jueves, 30 de diciembre de 2021

 Hallazgo navideño

Relato


Este muchacho de catorce años había dejado su casa la noche del 24 de diciembre y andaba por las calles buscando algo que él no sabía qué era, pero sí sabía que tenía que ver con la Navidad.  En la tibia noche, solitaria porque las gentes estaban reunidas en casa, el joven medía con sus botas nuevas una calle y otra, recorría un parquecito y el otro escudriñando, deteniéndose, volviendo a andar…

¡Nada!  No encontraba lo que anhelaba.  Pensaba en regresar al hogar, a la reunión familiar, pero no desistía de su empeño.  Total, no tengo que huirle a ningún frío; no soy habitante de los tradicionales cuentos de Navidad con hielo y nieve; aquí tenemos  un bello clima tropical, aquí la noche del 24 invita a salir, aunque nadie sale; que celebren ellos allá, que me guarden algo de la cena y muchos dulces; ya me daré gusto.

Una niña que lloraba llamó su atención.  Se acercó a ella acucioso y se llevó una decepción cuando supo que su llanto provenía de una rabieta porque no le gustó el color del costoso juguete que le regalaron.  Más adelante, quiso socorrer a un perrito que lloraba con aullidos lastimeros; cuando se estaba acercando y el animalito se alegró, creyó que vendría a sus brazos y se decepcionó de nuevo al verlo ir veloz hacia el ama que venía a su encuentro.

Pasando por la calle más oscura y estrecha, encontró una iglesita abierta y solitaria, en donde entró con pasos vacilantes y mirada ansiosa.  Al fondo, junto al altar, estaba armado un pobre pesebre, lleno de vegetación, luces y figuritas; se acercó, lo examinó detenidamente, se quedó un rato expectante y nada sucedió.  Volviose hacia la puerta; cuando la cruzaba, escuchó una música dulce y se regresó rápidamente; la música se cortó, mas volvió en otro tono y melodía; descubrió que no se trataba de ningunos acordes celestiales, sino del ensayo del organista, allá arriba en un pequeño armonio, para la próxima ceremonia.

Saliendo defraudado, lo deslumbró el brillo de la luz lunar en los árboles de la zona verde del frente; alzó la vista hacia el astro, una llena esplendorosa que estaba rodeada de chispeantes estrellas y, un poco retiradas, tímidas, las nubes que un rato antes le ocultaran el espectáculo.  Esto era lo que yo buscaba; ningún milagro, ningún ser desamparado a quien, movido de compasión, le ofreciera salvación, tampoco personajes celestiales que viniesen a encantarme.  La Navidad la tenía yo mismo adentro; la excursión, la búsqueda, el anhelo la despertaron y la belleza de la noche la hizo invadir mi corazón.  Ya puedo volver a casa.


 Ilusión traviesa

Relato

Presentado al Café Literautas, diciembre 2021


Voy andando bajo un sol caliente por las sombras de los muchos árboles de esta calle, absorto en cosas baladíes, cuando ella surge de la nada y me interrumpe.  Me cautiva el océano de sus ojos que me miran sin verme.  Cruza airosa a mi lado entre ráfagas balsámicas y arrastra mi vista tras de sí, para enloquecerme con la cumbia de sus caderas.  Mis ojos ordenan a mis piernas dar la media vuelta y la sigo a prudente distancia mientras me marean dulces sensaciones.

La encantadora muchacha entra en un cafecito que me invita con un guiño cómplice.  Antes de decidirme, la miro a través del cristal, tomándome un ratito para calcular mi estrategia, tiempo que aprovecha un muchacho para colarse; la aborda y es premiado con una mágica sonrisa.  Me paraliza la decepción y no sé cuánto tiempo pasa hasta que sale sola y continúa apurada por el andén.  Ya la estoy siguiendo de nuevo, pero un bus le abre la puerta y me la arrebata.

