lunes, 24 de septiembre de 2018

CASO RESUELTO
Relato


La fiscalía fue llamada para reportarle de un hombre asesinado en el piso 13 del edificio Bureau 85, en plena avenida 85, centro de actividad financiera y de negocios de la ciudad.  Mientras esperaban, los empleados de las oficinas del piso hacían las más diversas especulaciones sobre lo que pudo pasarle a aquel hombre externo al edificio que venía de visita ocasionalmente.  Fue encontrado en el corredor, junto a la puerta de los baños femeninos, sangrando por la región occipital sin señales de vida.

–Trató de propasarse con alguna y ella le dio un golpe en la cabeza.

–¿Sí?  ¿Quién?  ¿Cuál de ustedes, chicas, fue la ofendida?

–La que hubiere sido, no lo va a reconocer tan fácilmente, porque la procesarían por asesinato.

–Pero la delataría el nerviosismo y yo no veo a ninguna de ustedes ‘salida de la ropa’.  No veo respiraciones agitadas, palidez, ojos llorosos, temblores…

–Bueno don detective, ¿por qué no espera a que llegue el verdadero o nos cambia la hipótesis?

–Mi hipótesis es que lo hizo alguien de afuera, o de otro piso, y huyó rápidamente.

–La mía es que el asesino está entre nosotros.

–Esto parece un juego de roles.  ¿Quién hace de asesino, quién de investigador, quiénes de testigos?

Los llamados de los jefes a retomar el trabajo disolvieron la macabra tertulia; un auxiliar de oficina fue encargado de no abandonar el cuerpo hasta la llegada de la policía y a una empleada del aseo le ordenaron limpiar con cuidado el piso alrededor de la cabeza, sin mover esta ni el resto del cuerpo.  Al cabo de un rato, al llegar los agentes, se formó nuevamente el corrillo, pero estos pidieron silencio y retirarse varios pasos atrás.  Después de verificar posición, tomar medidas y hacer fotos, comenzaron las preguntas de parte del detective Régulo Forero…

“¿Cómo se llamaba…”  “trabajaba aquí…”  “quién lo conocía…”  “a qué vino aquí?”

Claudio Posada informó que se llamaba Jimmy Albarracín, vendedor, que venía ocasionalmente a ofrecerle seguros y planes de viaje; que a eso vino por la tarde y aparentemente también a cobrar dinero a un cliente.

–¿Quién lo encontró en el piso?  ¿Se sabe quién lo atacó?

Hubo un breve silencio hasta que alguien dijo que Rebeca fue la que lo encontró y lanzó un grito llena de pánico.  Rebeca relató que salió para el baño y al llegar a la puerta encontró ese “muñeco” ahí tendido y sangrante bloqueando la entrada y gritó tan angustiosamente que todos acudieron asustados e intrigados.

–¿No arrastró usted el cadáver?

–No lo toqué siquiera, ¡qué horror!

–Este cuerpo fue arrastrado desde otro lugar y limpiaron muy bien la sangre.

Ante esta afirmación, Melisa se desmayó; un compañero logró asirla en el aire y la llevaron a un sofá a airearla y hacerle aspirar un poco de alcohol, hasta que volvió en sí.

Un jefe dijo que él había ordenado a una aseadora limpiar la sangre alrededor sin mover el cadáver.  El detective adujo que todo parecía indicar que habían limpiado desde los baños de hombres, antes del descubrimiento por parte de Rebeca.

–¿Quién tiene algo que agregar?

Completo silencio.

–Todos le dan, por favor, sus nombres y datos personales a mi asistente.  Los podremos buscar en cualquier momento.  Entre tanto voy a solicitar ayuda técnica, para aclarar lo del arrastre del cuerpo.  Absténganse de barrer o trapear los baños y el corredor, hasta que hagamos la prueba fluoroscópica.

Al día siguiente, a primera hora, llegó el detective a donde el jefe de oficina y le pidió convocarle a Hortensia, la señora del aseo, en un lugar privado, para entrevistarla.  Al preguntarle si ella había encontrado el cuerpo en otro lugar y lo había arrastrado al corredor, ella respondió, con serenidad que vio el muerto por primera vez cuando acudió al grito de Rebeca.  Pidió, entonces, hablar con Claudio, mas el jefe le informó que este se debía de encontrar en la sucursal del sur, pues tenía encomendada una tarea a primera hora allí y le prometió hacerlo llamar de inmediato.  Mientras llegaba Claudio, solicitó a Melisa.

–¿Por qué te desmayaste?  ¿Qué te impactó tanto?

–Soy muy impresionable.  Usted recordará que yo estaba detrás de todos, porque no quería ver el cuerpo; solo que la curiosidad no me dejó quedar en mi escritorio y quise, al menos, escuchar lo que se decía.

– ¿Quién nos podrá contar sobre otra escena tuya de “impresiones”?

Tal vez mi jefe.  Una vez me le estaba desmayando cuando nos relataba, muy gráficamente, de un accidente suyo con heridos graves.

–Veo que tu puesto de trabajo está junto a la salida al corredor.  Quizá recuerdes quién salió tras el señor Albarracín ayer.

–Salió Claudio.  Ellos estaban discutiendo; el señor Jimmy se despidió muy disgustado; luego Claudio dijo “voy al baño” y parece que fue tras él, que también iba camino al baño.

–¿Quién más pudo haber salido?

–Nadie más en un rato.

–¿Claudio volvió pronto, como en el tiempo normal de una orinada?

