viernes, 29 de septiembre de 2017


DON CUSTODIO, EL VENDEDOR


Tiene ochenta años, “la edad se le vino encima, sin carnaval ni comparsa”. Todos los días espera el bus de Laureles en una esquina, con varios libracos bajo el brazo. Se trata de don Custodio, con oficio de vendedor de libros ambulante. Son textos de derecho, humanidades y alguito de literatura. Antes los cargaba en un maletín grande y ajado, pero quizá ya no puede con el peso y solo sale con tres o cuatro libros que puede aguantar.

Don Custodio es grueso y barrigón, de tez morena, facciones toscas y escasos cabellos. Suele vestir ropa de paño de colores sobrios y zapatos convencionales. Siempre le asoma una mirada de hombre tranquilo pero cansado y no parece apurado por que le llegue el bus. “Qué afán tenemos para morirnos un día”.

Logró comprarse un apartamento hace unos años en el barrio Laureles, un barrio de clase acomodada, y allí vive con su “vieja”, mujer ya muy achacosa pero muy buena con el. Los hijos ya se fueron todos y poco se acuerdan de los viejos. A los pocos nietos casi ni los conocen, pues como viven en otras ciudades se los han traído apenas algún par de veces.

Sale en el bus hacia la universidad pontificia para visitar profesores y la biblioteca; les presenta las novedades editoriales y les cobra cuentas. A los profesores de esta y otras universidades usualmente les deja las muestras gratuitas de libros de texto recién salidos y ocasionalmente les vende un libro de literatura o les cobra otros que les dejó anteriormente. Estos “fiados” son un dolor de cabeza, porque normalmente recibe una negativa; “vuelva cuando nos paguen quincena”, “esta semana tuve que llevar el carro al taller y quedé sin cinco”...

Y necesita recoger esas platicas porque vive de eso y de algunas comisiones, cada vez más exiguas, que le pagan las editoriales; también tiene unos ahorros en un fondo, pero ya se le están agotando, porque hace años que dejó de invertir y ya está en la época de los retiros (no propiamente espirituales). No logró una pensión, pues como vendedor ambulante no tenía, durante muchos años, derecho a afiliarse a la seguridad social y cuando habilitaron la línea para los trabajadores independientes no fue aconsejado a tiempo y solo ya viejo se afilió, pero al cabo de unos pocos años decidió solicitar el total ahorrado porque nunca iría a llegar a acumular el tiempo necesario para tener derecho a la pensión permanente.

Cuando sale de su visita a esa universidad, se dirige al centro de la ciudad a las oficinas de alguna de las editoriales para gestiones de esas que tiene que hacer con frecuencia; se toma un tinto en un cafecito y se sube a algún bus de los de rutas circulares que pasan por varios centros educativos, para seguir con sus visitas. En alguna cafetería universitaria compra un almuerzo barato y luego hace cualquier visita más, o una diligencia pendiente, y se regresa temprano hacia casa, pues ya se agota muy fácilmente en esos trajines callejeros.

Va en el bus recordando las dificultades cotidianas para ser atendido. “¡Dígale a ese viejo que yo salí y que hoy no vuelvo!”; “El doctor está en una reunión y va para largo”; “No nos han asignado más presupuesto para libros”; “No me gusta nada de la oferta”; “¡No sea insistente!; ¿vino el martes y ya vuelve?”; “Lleve esa basura a otra parte”. Ha escuchado cien mil veces frases como estas y ya sabe muy bien como manejar cada una. Lo que ahora no sabe como manejar es el pago que se aproxima por la cirugía que requiere su mujer; ya averiguó en la EPS y tendrá que cancelar un copago de dos millones de pesos, dinero que hace mucho tiempo no ve junto. Cavila a quien pedirlo prestado y no encuentra. En fin, ya llegó al paradero y va a entrar a casita; mañana seguirá buscando alternativas.