Nueva frustración y tardío impulso de abordar la máquina que ya huye burlona.   Ahora mis pasos lentos me llevan sin ganas a mi morada solitaria, donde me sirvo un trago y me quedo ¿cuántas horas? componiendo fantasías con la chica evadida.

Llega un nuevo día, gris y tristón como mi ánimo, y voy por la misma calle con la mirada perdida, que súbitamente es capturada por la muy tibia de la diosa de la víspera.  Ella está a la entrada de un centro comercial, indecisa, y yo me aproximo indagándole qué busca; me acepta el ofrecimiento y la acompaño a un puestecito donde compra una bagatela.   La invito a un helado en el puesto vecino; lo degusto extasiado por la dicha de haber recibido aceptación.

No voy a relatar las encantadoras conversaciones, pero sí la embriagante felicidad que me invade cuando me acepta una rosa en la venta de flores por donde maliciosamente la hago pasar.  Ya para salir de la bulla de ese comercio, me dice que debe dejarme para proseguir su camino pero, a la altura que he llegado, ¿cómo voy a caer?  Angustiado buscando algún recurso, una lluvia cómplice me induce a abrir el paraguas y atraerla a mi lado para llevarla; ella me indica, con resignación, una parada de buses.  Las gotas que nos rodean son alegres y cantarinas; el gris de la tarde es rosado para mí; el andar de mi compañerita es música.  Avistamos la parada, donde un hombre joven, casi tan bello como ella, la reconoce con una amorosa mirada y luego ella me abandona con un “hasta aquí llego, gracias”.

Saluda al hombre con un cálido beso en los labios, le obsequia ¡mi rosa! y se van juntos, prácticamente danzando bajo el agua.  Cierro contrariado el paraguas y las crueles gotas que me empapan son llanto desconsolado; el gris del atardecer es negro fúnebre; la noche que se aproxima, un sepulcro.

sábado, 20 de noviembre de 2021

SOBRE "LAS UVAS DE LA IRA"

THE GRAPES OF WRATH
John Steinbeck

Esta novela del autor estadounidense presenta en forma magistral lo que fue la migración por la desertificación de Oklahoma en los años treinta (la “dust bowl”).  Narra ese inmenso problema social apoyándose en el éxodo de la familia Joad desde Oklahoma hasta California, tierra prometida, rebosante de cultivos, especialmente frutales, en donde ansiaban encontrar trabajo y progresar económicamente, pero chocaron con la dura explotación y la xenofobia contra los hermanos americanos de los estados pobres.


Cuando se presenta la sequía y se pierden las cosechas, tienen estas duras reflexiones sobre el rechazo de los bancos a prestarles dinero.

A man can hold land if he can just eat and pay taxes; he can do that…

…he can do that until his crops fail one day and he has to borrow money from the bank…

…a bank or  a company can’t do that, because those creatures don’t breathe air, don’t eat side-meat.  They breathe profits; they eat the interest on money.

Un hombre puede conservar su tierra mientras le dé para comer y pagar impuestos; lo puede…

…es capaz hasta que un día las cosechas se van a pique y tiene que prestar dinero en el banco…

…un banco o una compañía no puede hacerlo, porque esas criaturas no respiran aire y no comen carne.  Respiran ganancias; comen intereses.


Los funcionarios bancarios eluden responsabilidad.


We’re sorry.  It’s not us.  It’s the monster.  The bank isn’t like a man.


Lo sentimos.  No se trata de nosotros, sino del monstruo.  El banco no es gente.


It happens that every man in a bank hates what the bank does, and yet the bank does it.  The bank is something more than men…

Todos los que trabajan en el banco odian lo que este hace, pero el banco lo hace, de todos modos.  El banco es más que su gente.



La familia tendrá que abandonar su casa, que será demolida por los prestamistas, para irse a buscar suerte a California.  Salen a vender implementos usados que no se pueden llevar y les ofrecen sumas ridículas.