–No… Me parece que demoró más.

–¿Lo viste regresar asustado, nervioso, pálido, extraño?

–Lo vi entrar muy tranquilo, revisando su celular, como si nada.

–¿No fuiste al baño de mujeres?  ¿No viste a la aseadora por allí?

–No, Lida Yaneth ya había terminado turno y salido.

–La señora del aseo se llama Hortensia…

–Esa es la otra.  Tenemos dos para todo el piso, pero Lida ya había terminado turno ayer.

Pidió hablar de inmediato con Lida Yaneth; le dijeron que llamó a informar que estaba solicitando una cita médica por atención prioritaria porque amaneció muy enferma.  “Ya sanará, si es que en verdad lo está”.  Pasó luego a verificar con el jefe lo del nerviosismo de Melisa.

Cuando llegó Claudio, el detective le indagó por la otra persona a quien Albarracín supuestamente iba a cobrar una cuenta; este le respondió que creía se trataba de un gordito de Contabilidad que le compraba mucho y le debía bastante.  Le preguntó luego si se encontró con Jimmy en el baño.

–Cuando iba para allá, alcancé a ver que él se dirigía al mismo lugar; quise evitar un nuevo encuentro con él, porque acabábamos de tener una discusión muy caliente, y tomé las escaleras hacia el piso de arriba, para usar un baño diferente.

–¿Quién puede atestiguarnos que usted entró al baño de ese piso?  ¿Encontró usted a alguien allí?

–Déjeme pensar… ¡Claro que sí!  Ya recuerdo que estuve comentando sobre el partido del domingo con Armando, que se encontraba en ese baño.

–¿Concordaron en el análisis o también tuvieron ‘discusión acalorada’?

–Un poco acalorada, pero amigable.  Somos hinchas de los dos equipos de fútbol de la ciudad y, por lo tanto, rivalizamos.

–¿Hablaron un buen rato o solo mientras se aliviaban de su necesidad?

–Seguimos la discusión un ratico en el corredor.

El detective le ordenó a Claudio no retirarse hasta que viniera Armando, a quien mandó a llamar.  Llegado este, comenzó a interrogarlo en privado sobre su conversación de la víspera y encontró que no había contradicciones sobre lo discutido, el lugar y hora del encuentro casual, los lugares de conversación y su duración aproximada.  Enseguida, pidió al jefe de oficina notificarle tan pronto regresara a trabajar Lida Yaneth y se despidió.  Mientras descendía en el ascensor, barajaba sus hipótesis…  Originalmente fueron Melisa por su desmayo, una aseadora por haber limpiado el piso, Claudio porque siguió a Albarracín al baño, pero cada uno tenía buenas coartadas.  Quedaban la Lida, quien tenía que tener muy perfecta coartada, y el pompito de Contabilidad.

Por la tarde, regresó a buscar a este último; averiguó con el jefe de Contabilidad si había un empleado que tenía negocios con Jimmy Albarracín y este lo dirigió inmediatamente al “gordo Montejo”.  Se asustó el muchacho al presentársele Forero como detective, pero pronto se aclaró, con testimonio de todos los compañeros, que ese señor no lo había visitado la víspera, ni anunciado siquiera visita; además, Montejo ya no le debía nada; la información que tenía Claudio era ‘trasnochada’. 

El día siguiente, Forero recibió llamada del jefe de oficina y se fue acucioso a indagar a Lida Yaneth.  La encontró muy nerviosa, trató de calmarla lo mejor que pudo y la invitó a tomarse un agua aromática antes de entrar en materia.

–¡Yo no lo maté!  Lo encontré muerto en el piso del baño pero entré en pánico imaginando que me lo iban a atribuir.  Lo que se me ocurrió fue sacarlo de ese lugar para que no sospecharan de mi porque soy la que entro con frecuencia a asear allí.  ¡Qué tonta!  Como si no aseara también el corredor.

–Y ¿por qué limpió?

–Aterrada viendo ese rastro de sangre corrí a lavar para quitar toda huella de que estuvo en el baño, hacer creer que lo mataron en el corredor y que no fui yo.

–Hacer creer que no fue usted… O sea que sí fue usted.

–¡No!  ¿Cómo se le ocurre?  Ya le dije que lo encontré ya muerto.

–¿Cómo estuvo tan segura de que sí había fallecido?  Podría tener alientos todavía y usted hubiera pedido ayuda para salvarlo.

–Yo me acerqué a su cara y sentí que no respiraba en absoluto.

–Así que, en medio del pánico, tuvo tiempo de reflexionar y buscarle signos vitales.

–¿Signos? ¿Qué es eso?  Busqué respiración.  Pero ahí fue cuando me asusté, cuando verifiqué que no respiraba.

–¿Por qué no le avisó a nadie?

–¿Para que me lo achacaran?  En mi pánico, solo pensé en salir corriendo; ya había terminado turno y estaba arreglada para salir cuando me dio por entrar a ese baño a revisar una última cosita y en ese momento fue cuando lo vi.  Así que lo moví, limpié y salí directo para mi casa, temblorosa.  Hasta tomé un bus equivocado en la avenida y llegué muy tarde.

–¿Por qué faltaste al trabajo el día siguiente?

–Amanecí muriéndome del más intenso dolor de cabeza, con náuseas y mareo; la hija me llevó como pudo a urgencias; me diagnosticaron migraña de origen desconocido, me dejaron reposando en camilla, con suero, y me dieron incapacidad por todo el día.  Se lo atribuyo a la horrible experiencia del lunes.  En manos de la secre de la sección dejé la boleta de incapacidad y el extracto de la historia clínica.