Con el nuevo amanecer, Custodio reanuda su rutina de baño, arreglo, desayuno amorosamente servido por Berta, su mujer; revisión de asuntos para el día y salida a tomar el bus. Sentado de nuevo en el monstruo de seis ruedas, el hombre se abstrae en sus recuerdos. ¡Cómo era de fácil recorrer la ciudad en aquellos tiempos y dar la vuelta en un día a todas las universidades (las pocas de entonces)! Las secretarias lo estimaban, le facilitaban la cita con el decano o el rector a pesar de sus múltiples ocupaciones; no lo dejaban ir sin tomarse un “periquito” con un pandequeso; los profesores lo hacían fungir casi de consultor sobre los temas de sus especialidades porque “usted seguro vive leyendo todo eso en sus libros” y no era falso, el se trasnochaba estudiando los temas que le parecían más interesantes; más de un tinterillo lo tentó a que dejara las agotadoras ventas y comenzara a llevar pleitos pues el estaba muy capacitado con todo lo que había leído de Derecho, pero Custodio estaba muy satisfecho con los emolumentos de su actividad y, aunque antes había albergado la ilusión, ahora no se atrevía a arriesgar en otro terreno.

Esas ganancias le dieron para pagar la luna de miel y hacer la primera dotación del “nidito de amor”; para comprar un automóvil; sí, de segunda mano, pero en muy buen estado y no muy pasado de modelo; le daban para pagarse unas buenas vacaciones cada año con su mujer y para ahorrar para la compra de una casita. Este sueño se concretó pronto, gracias a los préstamos fáciles de pagar del banco hipotecario de la época; casa nueva, de unas construidas en serie por ese banco en un barrio nuevo de la ciudad, todavía con calles sin pavimentar, pero que no demorarían mucho tiempo en recibir su carpeta de concreto y lo más demorado era conseguir la línea telefónica, pero algún día llegó.

También llegó el viejo a su parada de destino; el bus apenas le dio tiempo de saltar al andén y por muy poco no se torció un tobillo; “estos choferes cada vez más bruscos y maleducados, y estos alcaldes nunca van a ser capaces de organizar como se debe el servicio público de transporte – se dejan ‘mangonear’ de los ricos y poderosos dueños de estas destartaladas carachas”. Entró al banco a cobrar un chequecito de una universidad y averiguó por el saldo de su fondo de ahorro, muy menguado ya; siempre lo tiene que averiguar y también cobrar sus cuentas en
cheques pues nunca aprendió a manejar eso por computador, ni siquiera un correo electrónico, porque esa tecnología llegó cuando ya estaba viejo y no “le entraba” y por eso tampoco tiene computador en casa.

Saliendo del banco se encontró con su viejo amigo Jeremías y entraron a un café a tomarse “el tintico”, que resultó convertido en aguardiente porque “unito tonifica y es muy bueno para el corazón”. Con Jeremías se había conocido cuando todavía era estudiante; jugaban billar después de las clases y algunas cervezas se tomaban; a veces iban a cine y allí empezaron los coqueteos con las que en poco tiempo serían sus respectivas esposas. Jeremías llegó casi a terminar su carrera de contador, pero Custodio solo hizo dos años de Derecho, porque fue tentado por la oportunidad de vender libros y resolvió dedicarse a ello para conseguir facilidades económicas para casarse, pensando que algún día reanudaría sus estudios, pero leyendo en los libros que le tocaba vender creyó estar incrementando sus conocimientos de leyes mejor que en una universidad y pensó que con el tiempo podría empezar a llevar negocios, en aquella época en que todavía no estaban reglamentadas las profesiones y cualquiera con mínimos conocimientos podía ejercer de contador, de abogado, hasta de ingeniero.

Antes de despedirse de su amigo que sí se había dedicado por muchos años a llevar contabilidades y había logrado amasar alguna fortunita de cuyos rendimientos ahora vivía, le preguntó si le podía prestar el dinero para la operación, que le reconocería buenos intereses, pero el hombre se deshizo en explicaciones sobre la poca liquidez con que contaba, porque el capital lo tenía repartido entre unas inversiones a largo plazo y algunas divisas que ahora estaban a la baja y no podía liquidarlas porque les perdería mucho. Se fue pues Custodio a continuar sus andanzas, nuevamente preocupado por la necesidad de ese dinero.