You’re not buying only junk, you’re buying junked lives. And more—you’ll see—you’re buying bitterness. Buying a plow to plow your own children under, buying the arms and spirits that might have saved you. 


No nos compras chatarra; estás comprando unas vidas chatarrizadas.  Mas aun, lo verás, estás comprando amargura.


You’re buying a little girl plaiting the forelocks, taking off her hair ribbon to make bows, standing back, head cocked, rubbing the soft noses with her cheek. You’re buying years of work, toil in the sun; you’re buying a sorrow that can’t talk. 


Estás comprando una niñita que le trenza los crespos a la mascota, que se quita la cinta del pelo para ponerle lazos mientras se deja frotar las naricitas en su mejilla.  Nos compras años de trabajo, faenas al sol, compras una pena que no es capaz de hablar.


The anger of a moment, the thousand pictures, that’s us. This land, this red land, is us; and the flood years and the dust years and the drought years are us. 


La furia momentánea, los mil casos, eso somos.  Esta tierra, tierra roja, es nosotros; y los años de inundación, los años de polvo y de sequía somos nosotros. 


Fella in business got to lie an’ cheat, but he calls it somepin else. 

...he tried to steal your four dollars for a busted tire. They call that sound business. 

El hombre de negocios se dedica a mentir y embaucar, pero le da otro nombre a eso … trató de arrancarte cuatro dólares por una llanta rota.  Eso lo llaman negocio redondo.


Cuando Tom Joad llega buscando a su familia, encuentra la casita abandonada y se topa con un viejo conocido que está dedicado a merodear, porque también se quedó sin nada.


“I been walkin’ aroun’ in the country. Ever’body’s askin’ that. What we comin’ to? Seems to me we don’t never come to nothin’. 


He estado rondando por la comarca.  Todos preguntan lo mismo.  ¿A qué vamos a llegar?  Me parece que a nada vamos a llegar.


Movin’ ’cause they got to. That’s why folks always move. Movin’ ’cause they want somepin better’n what they got. 


Desplazándose porque tienen que hacerlo.  Por eso se mueve la gente.  Se van porque quieren algo mejor que lo que tienen.


They’s folks dyin’ all aroun’. Maybe you’ll die pretty soon, but you won’t know nothin’. 


Hay gente muriendo por todas partes.  Tal vez vas a morir pronto, pero no lo sabrás.


This here fella says, ‘I’m payin’ twenty cents an hour.’ 


Buscando trabajo y pasando necesidades.


Este de aquí dice “pago a 20 centavos la hora”.


can’t tell ya about them little fellas layin’ in the tent with their bellies puffed out an’ jus’ skin on their bones, an’ shiverin’ an’ whinin’ like pups, an’ me runnin’ aroun’ tryin’ to get work…


Para qué te cuento de esos chicos echados en la tienda con sus buches hinchados y la piel pegada a los huesos, temblando y gimiendo como cachorritos y yo volteando en busca de trabajo…


“If he needs a million acres to make him feel rich, seems to me he needs it ’cause he feels awful poor inside hisself


Si necesita un millón de acres para sentirse rico, se me hace que lo necesita porque se ve terriblemente pobre de espíritu.


Traducción libre, con base en mi percepción de lo leído.

Se aceptan observaciones y discusiones.


jueves, 7 de octubre de 2021

Noches estrelladas, ¡miau!

Relato

Una noche fría, oscura y medio lluviosa, me fui al bar a buscar el calorcito de unos brandys y opciones para repensar algunas cosas.  Al poco, ya había entablado conversación con una atractiva muchacha, muy risueña, de lacios cabellos oscuros, ojos verdes saltones y unos labios rojos que parecían invitar permanentemente.  (¡Al diablo las planeadas reflexiones!).  Tras los infaltables por qué te gusta ese trago, a qué te dedicas, donde vives, qué vienes a buscar por aquí, vienes con frecuencia, nunca te había visto, te me pareces a… logré entrar en más confianza y me hizo una confidencia sobre el novio que la dejó.