Al llegar a su oficina, el detective era esperado por un funcionario del laboratorio, quien le preguntó si había tomado en cuenta lo del jabón.  Cuando este, intrigado, le pidió aclaración, el hombre le recordó que en el informe de fluoroscopia había una nota al pie que hacía referencia a una sustancia alcalina similar al jabón que venía mezclada con la sangre.  Sin responderle, salió corriendo Forero con el informe en una mano y la chaqueta en la otra, tomó el ascensor, fue releyendo el informe mientras se aproximaba al primer piso y tomó un taxi para llegar a Bureau 85.  Subió apurado y esperó que Lida Yaneth saliera de arreglarse, pues había terminado turno.

–Oye, mujer, sacaste el cadáver del baño y trapeaste con jabón para eliminar las evidencias.

–No, para eliminar la sangre, pero no fue con jabón, sino con Fantasioso, el líquido para limpiar pisos.

–¿Por qué tan empeñada en quitar el rastro de sangre y hacer creer que lo mataron en otro lugar?

–Ya le dije que entré en pánico e hice esa locura.

–¿Y qué puede explicar la presencia de jabón en las muestras?

–¡Ah!  Será tal vez del charquito de jabón que se forma en el piso porque hay una filtración desde el dispensador que no ha sido reparada.

Le pidió acompañarlo al sitio y, efectivamente, ya había un pequeño charco de jabón frente a uno de los lavamanos.  Forero se apoyó en el hombro de Lida y, dejando el pie izquierdo firmemente afianzado en el piso, trató de deslizar el derecho en el jabón y comprobó que sí deslizaba con toda facilidad.

¡Caso resuelto!  Tras unas comprobaciones con los forenses y un análisis de las suelas de los zapatos del occiso, Forero validó la hipótesis que construyó después del descubrimiento del jabón:  Jimmy Albarracín entró a los servicios, no se percató del jabón en el piso, resbaló en él, se fue de espaldas, golpeó muy fuerte el piso con la parte de atrás de la cabeza, sangró un rato y ya había muerto cuando la aseadora lo encontró.


Carlos Jaime Noreña
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sábado, 22 de septiembre de 2018

HÉROE DE PELÍCULA
Relato


Desde muchacho, Federico se impresionaba mucho con las películas y quería seguir viviéndolas en el día a día.  Las cintas que le gustaban eran las de boxeadores, karatekas y guerreros que tanto público atraían; toda la semana seguía creyéndose un héroe frente a sus amigos, en el colegio, en familia.  Ya maduro, continuaba embelesado con esos chicharrones holywoodenses, hasta que en cierta ocasión un compañero de trabajo con quien comenzó a trabar amistad le llamó la atención sobre ello y lo invitó a ver un filme de autor.

La película escogida fue “Yo, Daniel Blake” del Reino Unido, dirigida por Ken Loach.  Daniel es un hombre de 59 años que está tramitando una incapacidad laboral porque sufrió un infarto.  La burocracia le interpone mil trabas; él se cansa de enfrentar a los funcionarios y resuelve hacer protesta callejera.  Entre tanto conoce a una desplazada con dos hijos que también tramita ayuda oficial; esta se va a vivir en su mismo vecindario y empiezan a hacerse amigos.  Después, el se da cuenta de que ella se prostituye para alimentar a sus niños, entonces se deprime y deja de luchar. Cuando ella le consigue un abogado y está a punto de ganar su caso muere por un nuevo infarto.

Federico salió conmovido y su amigo le hizo un buen análisis de la cinta.  Al día siguiente, llevado por su antigua costumbre, montó una fuerte discusión con una auxiliar de la institución de salud donde estaba solicitando una cita médica, porque solo podía dársele para dos días después.  Gesticuló, gritó, amenazó y se fue a buscar al jefe del servicio.  Le dijo a este que la empresa de salud tenía la obligación de garantizar las citas médicas sin demora, que no había razón válida para esperar dos días, que la compañía se estaba llenando de dinero a costa de los pacientes.  Por única respuesta, recibió un formulario de quejas y reclamos para llenar.  Su novia, que lo acompañaba, salió turbada y a la primera oportunidad se lo comentó al amigo de Federico, quien no pudo más que reír.  “Deja de hacer el héroe.  La vida real no es igual a las películas” le dijo el amigo.

Aleida, su novia, buscó otro día con preocupación al amigo de Federico para comentarle lo que pasó después de ver juntos “El discípulo”, filme ruso en que el estudiante Benjamín, obsesionado con la lectura de la Biblia, emprende una campaña moralizante; se opone a los bikinis de las compañeras en la piscina del colegio y a la cátedra de educación sexual, tiene serias dificultades con profesoras y termina asesinando a un compañero que no comparte su posición ‘bíblica’ contra el homosexualismo.  Federico salió a predicar en su familia y en el trabajo contra los falsos moralistas y se ganó casi que hasta unos golpes.

–Buscó a su tía Concepción, camandulera, y le endilgó una cantaleta por sus posiciones moralistas, por mantener reprimidos a sus sobrinos, que así podían tomar caminos equivocados por no tener acceso libre a los temas sexuales.  La pobre vieja entró en un trance nervioso y harto trabajo les dio estabilizarla.  ¿Cómo te parece?