Por la noche en la comida y después, como sobremesa, estuvieron Custodio y Berta conversando sobre cosas de aquellos viejos tiempos. Y siempre tienen, por cierto, tiempo para conversar, libres de computador y celular, libres de WhatsApp, Facebook, Twitter, etc. y no muy enviciados a la televisión. Le dieron un repaso a la vida de los hijos, tan lejanos; deseaban saber algo de los nietos; se preguntaban por algunos amigos que no habían vuelto a ver y terminaron pensando cuando tendrían la oportunidad de hacer la cirugía y de cambiar unos muebles. Luego se fueron a la cama y durmieron más o menos bien.

Al día siguiente salió el viejo decidido a retirar de sus menguados ahorros los dos millones para no hacer esperar más a la vieja por esa cirugía. Al llegar a la parada prevista, en lugar de dirigirse al banco decidió asomarse a las oficinas de la editorial, ahí cercanas, a averiguar para que lo necesitaban, pues le habían dejado razón en casa de que “pasara” por allí. La secretaria le lanzó una enigmática mirada y lo hizo pasar a gerencia. Allí, la asistente del gerente lo hizo sentar y le comunicó al gerente en voz baja, misteriosa, “llegó don Custodio”. Después de una corta espera, el ejecutivo lo recibió y lo saludó como turbado, aclarando varias veces la garganta. “Don Custodio, la editorial está implementando una nueva política de ventas...” Bueno, de lo que se trataba era de prescindir de sus servicios, pero como no era un empleado a sueldo, simplemente le cerraban su cartera y no le entregaban más libros. Tragó saliva el viejo, pero a continuación vino la buena noticia: la empresa, en reconocimiento a su larga trayectoria y considerable cantidad de ventas que generó, había decidido otorgarle un lujoso certificado de reconocimiento (“un papelito”, pensó) y además ¡un premio de dos millones de pesos!

Salió contento don Custodio con lo que justo necesitaba para la operación de la vieja. El diablillo de la conciencia le reprochó el haber recibido sumiso esa patada y le preguntó de que iba a vivir en lo sucesivo. El viejo no se inmutó y le respondió: “Se verá. Nunca me he varado en la vida”.

viernes, 15 de septiembre de 2017


MIEDOS Y MIEDITOS



¡Cómo nos asaltan los miedos a cada rato cuando estamos pequeños!  Aquí no me voy a referir a los que nos siguen acompañando de mayores, sino a esos casi tiernos y coloridos temores que sentíamos en la niñez, espontáneos o infundidos.

En mi vecindario, un barrio nuevo de la ciudad, había pocas casas, rodeadas de muchas “mangas” (pastizales), donde salíamos a jugar largos ratos todos los chiquillos de la cuadra.  Solía pasar por allí, ocasionalmente, la “vaca topa”, una vaca negra, grande y gorda, y sin cuernos.  El aviso de “viene la vaca topa” nos hacía desaparecer en una exhalación, pues alguien nos había metido el cuento de que los vacunos “topos” eran más bravos que los que tenían sus cuernos.

En forma similar, se aparecía de repente por allí un perro callejero que tenía algunos rasgos de bulldog; no ladraba ni nos perseguía, simplemente se paseaba por el entorno, pero le teníamos un temor irracional y a la primera alerta de “¡el perro de las narices negras!” salíamos despavoridos a escondernos en las casas o en donde bien pudiéramos y considerábamos un valiente al primero que salía a otear para dar el aviso de “¡ya se fue!, ya se fue!”.

¿Sería que la asociación de perro con demonio nos condicionaba?  Porque todas nuestras madres contaban el caso aquel de la señora que se trasnochaba planchando ropa hasta que se le apareció un perro negro echando fuego por las fauces y diciendo “trabaja de día que la noche es mía”.  Esas historias terroríficas que escuchábamos de los mayores en las noches que ellos estaban reunidos en el hogar (especialmente cuando se iba la luz y la llamita de la vela atraía al grupo y soltaba las lenguas; porque cortaban la electricidad con mucha frecuencia) nos inducían un miedo subterráneo que afloraba cuando teníamos que enfrentar lo desconocido, lo sorpresivo o simplemente lo que presentaba rasgos extraños.