–Pero yo no me doy al dolor; ya estoy acostumbrada a dejarlos y a que me dejen –dijo, con falsa seguridad.

–A mí, muchas me han dejado y siempre me duele como si fuera la primera vez.

–No creo que a un hombre tan buen partido lo dejen fácil.

No alcancé a contestarle que se ahorrara los piropos, porque un temblor de tierra nos robó la atención y nos metió un tremendo susto, agrandado este porque cayeron algunas copas que se hicieron pedazos y se cerró con gran estruendo una puerta interior.  Lo delicioso del caso fue que ella se agarró de mí, como si con ello la protegiera de alguna plancha de concreto que le cayera encima.

Después del apretón, de las disculpas pedidas y maliciosamente no concedidas, el tema general y el de nosotros dos, después de un brindis por la suerte de haber salido ilesos, fue el de los terremotos.  Me contó que su gata presentía los temblores; que ya le había ocurrido tres veces ver al animal plantarse sobre sus cuatro patas y mirar a todos lados con los ojos muy abiertos y las orejas bien izadas, para unos segundos después sentirse el suave mecimiento del edificio.

No se me ocurrió contarle de mi gato blanco y negro que sonríe como el de Alicia, porque tenía el juicio más ocupado en pensar la táctica para ganarme toda su confianza.  Tiempo perdido, pues al momento cortó la conversación, echó mano de su celular, de su bolso y de cualquier disculpa para perderse más allá de la puerta, después de regalarme una enigmática sonrisa.

–Espero que nos volvamos a encontrar aquí –alcancé a decirle, para más tarde arrepentirme de no haberle pedido su número.

–Seguro que sí –respondió y se evaporó rápido.

Me tomé otro trago en soledad, meditando sobre mi poca suerte con las mujeres, pagué mi cuenta y salí por la misma puerta, bueno, la única, y qué buena sorpresa me llevé al ver completamente despejada esa noche que había empezado tan lúgubre.  Había un bello cuarto creciente, nos regalaban su intenso brillo los dos planetas de mayor magnitud y posaban sin pudor las constelaciones más conocidas.  Bueno, supongo que también las desconocidas, pero yo no las distinguía.

En casa, me esperaba el gato tras la puerta, como siempre; ellos son muy ladinos: están echados haciendo su pereza sobre una cama, un sofá o entre una caja vacía que se nos ha quedado por descuido en cualquier rincón y cuando escuchan que la llave gira en la cerradura se dirigen a la puerta con el sigilo y velocidad de que son capaces para hacernos creer que han estado todo el tiempo a nuestra espera.  El mío enseguida me miraba, maullaba suave y se frotaba contra mis piernas, con lo que me veía obligado a darle unas caricias y dirigirme a renovarle el agua y completarle la comida; lo que se repitió, religiosamente, esa noche.  Luego me fui a buscar mi lectura, mi piyama y un agua aromática.

A esta la dejó solamente un novio; a mí me han despreciado muchas mujeres; esta soltería me tiene aburrido.  ¿Llamo de nuevo a Olga Tatiana?  ¿Para qué?  Ya me hizo un desplante cuando la invité a una fiesta.  ¿Le escribo a Viviana?  Con ella chateaba delicioso.  ¡No!  Hace treinta y cuatro días que no me contesta; ya se cansó de mí.  ¿Le digo a Roberto que me invite una amiga?  No, me lo tengo que aguantar haciendo alarde de sus conquistas…

Hasta que me quedé dormido…

La noche siguiente fue igual de hermosa desde el principio; me subí a la azotea de mi edificio de veinte pisos a observar el deslumbrante panorama y me tocó ver el paso de un satélite artificial y los fuegos de artificio con que celebraban en algún barrio lejano al santo patrono de la parroquia o celebraba un triunfo el non sancto patrono de esa vecindad.  A continuación, cuando extasiado de cielo me disponía a bajar a mi nido, me llamaron la atención los reclamos de una pareja felina que se enamoraban sobre un tejado cercano.