–Pues, te cuento que en la oficina también la emprendió contra Rigoberto, un compañero que critica lo que él considera relajada educación actual y propone volver a la enseñanza de la religión, la urbanidad, la educación cívica y la prohibición del piercing, los tatuajes, el pelo largo en los hombres, los pantalones en las mujeres…  Le dijo fascista, franquista, inquisidor y por poco no terminaron a los puños.

–Oye, Sergio, ¿qué hacemos con este justiciero antes de que se nos convierta en un vengador anónimo?

–Vamos a enfrentarlo a temas que lo hagan reflexionar sobre sí mismo, sobre su futuro, para que aprenda a pensar, antes que actuar emotivamente.

Se lo llevó, pues, Sergio, a ver “Almacenados”, mexicana, de Jack Zagha.  Un muchacho encuentra trabajo en una bodega donde van pasando los días y no hay nada para hacer.  Él y un agrio  viejo a quien va a remplazar porque se jubila se la pasan mirando al vacío, mirándose entre sí, porque a la bodega nunca llega mercancía alguna; escasamente conversan y no pueden llegar tarde ni salir temprano porque hay que cumplir el horario estrictamente (“En cualquier momento llega el camión”).  Finalmente, el joven hace una gestión no solicitada en favor del viejo y este, agradecido, el día que se despide, le dice que volverá a partir del lunes a acompañarlo, porque sabe que no será capaz de aguantar a su mujer todo el día, todos los días, por el resto de su ahora inútil vida.  

Sergio le llamó la atención a Federico sobre el contraste entre dos hombres de generaciones distintas y sobre su única coincidencia en mantener la falsedad para no perder su salario; sobre el miedo del viejo a enfrentar la realidad exterior y, ante todo, la realidad de su vacío futuro.  Federico quedó desconcertado.  ¿Cómo un argumento tan plano, sin acción, de una película no sume al espectador en la monotonía?  Sergio dijo que se debía a las excelentes actuaciones de los protagonistas, pero aquel se quedó pensativo.  “Hay algo más, hay algo más”.

Para acabar de desconcertarlo, su amigo lo invitó la vez siguiente, junto con Aleida, a una presentación de la cinta norteamericana Lucky, dirigida por John Carroll Lynch, donde un hombre de 90, que lo llaman Lucky y vive solitario, tiene muchos contactos con gente del pueblo en los bares y cafeterías, quienes lo hacen enfrentar su vejez y la proximidad de la muerte, bien por bromas de unos o por conversaciones serias con otros.  Uno de sus amigos quiere mucho a su mascota, una tortuga llamada Jefferson, que se supone le falta vivir cien años más y esta termina escapándose.  En la escena final, el viejo Lucky sale solo a caminar por el desierto y cuando todos pensamos que allí va a morir, se le cruza Jefferson en el camino y le ilumina el rostro.

Federico se identificó con un hombre tan vital a esa avanzada edad, plenamente convencido de seguir viviendo, y veía en la escena final una metáfora de la inmortalidad.  Le dio por bromear diciéndole a Aleida “vas a tener novio para toda la vida y voy a tener muchas novias en mi vida, porque voy a vivir más que Jefferson”.  Por poco se le escapan las lágrimas cuando Sergio le contó que el actor protagonista, Harry Dean Stanton, murió pocos días antes del estreno.

Estas dos últimas películas desubicaron completamente a Federico.  No encontró héroes y villanos; no encontró una injusticia para tomar de bandera; no podía salir a encarar a nadie; tenía que encararse a sí mismo: el sentido de la vida, la realidad de la muerte.  Es verdad que las ficciones, llámense novelas o películas, tienden a señalar injusticias, porque la realidad está plagada de ellas, y también tienen algún tipo de héroes y villanos, pero no como los estereotipos de Hollywood, y un filme, para valer, no tiene que tener héroes y villanos.

Con la orientación de Sergio y los refuerzos de Aleida, el hombre comprendió el sentido del cine, más allá del mero pasatiempo; aprendió a distinguir el cine de calidad del entretenimiento barato.  Aprendió a buscar las cintas premiadas en los buenos festivales, las películas de directores destacados, y a discutirlas después de disfrutarlas.



Carlos Jaime Noreña
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viernes, 14 de septiembre de 2018

CONFESIONES DE UNOS AMIGOS FIELES
Relato

Soy la impresora de Luciano.  Ya no puede vivir sin mi, pues las “impresiones” ya no son las que quedan en el cerebro sino las que se plasman en el papel; no en el pequeño trocito donde se rayaba afanosamente con el lápiz, sino en una hoja Bond pulcramente entintada.  Él busca un mapa en la web para localizar el sitio a donde debe ir y a continuación lo imprime; le dan instrucciones para una gestión y las imprime; por la noche, ambas cosas van a la basura.  Le gusta un poema de algún blog, lo imprime; los comprobantes de transacciones hechas por internet, no se contenta con guardarlos en archivos electrónicos, sino que los pasa al papel, para abultar su archivador.  El día que le anuncié de la tinta agotada, poco le faltó para llorar, el desespero fue grande y no se consoló hasta el día siguiente, cuando le llegó el cartucho de reemplazo.

