lunes, 20 de julio de 2020

EL ROL DE LA VENTANA

Relato


Yo me asomo allí temprano, como a las siete o algo menos, todas las mañanas.  Por la calle hay algún movimiento, pero en las ventanas del vecindario no se ve a nadie; la gente duerme hasta tarde y no saben lo que se pierden.  El sol me saluda; las más de las veces, envuelto en brumas igual que yo, enredado todavía en jirones de sueño.  Después de abrir muy bien la persiana y el ventanal, me voy a buscar mi bocado de fruta matutina y procuro volver allí a comerla recibiendo el baño tempranero de luz y aire fresco.
Cierto amanecer, los intensos destellos de un sol radiante me hicieron volver la vista hacia otro lado para no enceguecer.  Me perdí, entonces, la visión del enjambre de navecitas que desfilaban frente al sol y descendían luego en un bosque allá en la montaña al amparo del deslumbramiento que impedía que se les notara.  Dentro del bosque húmedo tropical, esos extraños vehículos quedaban perfectamente camuflados y los seres que los tripulaban aprovecharon para salir y dispersarse sigilosamente por entre tallos y lianas para cumplir su misión exploradora.
Yo, ignorante de todo aquello, consumí mi fruta, pasé a mi ceremonia de aseo personal, preparé mi desayuno, dejé la vajilla lavada y salí a mis labores cotidianas.  En la calle me topé con mi amigo Carlos Alberto, a quien hacía muchos días que no veía, y lo invité a un café.  Durante la breve tertulia, mi amigo me preguntó si no sentía que este día era como diferente a todos.
–Tienes razón; el sol ha vuelto a salir esplendoroso, en un cielo azul sin nubes, y las mañanas con estas características son siempre muy alegres.
–Pues en mañanas similares no he sentido lo mismo.  Te voy a confesar un secreto que a nadie quería contar, para evitar burlas, pero creo que en tí sí puedo confiar.
–Me tienes intrigado.  Soy todo oídos.
–Temprano, bajando de mi casa (tú sabes que vivo en la zona alta del Oriente), cuando manejaba por la vía que bordea el bosque, escuché un curioso ruido arriba, a muchos metros de altura sobre mi carro.  Era como la suma de muchos zumbidos individuales, como cuando escuchamos un enjambre, pero más fuerte que abejas; parecía de máquinas voladoras, pero no aturdidor como los helicópteros.  Me orillé y paré, pues tenía gran curiosidad, mas las puertas no se abrieron; intenté en todas las formas e incluso los vidrios de las ventanillas no obedecieron.  Solo cuando el ruido se alejó se abrieron todas las puertas a la vez y ya no logré ver nada del fenómeno que me intrigaba.
–A mi juicio, el “fenómeno” fue alguna falla súbita de los mandos eléctricos del carro, la que produjo el zumbido y los bloqueos, y cuando se compuso, todo volvió a la normalidad.
–¿Y un sistema eléctrico falla y se compone solo?  No me convences.
Alcé los hombros y nos despedimos, pero debo reconocer que seguí intrigado hasta llegar a mi destino, ignorando que las que habían sobrevolado a mi amigo eran las navecitas invasoras.
El ajetreo del trabajo estuvo fuerte todo el día, llegué exhausto a casa y me dormí temprano, en medio de mi acostumbrada lectura nocturna; se trataba de una pequeña novela sobre un astronauta estadounidense y una cosmonauta rusa que fueron enviados en sendas naves con la misión de destruir con cargas nucleares un enorme asteroide que venía rumbo a la Tierra.  En el viaje de varios meses, las comunicaciones entre las naves fueron aprovechadas por ellos para entablar conversaciones personales que los fueron llevando a intimar y enamorarse a distancia, pero al regreso de la expedición, en la que por poco no perecieron, encontraron todos los obstáculos por parte de sus respectivos gobiernos para su ansiado encuentro personal.
Al día siguiente, el sol no quiso visitarme, pero un día después me volvió a deslumbrar y las naves aprovecharon para elevarse rumbo a su galaxia, portadoras de numerosas muestras recogidas.  Me fui a mi trabajo completamente inocente de la exótica visita de exploración y sigo despreocupado porque nunca me enteré de ella, a pesar de haber estado en la ventana, a todo el frente de los invasores.