Una noche más y me dio por salir a pasear por las calles arboladas y parquecitos floridos del barrio.  Estaba observando a unos niños que jugaban, cuando una voz no desconocida se dirigió a mí.

–¡Qué sorpresa encontrarte!

–¡Hola!  Qué gusto me da.  Pensé que no te volvería a ver.

–Claro, si no vuelves al bar donde nos citamos, no nos volvemos a encontrar.

–No nos hemos citado.

–Así son los hombres.  Propusiste, veo que muy falsamente, volver a encontrarnos allí.  No he faltado estas noches pero, ni rastro tuyo.

–Vámonos ahora mismo para allá.  Te invito.

–No puedo.  Estoy buscando a mi gatita.  Se me escapó una vez más.  Es muy callejera.

–Yo sé donde está: en aquel tejado –dije señalando y le conté de la escena vista dos noches antes, que seguramente se estaba repitiendo.

No había nada que hacer; ¿qué persona cuerda se sube a un tejado a bajar un gato, y más cuando está en ocupaciones tan importantes?  Así que la convencí de irnos al bar, que la gata encontraría de nuevo el camino a casa y allí la aguardaría, agazapada esperando el ruido de la cerradura para saltar sobre ella.

Pasamos un rato muy largo en el bar hablando de nuestros dos gatitos, imitando su ronroneo, su frotarse contra las piernas, sus maullidos y su tierno arrebujamiento contra nuestro cuerpo cuando estamos en cama.  La llevé a mi apartamento a mostrarle mi minino y nuevamente imitamos el ronroneo, frotación y arrebujamiento, con la noche estrellada observándonos por la ventana abierta.


lunes, 16 de agosto de 2021

 

El documentador

Relato


Ver en el aspecto de alguien su personalidad puede ser gran perspicacia o pura fantasía.  Algunas configuraciones fisonómicas, algunas expresiones faciales en una persona poco conocida nos invitan a catalogarla bajo ciertos patrones, más en son de adivinación que otra cosa.  Horacio se intrigaba respecto a gentes que veía con alguna frecuencia en su entorno o en sus medios usuales de transporte; disfrutaba con el ejercicio de imaginar en cada uno un temperamento, un oficio, unas costumbres, un estado civil y ¡hasta un nombre!  Así fue como le dio el de Cayetano a un tendero, Aristóbulo a un vendedor ambulante, Melody a una muchacha exuberante…

Escribió relatos basados en algunos rasgos y acciones de estos personajes, enriquecidos con mucha imaginación suya y puestos en una prosa agradable y fluida.  Por ejemplo, al tendero “Cayetano” le inventó una amante, con quien retozaba en el claroscuro depósito trasero, la que ingresaba fingiendo ser cliente del negocio, se quedaba revisando la mercancía, simulando indecisión en la elección y se escabullía hacia la trastienda mientras Cayetano distraía a los otros compradores y luego dejaba a su fiel ayudante a cargo, para irse a una “gestión bancaria”, para al final ingresar subrepticiamente por una disimulada puerta trasera.

No había acabado de publicar un folletín con sus relatos, cuando le cayó una demanda por calumnia interpuesta por este tendero, llamado en la vida real Jacinto Cayena, y tuvo que esmerarse con su abogado para demostrar que el escrito era de pura ficción, solo basado en don Jacinto, con el nombre cambiado para mostrar que era una persona inventada, con algunos aspectos reales de él, pero con mucha ficciones, entre ellas la de la amante, que era el principal motivo de furia del señor porque, a la hora de la verdad, sí tenía una amante, pero en circunstancias completamente distintas.