Yo soy el computador de Luciano, donde se originan todos aquellos pecados que va a cometer con la impresora.  A través de mí hace compras, pagos de facturas, consultas, visitas a blogs y a páginas web.  Sin mi tampoco puede vivir Luciano; ya no sabe como salir a pagar una cuenta o buscar una noticia en el periódico.  Pero, además, soy su centro de entretenimiento: juegos de vídeo, películas, música y… bueno, confidencialmente les cuento, páginas de porno; buenos ratos pasa embelesado contemplando los más increíbles juegos eróticos de parejas, de tríos, de solitarios… y nunca se cansa, nunca se percata de las repeticiones disimuladas, siempre cree encontrar novedades y no pocas veces se trenza en calientes diálogos con personas desconocidas en el chat.

Luciano podrá escuchar mucha música en el computador, pero cuando se acuerda de mí, su equipo de sonido, me enciende y obtiene las más exquisitas sensaciones con la música que resuena a través de los potentes parlantes o los lujosos audífonos.  Me utiliza principalmente cuando está solo y puede subir el volumen para disfrutar de toda la potencia de salida.  Cuando se cansa de tocar discos, empieza la búsqueda de emisoras, pasa horas en ello y yo siento gran regocijo.

Le ofrezco mucho más que ese radio; yo le doy imágenes que acompañan la música, las noticias o los deportes y también tengo un sonido de alta fidelidad, que llena la casa; soy el televisor.  Conmigo también tiene acceso a picantes transmisiones de los canales eróticos, cuando se fatiga mirando deportes o series.

No se olviden de mí, la cámara fotográfica; ya me usa muy poco porque tiene ese vanidoso teléfono celular con lentes Leica, pero recurre a mí cuando va a salir de excursión fotográfica y me lleva de compañía un bolso lleno de lentes y filtros.  Retrata bellos paisajes, refinados detalles de la vegetación, cómicas poses de animales y no tan cómicas poses de las modelos ocasionales que levanta en el camino; yo no sé cómo hace para despertarles inspiración artística a estas espontáneas, pero le quedan muy bien.  Y más de una tarde, termina tomándose sus bebidas con una de ellas.

Despreciarán mis fotos (aunque ya las hago tan buenas como las de las cámaras), pero nunca podrán superar la intimidad que le proporciono a mi amo.  Él puede hacer sus llamadas sin que yo, su móvil, revele sus secretos.  ¡Y muchos que le conozco!  Pero no los vais a saber de mi, porque le soy muy fiel, a pesar de que él no les es tan fiel a su amada y a otros de los suyos.  Hay que ver las frases que tiene como acuñadas para repetirles a varias personas, como si fueran exclusivas para ellas.  Bueno, tampoco es que haya incurrido en nada grave, ¡ligerezas!

Yo no tengo tecnología, pero guardo una gran cantidad de textos y muchísimas imágenes, siempre a disposición de Luciano.  Soy su colección bibliográfica y puedo asegurar que soy su más amada compañía, más que esa mujer con la que anda.  Conmigo se encierra ratos muy largos, a mi me acaricia en todos mis componentes, me habla cuando estamos a solas, me hace con esmero todo lo necesario para mantenerme presentable, bonita.  Cuando retira uno de los libros para darse un rato de solaz, no me abandona; se sienta junto a mi en sus horas de lectura, con un café o un vino sobre la mesita, y yo lo miro tiernamente.

Tampoco me envanezco de tecnología alguna: soy una cama, el lecho al que Luciano trae sus secretos, donde ha llorado y soñado.  Son aromas para mi sus olores corporales; son caricias para mi todos sus movimientos nocturnos, suaves o bruscos.  Lo he acogido con su amada y les he regalado tibieza y blandura.  Conozco todo lo más recóndito de su conducta mutua, todo lo que les da placer, los detalles que los disgustan ocasionalmente a uno con otro, los momentos de éxtasis.  Y contrario a mis compañeros de habitación, no le conozco infidelidades; nunca ha venido con otra, nunca me ha hablado de otra.  Yo no sé en qué se basan ellos para acusarlo; sí, tal vez conductas exteriores que yo no he testimoniado; pero de una cosa estoy segura: me lo hubiera contado, como todos los demás secretos de su corazón.

El ropero de un hombre quizá parezca algo muy simple, pero yo soy el que le ofrece todas las mañanas unas atractivas propuestas para salir a encarar los retos del día.  Hay que ver como posa frente al espejo con una camisa que le he sugerido; vacila un momento, se quita el pantalón y se pone otro que ‘sale mejor con esta pinta de camisa’, luego se queda un buen rato decidiendo entre unos tenis y unos zapatos de calle.  Lo mejor son esas ocasiones en que se desnuda frente al espejo y se queda observando su cuerpo con gestos de desencanto en su rostro; ‘me está creciendo mucho esta barriga’, ‘se me están brotando unas venitas’, ‘esta rodilla se está hinchando’.  Quisiera poder hablar para decirle que no sea ansioso (¡ni vanidoso!), que muchas mujeres se quedarán aleladas viéndolo pasar y no le van a buscar venitas ni a reparar en su barriga, menos prominente que las ‘llantas’ suyas.

A ustedes los trata con cariño; a mí, a las patadas.  Soy su balón de fútbol.  Y no lo digo con sentido cómico; es que, de verdad, me tira duro.  Al salir de casa, me lleva tan abrazado que parecemos un par de enamorados; pero las jaculatorias que me reza cuando no paso por entre los tres palos prefiero no repetirlas aquí.  Además, cuando su equipo adorado pierde, me coge a las patadas, contra un muro, para descargar su rabia.  Él no sabe que todo eso me duele, pero debería suponerlo.