Los relatos de espantos o “aparecidos” eran un recurso morboso de los mayores en esas noches de oscuridad; más de un tesoro enterrado se mencionaba con los pelos y señales del lugar donde se aparecía el alma en pena que estaba atada a esa posesión material y que seguiría allí sufriendo hasta que alguien hiciera el hallazgo y “rompiera el hechizo”.  Nos íbamos a la cama temblando de miedo y rezando para que no se nos sentara una bruja en el pecho o se nos aparecieran las ánimas del purgatorio que, según nuestras madres y sus comadres, gustaban de asustar a los niños en los lugares más solos y oscuros, en especial a aquellos que no se habían portado bien en el día o tenían pecados sin confesar.

Nos manteníamos, entonces, en una especie de trance porque siempre estaban sobre nosotros, como espada de Damocles, uno o dos pecadillos recientes, como la mentirita dicha de afán para eludir un castigo, la sustracción de una de las rosquillas que la mamá tenía contadas en un tarro o los famosos “tocamientos”, que así los llamaban madres y sacerdotes; las puertas del infierno estaban abiertas para nosotros si no corríamos a la iglesia a dar confesión.  El infierno y el purgatorio eran dos “temperaderos” a donde podíamos ir a dar en el turismo final de la vida, y su administrador, el diablo, se mantenía dando vueltas por nuestro entorno para hacernos “caer en tentación”.

En el día, lejos de los terrores de la oscuridad y de los rincones donde podían surgir las horrendas apariciones (la Patasola, los duendes, los fantasmas), estábamos despreocupados asistiendo a clases o muy alegres jugando por las calles, pero tampoco faltaban las amenazas, como los mencionados perro de las narices negras y vaca topa o los casos de Milruanas y Villita.

“Milruanas” era un hombre no muy viejo que pasaba siempre arropado en una ruana, hiciera frío o calor; una ruana larga casi hasta los pies y muy amplia, y al hombre solo se le veía su cabeza, de cabellos ralos muy pegados al cuero cabelludo, y una cara rosada, de nariz aguda y cachetes caídos, con un gran lunar carnoso arriba del labio superior, al lado de una aleta de la nariz, y una mirada penetrante acompañada de una falsa sonrisa.  Esta expresión nos aterraba a niños y niñas, pues nos hacía pensar que estaba tratando de atraernos con esos propósitos perversos sobre los que siempre nos prevenían en casa y por eso le guardábamos distancia cuando lo veíamos llegar.  El ni intentaba acercársenos, seguía su camino calle arriba y luego lo veíamos seguir, lento y pensativo por la avenida superior, quizá rumiando necesidades y frustraciones que no le conocíamos.

“Villita” sí era un viejito; ignorábamos el origen de ese nombre, pero quizá se debía a que su apellido fuera Villa.  Pobremente vestido, pasaba lento y cansado y le temíamos simplemente porque en esa figura veíamos encarnado al “viejo” que iba a llegar a raptarnos si nos portábamos mal, si no nos comíamos toda la comida, si nos daba pereza hacer las tareas, si decíamos palabras feas y todo aquello con lo que nos amenazaban los mayores.  Sobra decir que lo evitábamos; a la advertencia de “ahí viene Villita” nos retirábamos, no a escondernos, sino a esperar que pasara, como en el caso de Milruanas.

El dictador militar de la época no era como un “Villita” ni un “Milruanas” para nosotros, tan lejano en Bogotá, pero las consecuencias de sus medidas sí nos afectaban. Una cómica disposición suya fue la prohibición del uso de pantalones largos para los menores de 17 años.  Nuestras madres, con alguna terquedad, nos compraban o nos mandaban a hacer de vez en cuando algún pantalón largo, “tan lindo que se ve el niño como un señorcito”, pero sufríamos cuando nos tocaba salir a la calle luciendo esa prenda, porque imaginábamos que ya nos iba a detener un policía y nos llevaría a la cárcel.  No valía que el papá dijera “va conmigo y no le va a pasar nada”.