Horacio ganó el caso y el tendero resultó doblemente perdedor, porque salió a la luz pública el romance secreto y se disolvió su matrimonio.  El escritor estaba  apenas celebrando el triunfo, cuando le apareció una nueva demanda, de una señora a la que no le cambió el nombre.  Doña Josefina vivía cerca de su casa y el verla con frecuencia en su ventana le había inspirado un cuento más bien tierno y compasivo que fue muy bien recibido, pero coincidió que el nombre por él inventado fue el que ostentaba la ancianita y un abogado amigo la azuzó para interponer la demanda, porque unos pesitos, caídos del cielo, le ayudarían a salir de apuros.

Horacio había supuesto que otra señora que entraba y salía de la casa era su hermana; la hizo figurar en el cuento y este, junto con otros detalles, más casuales que otra cosa, le sirvieron al picapleitos para demostrar que se trataba de una difamación de la respetable dama, a quien hacía pasar por chismosa en el relato, y el caso se iba perdiendo, no obstante haber insistido hasta la saciedad en que se trataba de mera ficción rodeada de vulgares coincidencias.

Ya estaba el escritor comparando sus exiguos derechos de autor con el monto que su abogado estimaba le iba a tocar pagar de indemnización, cuando le llegó una vecina, desconocida por él…

–Don Horacio, le cuento que Josefina no se llama Josefina.

–¿Cómo es eso?  Todos los testigos lo corroboran.

–Unos parientes míos conocen a la viejita desde hace tiempos y me aseguran que ella fue bautizada con otro nombre: Josefa.

–Eso es casi lo mismo, pero muchas gracias.

El abogado vio allí la oportunidad que el escritor no percibió.  Le tocó irse hasta el pueblo natal de la vieja, informado por la vecina aquella, y rebujar en la casa parroquial y la notaría hasta encontrar que la niña bautizada María Josefa había sido registrada años después como Josefina.  De regreso en la ciudad, se presentó frente a Horacio a darle la buena noticia.

–No la veo nada buena: de todos modos la mujer obtuvo el nombre de Josefina desde pequeña y por tal la conocen todos.

–Mi estimado amigo, el registro civil empezó a tener vigencia a partir de 1939 y, como la niña nació en 1935, el nombre que prevalece como plenamente legal era el de María Josefa, asignado en la pila bautismal.  Con eso se puede demostrar que no es la misma del cuento.

Este giro les permitió ganarle el pleito a doña María Josefa y respiró aliviado Horacio.  Una noche estaba el hombre solazándose en el bar y se le presentó una mujer despampanante que le pidió invitarla a un trago.  Sorprendido, pero hechizado, accedió, la hizo sentar a su lado y, al verla más de cerca, identificó a la que le había inspirado el cuento “Cambio de Melodía”.

–Sí, yo soy Melody –le disparó la chica, antes de que él abriera la boca; mejor dicho, la cerrara, porque el descubrimiento lo había dejado boquiabierto.

–Mucho gusto.  Por lo que veo, ya debes de saber que me llamo Horacio.

–Claro.  Por la noticia de la última demanda.  Pero no te preocupes, que no te voy a demandar.  Me gustó mucho la caracterización que me hiciste en el cuento y, aun más, el nombre que me diste.  Yo me llamo Teresa; mil veces mejor es Melody.

Conversaron animadamente, entraron en confianza, y en confianzas; ella le demandó una invitación a bailar y se fueron a pasar una buena noche.


jueves, 15 de julio de 2021

 Sin rumbo también se pega

Relato

Y tras los ruegos, tras las humillaciones, una ira desesperada empezaba a arder…

…Tenemos  que  mantener  sometida  a  esta  gente  o  se  toman  el  país.

John Steinbeck, Las Uvas de la Ira


John Robinson se despide de su noviecita con un beso atornillado, mirando de reojo que nadie los vea, y se va a casa temiendo encontrar a su padre borracho para la comida.  Este, que es obrero de construcción, suele no fallar dos o tres cervezas después de salir de la obra y llega a casa achispado, pero su mujer y cinco hijos lo ven beodo.  Esta vez, llega el muchacho preciso cuando la mamá está sirviendo las sopas aguadas y secos de arroz y huevos revueltos para el papá, Leidi Katherine, Paul Estiven, Dayana María, José Keith y él; todo coronado con aguapanelas.