A mi me busca en las buenas y en las malas.  Cuando llega con amigos, me pide cervezas; con su amor, debo darle vino y en las noches amargas, un trago fuerte.  Soy su refrigerador licorero.  Me atiborra de bebidas de toda clase porque, dice, no puede pasar un mal rato por no poder ofrecerle a alguien su trago predilecto.  En la sección más fría, le guardo cervezas de varias marcas; en la siguiente, le conservo los licores con contenido de azúcar; en otra los vinos blancos y en la menos fría van los tintos y bebidas de alto contenido alcohólico, como el brandy, whisky y aguardiente.  Me asalta cuando está solo, para ‘tonificarse’ con un ‘traguito’.  Me busca cuando tiene visitantes, para ‘atenderlos como se debe’.  Me considero el componente más importante de esta vivienda.

Yo le conozco muchas facetas: la de hombre afanado para el trabajo, la de competidor inclemente con sus amigos, la de amoroso parejo de su pareja y, bueno, que esta no se entere, la de conquistador de fin de semana.  Soy su casco de motociclista.  Hay que temerle cuando sale decidido, cargándome bajo el brazo; ese día tiene ansias de velocidad.  Si se va solo directamente para la autopista es porque necesita quemar toda la adrenalina para olvidar un mal resultado en el trabajo, un altercado con alguien de la familia, un disgusto con su muchacha o, simplemente porque se siente bajo de autoestima.  Por fortuna, nada le ha pasado en esos escapes.  Si sale hablando por celular, va buscando compañía; su amada o alguna amiga va a ocupar el sillín trasero y el paseo va a ser suave, manejando cuidadosamente; pero también puede ser que se está citando con los compinches para un paseo de esos donde siempre terminan compitiendo; empiezan muy amistosos, andando suave, parando aquí y allí, pero en algún momento los pica el bicho machista y se ponen a volar.  Hasta yo me estreso, que soy un mero trozo de fibra de vidrio.

Y yo soy su principio de realidad.  Yo le digo cuando puede invitar a la pareja o salir de conquista; cuando puede rellenar el refrigerador; cuando se puede ir de concierto; cuando se tiene que quedar enclaustrado, solo leyendo o revisando las redes sociales, abrazado a su oso de peluche y haciendo rendir una cerveza toda la noche.  ¡Yo soy su billetera!


Carlos Jaime Noreña
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sábado, 8 de septiembre de 2018

PARAÍSO PERDIDO
Relato


Las intensas luces de los faros les muestran de frente el camino que han querido seguir.  Viridiana está ansiosa; revisa y revisa el mapa vial sin encontrar una indicación sobre el ramal que deben elegir.  Tomás conduce tranquilo, si es que a su modo de oprimir el acelerador se le puede llamar tranquilidad; más bien, finge estar tranquilo para no asustarla más a ella.  Han salido hace horas, con un supuesto destino muy preciso, pero no han llegado después de tomar una ruta y otra y otra.

Todo empezó cuando salieron a buscar a las cuatro amigas de Viridiana que habían iniciado un pequeño viaje el día anterior y habían quedado aparentemente involucradas en un accidente con un tren, sin que se supiera más de ellas durante casi veinticuatro horas.  Llevaban ya cuarenta y cinco o cincuenta minutos recorridos hacia el sitio del siniestro cuando ella recibió en su móvil un mensaje de Alexa que decía “Estamos todas bien” y no contenta con aviso tan escueto la llamó; la otra le contó que el vehículo de adelante había embestido a un tren en movimiento, pero la pericia de Gracia con el volante y con los frenos las salvó de sumarse al choque y solo tuvieron raspaduras; demoraron porque primero tuvieron que esperar largamente en el lugar de los hechos, después fueron a dar declaraciones a la policía y después a un taller a revisar el vehículo.

Y bien, ¿por qué no avisaron antes? Preguntó Tomás.

–No me dio tiempo de preguntarle, me colgó.  Mira, aquí la estoy rellamando y no contesta.

–En fin, ya sabemos que no les pasó nada y seguramente continuarán su paseo.  Sigamos nosotros con el nuestro.

–¿Cuál ‘nuestro’?  Ya terminó; las buscábamos y ya las ‘encontramos’; volvámonos.

–Nooo, ya estaba psicológicamente preparado para un largo viaje, así que sigamos en ese largo viaje.

–¡Este hombre sí es impredecible!  ¿Qué propones? 

–He visto en una valla, allí atrás, un anuncio de unas cabañas ‘Paraíso’ junto al mar.

–¡El mar está lejos!

–Tenemos cuatro días por delante.

–No traemos ropa ni provisiones para cuatro días.

–No seas aguafiestas.  ¿Sabes para que sirven estas pequeñas tarjetas plásticas?

Él ganó la partida y continuaron devorando carretera en pos de las cabañas que significarían un plácido descanso después de la tensión.  Ella iba consultando en el mapa para que Tomás no se distrajese un instante.  Los árboles desfilaban raudos hacia atrás, las casitas querían alcanzar a los árboles, solo la luna seguía tras ellos.  Cansada de mirar el mapa, ella decidió coger otro tema…

–Oye, ¿Por qué estabas tan interesado; era por Alexa o por Gracia?

–Por todas las cuatro; podrían estar en un percance serio.  ¿Qué tengo yo que ver con Alexa o con Gracia?

–Les haces ojitos con frecuencia.  Te he visto mirándolas mucho cuando salimos en grupo, picándoles el ojo y con sonrisitas maliciosas.  Cuando me ausento, te encuentro muy acomodado con una de ellas, disfrutando de la charla, abrazándola a veces.