viernes, 10 de julio de 2020

CREEN SER LIBRES
Relato

Matías llega del centro en su moto y la estaciona sobre el andén para entrar a la tienda de doña Rosa, donde pide su acostumbrada cerveza “y me la apunta”.
–Ya me debes mucho, Matías.
–Un día le voy a traer tal paquete de plata que se va a ir de espaldas.
Dos señores entran y le piden bajar la moto del andén.
–Bájenla ustedes, si les da la gana, no me molestaré si me hacen ese favor.
Llegan sus amigos Freddy y Candela.  Matías les ofrece cervezas y le arranca un beso a ella; Freddy se turba, pero no se atreve a protestar para que no lo acusen de zanahorio.
A doña Rosa le dice su amiga Mercedes, igual que todas las veces que entra a su tienda…
–Si la policía te pilla vendiendo trago vas a tener un problema.
–Tengo al inspector en el bolsillo; yo le fío mucho y le hago cuarto con su amiguita.
–Cuando su mujer se dé cuenta te va a masacrar
Hace un gesto de “me tiene sin cuidado”.
Llega Esperancita.  Matías se derrite por ella y no lo disimula.  De inmediato, le regala uno de esos conos rellenos de arequipe.  Como por cobrarle, le toca todo lo que se le antoja, sin importarle doña Rosa y las señoras que están comprando.
Sale Matías a toda velocidad y en contravía, con Esperancita al anca, sin casco; se pasa el semáforo en rojo y obliga a un frenazo al vehículo que pasaba por el cruce.
–¡Cuántas infracciones a la vez!  Cuando lo cojan…  –dice un hombre maduro.
–A estos barrios no se mete la ley, les da miedo; aquí hacemos lo que queremos, estamos en un país libre  –la respuesta de un muchacho.
–Ustedes creen ser libres porque salen cuando quieren y a lo que quieren,  aun con las restricciones de ahora; porque hacen gustosos lo que los demás consideran indebido; porque no piden permiso para nada.
–Y como es de confianzudo con esa niñita; vergüenza debería darle  –apunta una señora.
–No m’hija, ya no estamos en nuestra época; dizque hay que dejarlos, porque ahora todo se puede  –le responde su amiga.
En la cancha del barrio, polvorienta, juegan fútbol los chiquillos; 13 a 15 años tendrán.  Les tiene sin cuidado el sol calcinante.  Hay numeroso público sentado en los barrancos que rodean el irregular campo de juego; chicas de la edad de los niños o algo más; muchachos ya muy crecidos sin oficio conocido; otros mayores que vienen más por mirar a las muchachas que por el fútbol, pero también a buscar el vicio que hacen circular unos de los muchachos grandes, ya bien conocidos. Termina el partido, con un flamante marcador de 19-9; se van a celebrar a la tienda; varias chicas ya están de gancho con hombres de más edad.  A los niños, entre gaseosa y gaseosa, les ofrecen una que otra cerveza, uno que otro “aguardientico”, cigarrillos.  “Tienen que ir aprendiendo a ser verracos”.
Le preguntan a la tendera por su hijo Nicanor.
–Ese se fue a ayudar a organizar una comida en casa de un rico.  Son como cincuenta o sesenta invitados.
–¿Y esas reuniones sí se pueden hacer ahora?
–Ellos se las ingenian.  Así como ustedes, que están todos aquí, debiendo estar cuidándose en la casa.
Doblan a difunto las campanas de la iglesia del barrio; las mujeres se santiguan; los hombres hacen un brindis por el finado desconocido.  “Ese siquiera está descansando ya”.  Al rato, pasa el cortejo por el frente; es un féretro lujoso al que le han agregado una cantidad de adornos discordantes; lo acompaña un sol atorrante y una multitud; unas dos cuadras llenas; las mujeres, de minifalda forrada, cara empegotada y protuberancias de quirófano; los hombres, de tenis llamativos, jeans extranjeros, camisetas negras ajustadas al cuerpo, tatuajes exuberantes en los brazos y el “paquete” al costado, que no puede ser menos que un arma.  No lloran sino las que parecen ser madre y hermanas del muerto.
–¡Huy!  Pero si es el entierro del Zorro.
–¿Quién es ese?
–Sos la única que no lo conoce.  El man que mandaba en este barrio.
–Y tenía más de un protegido; por eso hay tanta gente  –dice otro.
–Pero también se echó muchos a las costillas.
–Claro, si le estorbaban para su negocio.
–Aquí entró varias veces a tomar cerveza y yo, muerta de miedo. –doña Rosa.
–¡¿Miedo?!  ¿Por qué?  Si nada le debías, nada temías.  Antes te podía proteger.  Él era muy generoso.  A mi tía le regaló una bicicleta para el niño.  Nada más porque un día lo dejó esconder un ratico en su casa.
–¿Pero esa multitud sí tenía permiso para desfilar?  –pregunta alguien.
–¡Que ose algún policía intervenir, para que vea!
Todo esto ocurre en ese barrio popular en época de plenas restricciones por cuarentena sanitaria.  Siguen circulando las motos; se sigue jugando fútbol; hay romerías diurnas y tertulias nocturnas.  De vez en cuando, escuadrones de policía que se atreven a ingresar imponen comparendos; multas impagables para esta gente de pocos recursos.   Hay hambre entre los informales y también en las familias de los que fueron despedidos de los negocios que cerraron.  Hay rapiña por los mercados que el municipio y algunas entidades caritativas distribuyen.   Hay controversia sobre si el barrio sí es tan pobre para que vengan a darle limosnas o si es mejor que les creen fuentes de trabajo.
En fin, caen enfermos los primeros y el vecindario dice que los contagiaron en otra parte, que el barrio es muy limpio.  Siguen llegando informaciones por televisión, datos de contagiados y fallecidos en diversas partes y a estos les parece que los desastres se van a presentar por allá lejos, en otro mundo.  Pero, de todos modos, se respira un desencanto, se percibe una zozobra y los que cumplen con el aislamiento les contagian un dejo de amargura que avanza, visita las casas, entra a las tiendas, se cierne sobre los indisciplinados.
A todas estas, un día caen en cuenta en la tienda:  “¿dónde está Matías?”, “¿quién lo ha visto esta semana?”, “¿quién tiene noticias de él?”.  Sus novias lo extrañan, sus compinches lo reclaman, no se le vuelve a ver.  Su mamá, cuando la encuentran en la lejana casita en donde vive, una tarde fría y de nubarrones negros, calla, se niega a decir nada y una lágrima le asoma. 

  Una navidad sentida La pelirroja Ángela y el rubio Daniel han salido a caminar en esta noche de principios de diciembre tibia y luminosa, ...