Después de comer, se lavan los dientes “los que quieran”, ven algo en TV y luego la madre reza el rosario con los tres menores; “¿para qué la rezadera, si nunca nos hacen un milagro?” dice John, a veces en voz alta, hoy para sus adentros, mientras se va a su pieza donde ha vivido diecinueve años y ahora la comparte con dos hermanos.  Se queda un rato bregando con su viejo celular, mal sentado en la estrecha cama.  La pantalla tiene una fractura y algunas aplicaciones no le corren, por falta de memoria.

El domingo se va a mirar el partido de fútbol en pantalla gigante en un buen bar del centro; no se puede perder el “clásico” entre los dos eternos rivales locales.  Al saltar celebrando el primer gol de su equipo, termina abrazado con el joven vecino de camiseta de igual color, embargado por la misma emoción y este le ofrece una cerveza que John no rechaza.  Siguen comentando las jugadas, recordándole la madrecita al árbitro, chiflando el gol del empate; al final celebran la victoria de último minuto y salen del bar entrelazados con otros hinchas, en medio de la mezcla de colores que ese día por fortuna se ha dado, en lugar de las terribles batallas de otras jornadas alrededor del estadio.

Afuera, invitado por su casual amigo a otra cerveza, comprada en un puestecito callejero, la beben en las mesas improvisadas (y entablan conversación).

–¿En qué trabajas?

–En medir calles.  Me gradué el año pasado y sigo buscando trabajo.

–Estamos parecidos.  ¿En qué te graduaste?

–Tecnología contable, ¿y tú?

–No estoy graduado.  Abandoné los estudios al terminar noveno, el año pasado, para trabajar y ayudar a mi papá, que es obrero y no alcanza a sostener la familia; pero me duró tres meses; ahora estoy vagando.  ¿Cómo te llamas?

–Marcial…  Suena raro, ¿no?

–Yo me llamo John Robinson Carmona Bedoya.

Continúan su charla, en la que Marcial le cuenta que su padre, Olmedo Jaramillo Holguín, es comerciante y su hermanita se llama Tatiana; John le recita los nombres de su familia; Marcial practica el tenis, mientras que Robinson se limita a picados de fútbol en el barrio; también hablan de sus novias, la una de J. R. y las muchas del picaflor Marcial.  Intercambian números telefónicos, se despiden con el típico golpe de puños, se van sin rumbo y se prometen un nuevo encuentro.

La marcha avanza con decisión por la avenida; al salir del parque ya eran más de doscientos y ahora, con los que se suman por todas las calles, son una multitud.  Agitan las banderas, muchas de ellas invertidas, corean las consignas en que rechazan la reforma tributaria, la reforma a la salud, el desempleo,  la violencia policial; ridiculizan al presidente y condenan al máximo líder de derechas.  Grupos musicales, teatrales y de danzarines ponen una nota alegre y colorida; los transeúntes los miran con agrado y levantan las manos en señal de apoyo.

Un marchante comenta que la víspera, en disturbios al final de la marcha, los policías atacaron con fiereza y hubo varios manifestantes fracturados, sangrantes, unos con heridas en los ojos y dos o tres chicas fueron abusadas por hombres con uniforme.  Esa es la razón de los carteles sobre los excesos de la policía, que John no entendía.  Se respira malestar, ira contenida, a pesar de la música, los mimos, las comparsas. 

Marcel avanza tras una exuberante chica que va unos pasos adelante, llevado por sus “bajos instintos”.  Esta va muy rápido, pasando a muchos, y el muchacho tiene que empeñarse para no perderla entre el gentío; de repente, ella alcanza a un chico, se abraza con él y continúan muy entrelazados y retozones.  Marcel tiene que contentarse con saludar a John Robinson, que iba casualmente al lado del chico cazado por la muchacha.

–¡Hola!  Nos volvimos a ver muy pronto.