–Ya me vas a resultar celosa; somos un grupo de muy buenos amigos y nada más; yo también he visto a Jairo pasándote el brazo por la cintura.

–Pero nunca me he metido a las habitaciones de los hombres.  A ti te encontré muy echado sobre la cama de Alexa, ella sobándote el cabello y solo dijiste, todo cortado, que habías entrado a buscar tu móvil; ¿por qué lo iba a tener ella?

Y dale con las historias viejas, ya superadas.  Ese incidente nos costó una discusión muy seria, pero al final todo quedó claro.

–Sí, a mi me quedó claro que tenía que vigilarte más, ¡hombre coqueto!

Silencio por un largo rato.  Miradas furtivas del uno a la otra, de la una al otro; continuos reacomodos en las sillas, tos nerviosa.  Nítido murmullo del motor, desfile de alambrados a lado y lado.  Al frente, la silueta oscura, bajo cielo naranja sangriento, de las últimas colinas que faltaban para llegar a las planicies costeras.  De repente, carretera vallada y avisos de desvío por reconstrucción vial.

–¡Carajo!  ¡Solo faltaba esto!  Ahora ¿qué camino cogemos?

–Cálmate, mi amor; ya busco en el mapa la carretera de los Alcaravanes, que es la ruta 80.  Allí decía que nos debíamos desviar por esa.  (El contratiempo hizo desaparecer mágicamente el enfado de Viridiana y lo volvió a ver como su amor).

–Está bien, mi vida.  Busca con calma.  (La magia también lo alcanzó a él).

Hallado el supuesto camino hacia la ruta 80, enrumbaron veloces, con las luces plenas sobre la vía y con la búsqueda ansiosa en el mapa, mas pronto debió bajar Tomás la velocidad porque el piso era sin pavimento y por necesidad de liberar la mano derecha para hacerle caricias a Viridiana.  Esta suspiraba y descuidaba el mapa.  Muy concentrados en este juego, no se percataron del desvío por donde debían tomar hacia la 80 y siguieron muy de frente por esa carreterita perdida entre las breñas.  Cuando volvieron a la realidad, los asustó el entorno, muy oscuro y solitario.  “¿Dónde estamos?”  Ya el mapa no les servía de nada porque perdieron todo punto de referencia.

–¿Qué vamos a hacer?  No sé cómo reubicarnos, dijo Viridiana con voz temblorosa.

–Lo que se hace cuando uno se pierde: seguir para adelante, evitar quedarse dando vueltas en el mismo sitio.

–Hacia adelante está cada vez más difícil la vía.

–Para mi carrito y para mi pericia de conductor, no hay vía difícil, ya verás, dijo el muy engreído del Tomás.

Ella lo dejó que continuara en la ruta, pues concordaba con nosotros en que el muchacho era muy engreído y lo mejor sería dejar que la realidad lo pusiera en su sitio.  Avanzaron, pues, varios kilómetros, hasta que resolvieron que sería mejor pedir posada en alguna casita.  Muchos kilómetros más adelante no se les había presentado ni la más humilde choza y ya estaban muy fatigados y con hambre.  Tomás vio lo que le pareció una tersa sabana, la enfocó con los faros para comprobarlo y le propuso a su pareja parar allí, comer de lo poco que traían y quizás dormir sobre la hierba.

Ella lo vio por el lado romántico y aceptó irrevocablemente.  Estacionaron el vehículo y rebuscaron en las escasas provisiones, donde por fortuna no faltaban los líquidos; comieron pasabocas y bebieron y se tendieron sobre el prado.  La oscura noche de Luna Nueva, solo tachonada por las lucecitas de los cocuyos, era propicia para conciliar el sueño y la soledad del entorno era también el mejor cómplice para los juegos que Viridiana comenzó a hacerle a Tomás, con pronto aligeramiento de ropas.  La fatiga que vino después de la agitación les produjo un profundo sueño que acogieron estrechamente abrazados.  

Una serpiente que se deslizaba entre los dos cuerpos los despertó aterrorizados un rato después.  Corrieron a refugiarse dentro del vehículo, pero ya el pánico no les dejaba conciliar el sueño.  Les pareció mejor quedarse en el sitio esperando las luces del amanecer, para tratar de orientarse hacia una salida viable.  Estuvieron un rato en silencio hasta que Viridiana, digamos que por buscar tema, le recordó otra supuesta infidelidad a Tomás.

–No solo con Alexa.  ¿Te acuerdas de tus saliditas entre semana el año pasado?  Todavía no me convenzo de que estabas, unas veces tomando aire, otras con un compañero de trabajo en su casa completando informes urgentes…

–¡Dale con eso!  ¿No habíamos aclarado todo?  ¿Qué bicho te picó ahora?  ¡Ah!  ¡La serpiente!  ¡Cómo puede ser!  Ojalá ese veneno no sea letal.

–No me vengas con bobadas.  No desvíes la conversación.  Recuerda que Luciana te vio con una muchacha muy bonita en un bar.  Esas noches, al regresar, no respondías a mis caricias; estabas como exhausto, te habían absorbido todo tu calor.

–¿Quieres que yo también te recuerde unas cosillas?   En esos días te pregunté por tus encuentros vespertinos con un “vendedor” antes de mi hora de salida del trabajo y, además de enredarte en una retahíla incoherente, ‘olvidaste’ seguir molestándome con lo de Luciana y la chica del bar.  Tuve el valor de pedirte que pusiéramos un caso frente al otro y aclaráramos todo, me dijiste que no valía la pena, entre caricias, me llevaste a la cama, me enloqueciste de amor y me pediste jurarnos que cada uno era único para el otro.

