo buscaban mucho, porque era muy amable, conocía muchos lugares, relataba muchas historias y tenía un fino sentido del humor. Lamentablemente, la afición por la bebida le cogió ventaja, se vino a menos, de un momento a otro resultó debiéndole dinero a todo el mundo, también le achacaban hijos, pero no se lo habían podido demostrar aún, y terminó volándose para el interior del país”. Apuró un trago, los miró detenidamente a todos y salió.

Amagaron a irse, pero otro contertulio alzó la voz para decirles: “No le crean una palabra. Este es un teatrero y se mantiene elaborando fantasías como esa. Remigio vive con su viejita desde hace muchos años, allá en el barrio más encumbrado del occidente, ese que está coronado por una iglesita blanca; nunca ha sido aventurero ni tiene tanto recorrido de mundo. A la vieja, no la saca a la calle porque es tullida la pobre; él se encarga de arreglar la casa, y salir por todo lo necesario”. Todos quedaron perplejos e incrédulos frente a tantas historias distintas.

Una nueva mañana y regresa Remigio con su paso de tortuga a sus lugares acostumbrados; se vuelve a sentar horas en cada sitio, sigue con su calladera, su mirada penetrante y su pasado misterioso. No se sabe en qué cavila tanto el hombrecito, mientras todo sigue transcurriendo a su alrededor, igual que un día antes, dos días antes, mil días antes...
Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com


  Una navidad sentida La pelirroja Ángela y el rubio Daniel han salido a caminar en esta noche de principios de diciembre tibia y luminosa, ...