Y hablando de dictadura y uniformados, un día ocurrió que hice un comentario contra los militares en mi grupito de amigos, pues los chicos acostumbran repetir en su círculo lo que oyen comentar en casa, y en todos los hogares se estaba denostando del dictador militar y su ejército; uno de los amiguitos que allí estaban me dijo que su tío Fulano era teniente y que, cuando viniera a visitarlos, le iba a contar de lo que dije para que me mandara a capturar y llevar a la cárcel.  ¡Qué tremendo miedo el que me invadió!  No valió dorar la píldora; lo dicho, dicho estaba.  Dejé el juego y me fui a casa muy preocupado.  Durante muchos días no salí a jugar con los amigos y cuando tenía que salir a estudiar o a hacer un mandado evitaba pasar por la casa de aquel amigo, no fuera que allí estuviera el teniente y me agarrara de una vez.

Precisamente el servicio militar era otro “coco” que nos atemorizaba desde tan corta edad, pues se contaban muchos percances ocurridos a los pobres reclutas, de familias cercanas, que estaban en cumplimiento de esa “obligación patria” y nos imaginábamos a nosotros mismos, a la vuelta de 10 o 12 años sufriendo las mismas humillaciones, las palizas en pleno frío de la madrugada, las mil vueltas en cuclillas al terreno del batallón, los largos trotes en calzoncillos en medio de fríos aguaceros, la ingesta de sopa con cucarachas, arroz vinagre y carne podrida, las temporadas de calabozo a pan y agua y muchas más, verdaderas o no, que las mamás de aquellos muchachos nos relataban maliciosamente.

Rusia, Cuba, el comunismo eran otro espanto que nos presentaban en las tertulias caseras, en las admoniciones de maestros y profesores, en los sermones de las misas y en los comentarios de los noticieros.  Las versiones de arbitrariedades y privaciones, no muy falsas por cierto, en los regímenes de aquellas geografías, les servían a nuestros mayores para hablarnos de paraísos por perder, unos terrenales, para los unos, y otros celestiales, para los otros.  El padre Manuel se transfiguraba en unas pláticas interminables, en las que no vacilaba en medir con igual rasero a los comunistas y a los partidos y movimientos progresistas o con tendencia a la izquierda.  Y nosotros temblábamos de miedo imaginando que si estos ganaban las elecciones quedaríamos sometidos a una aberrante esclavitud idéntica a la que veíamos que se daba bajo los faraones en la película “Los diez mandamientos”.

Y hablando de la URSS y Cuba, el siempre latente temor a la bomba atómica se exacerbó con la denominada “crisis de los misiles” en 1962, cuando los Estados Unidos descubrieron bases soviéticas de cohetes en Cuba y dieron un ultimátum para su desmonte.  Vivimos días de angustia, con descripciones de los horrores de una guerra nuclear, reiterativas instrucciones sobre como improvisar un refugio antinuclear en los sótanos, como inventar filtros anti-radiación en puertas y ventanas, como acumular provisiones no contaminables; prédicas de los curas sobre el castigo nuclear de Dios a la humanidad por su depravación y sobre el inminente fin del mundo; filas interminables en las iglesias buscando la absolución de los pecados; cantaleta de los políticos sobre los peligros en que el comunismo estaba poniendo al mundo.


Por supuesto que no ha desaparecido en toda una vida nuestro temor a una guerra nuclear, como tampoco a los regímenes totalitarios, del color político que sean.  Y, al menos en mi caso, sigue vivo el miedo de los años de niñez a los terremotos, pero este tiene una base muy racional, por irracionales que digan que son los miedos; porque nos tocó sentir varias veces esas fuertes sacudidas, salir corriendo de la casa, que quedó a un centímetro de caer derrumbada, y ser testigos de los destrozos en el vecindario y en toda la ciudad.  Pero es el momento de concluir, porque estoy a punto de entrar en el terreno de los miedos actuales que, dije al comienzo, no iba a mencionar.

  Una navidad sentida La pelirroja Ángela y el rubio Daniel han salido a caminar en esta noche de principios de diciembre tibia y luminosa, ...