–Bueno, ya hay luz del alba, iniciemos exploración, desvió Viri.

Despuntaba un precioso rosicler, contra el que se recortaban las colinas, ya muy cercanas, con siluetas de árboles sobre su cresta.  La vista de Tomás se posó en ese bello cuadro y tuvo efecto la distracción buscada por Viridiana: olvidó la discusión, sobre todo porque, mirando bien, se observaban casitas allá en la distancia, que significarían una oportunidad para averiguar donde estaban y comer algo.

Llegados con dificultad al primero de los ranchos, fueron cálidamente atendidos por una mujer cuarentona, que no sabía indicarles qué camino tomar, pero les ofreció ‘desayunito’ mientras regresaba el esposo de los primeros menesteres agropecuarios del día, quien los podría orientar.  El espumoso y humeante chocolate, acompañado de panochas recién asadas, untadas con mantequilla que chorreaba y cubiertas con casi media libra de quesito fresco, fue una bendición para los hambrientos peregrinos.  La señora los dejó con las manos estiradas cuando le quisieron pagar; “aquí atendemos bien al forastero”.

Crescencio llegó como a las 9, cargado de leche y hortalizas, los saludó muy amablemente y les dio las indicaciones para encontrar la carretera de los ‘carvanes’:

–Sigan trepando por la trocha y ojalá el carrito no se les ranche; cuando lleguen allá a ese alto, van a ver abajo una carretera pavimentada que va hacia el mar, esa es; tienen que bajar con mucho cuidado por esas curvas tan estrechas.  ¿Y ustedes por qué vinieron a dar aquí?  Nadie se mete por estas trochas.

–Misterios que tiene la vida, querido Crescencio.  Muchas gracias por todo.  Nos vamos, a ver si no nos coge la tarde en el camino; ¡queremos mar!

La trocha fue dura, pero el premio que tuvieron al llegar al alto fue fantástico; se divisaba en lontananza la línea azul verdosa del mar, coronada por nubecillas e iluminada por un sol como comprado nuevo para ese día.  La planicie que se tendía a sus pies estaba salpicada de pueblecitos y surcada por la cinta sinuosa de la ansiada ruta de Los Alcaravanes.  Bajar hasta esta tampoco fue fácil; como les dijo el campesino, las curvas estrechas y la pendiente pronunciada le cogían ventaja al ‘perito conductor’; Viri se llevó más de un susto, se quedaba callada para no contrariarlo, pero él le preguntaba por qué le enterraba las uñas en la pierna.

Ya en plena ruta 80, el Tomás volvió a ser “el as del volante”, pero el hambre del medio día de Viridiana lo obligó a abandonar la vía y entrar a un restaurante.  Después de un opíparo almuerzo, les dio por hacer ‘una siestecita’ en unas tentadoras hamacas colgadas entre la sombra de los árboles.  ¡Qué agradable sensación de dolce far niente!  De sus sueños los sacó el canto de los grillos y cigarras cuando estaba oscureciendo.  Tomás arrojaba chispas por los ojos y blasfemias por la boca.  “¡Otro día perdido!”  Viridiana tardó un buen rato en calmarlo.  Comieron algo rápido con un buen refresco y reanudaron la marcha.  Él no recordaba muy bien las señas de las Cabañas Paraíso, así que tardaron hasta las 10 para llegar allí, aunque ella le insistía en que podían quedarse en cualquier otro lugar.

–Todo está ocupado.  No podríamos ofrecerles ni el cuarto de las escobas.

–¿Cómo es posible?  ¡Dos días tratando de llegar y no encontramos albergue!

–¿Y es que vienen desde Alaska o desde la Tierra del Fuego?

–¡No se burle!

–Disculpe.  Pero no demorarán en encontrar sitio.  De aquí en adelante hay muchos lugares…

La dependiente fue interrumpida por voces cercanas:

–¡Hola, Tom y Viri!  Qué bueno encontrarlos por aquí.

–¡No faltaban sino los latosos de Juan y Josefina!

–Por favor, Tomás, que te escuchan.

–¿Qué los trae por aquí?

–Difícil de adivinar.  Lo mismo que a ustedes.  No venimos a misa ni a comprar mercado.

–Deja de ser sarcástico, Tomás.  ¿Cómo están J y J?  Qué coincidencia que escogimos el mismo lugar, pero nosotros no encontramos sitio; vamos a tener que salir a buscar.

–Estamos en las mismas, queridos, también acabamos de llegar y no habíamos hecho reservación.  ¡Vámonos juntos a la búsqueda!  Así será más divertido.

–Claro!  Vamos en caravana, dijo Viridiana.  ¿No, Tomás?

–Así toca.

–Pero hay un pequeño detalle, dijo Josefina.  Nuestro carro venía recalentado y Juan está consiguiendo permiso para dejarlo aquí guardado toda la noche, aprovechando que ustedes nos pueden llevar a buscar hotel y nos podrán traer mañana con un mecánico para revisar el vehículo.  ¿De acuerdo?

–Encantados.  Respondió Viridiana.  Tomás prefirió callar.

Ahora van, tarde de noche, cansados, insistiendo por albergue en los hoteles de la carretera y aguantando la cansona retahíla de Juan y Josefina.  ¿Cuál Paraíso?

Carlos Jaime Noreña

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