–¿Qué haces aquí?  Yo creía que los hijitos de rico no venían a las protestas.

–El rico es mi papá.  Yo soy un pobre tonto que hizo una carrera tonta y que no encuentra ningún ch… trabajo.

–¿Y aquí vas a encontrarlo?

–Tampoco tú.  Por eso tenemos que revolcar este país para exigir oportunidades para la juventud.

–Y para la vejentud.  Mi papá, con más de cincuenta, tiene que vivir rogando por trabajitos que le duran poco y cada vez le pagan menos.  Hasta debe de estar por aquí; él me dijo que si se podía volar del trabajo, se metía en la marcha.

La charla es larga, al son de tambores y flautas, burlas a los policías destacados para garantizar el “pacífico desarrollo de la manifestación” y pequeños conatos de desorden.  No se quieren aguantar los discursos en la plaza de concentración final, más bien se van a tomar una cerveza, por invitación de Marcel, y a hablar de mujeres y fútbol.  De nuevo se prometen un reencuentro y se van como renovados a sus casas, no saben si por su agradable encuentro o por su participación en la protesta, que les dio alguna esperanza.

La noche es violenta.  La música se silencia, desaparecen los que danzaban.  Encapuchados atacan un puesto de policía y le prenden fuego sin dejar salir a los agentes; otros acorralan a una agente mujer y le intentan cobrar las violaciones de la víspera, ojo por ojo, diente por diente; algunos se “divierten” destrozando un cajero automático y haciendo pedazos los vidrios de una sucursal. 

Al desayuno, el papá de John Robinson les comenta que están en riesgo de perder la casita porque el banco no le quiere refinanciar la deuda, que creció considerablemente después de la moratoria de la pandemia; a él le había servido de mucho alivio no tener que pagar las cuotas el tiempo que estuvo de brazos caídos por la parálisis del confinamiento, pero lo que no sabía era que después le pasarían cuenta de cobro con intereses acumulados.

–Los bancos no perdonan nada –dijo su mujer.

–Pero deberían, porque si nosotros perdimos salarios, ellos nos podrían condonar, al menos, los intereses y ampliarnos el plazo.

–¿Y no se lo has pedido?

–En todos los tonos, durante estos meses, pero ellos se escudan en que no pueden sacrificar utilidades, en que ya nos dieron un buen respiro en los momentos difíciles y en la ley.

–Es que un banco no puede hacer eso, porque es una criatura que no respira aire y no come solomo; ella respira utilidades y come intereses –argumentó John Robinson.

–¿De dónde sacas eso?

–De John Steinbeck, “Las Uvas de la Ira”.

Al almuerzo, el papá de Marcel llega a casa con la noticia de que va rumbo a la quiebra.  Los meses de paro obligado del negocio se le comieron los ahorros pagando a sus empleados, pues no los despidió confiando en los alivios prometidos por el gobierno y, a pesar de que presentó toda la documentación, ahora le han respondido que su empresa no calificaba dentro de los requisitos.

 –Ahora sí voy a tener que licenciar a varios, cerrar algunas líneas del negocio y apretarles a ustedes con sus gastos.

–Te debes unir a las protestas, papá.

–¡Yo no soy comunista!

–Algún banco te podrá prestar –dijo la mamá.

–Me exigen hipotecar todo lo que tengo.  ¡No tienen corazón!

A la marcha siguiente llegan los dos chicos con mayores bríos después de lo que han escuchado en casa.  Igual que ellos, todos los demás van enardecidos porque no tienen trabajo o estudio, viven en deplorables condiciones, son humillados por los que están por encima de ellos, carecen de buen transporte, no pueden vestir decentemente, tienen parientes desaparecidos, les han asesinado  o injustamente encarcelado a miembros de su familia.

El público ya no vitorea a los marchantes, los miran con recelo.  Los muchachos van convencidos de sus consignas, en medio del jolgorio propio del evento.  Unas cuadras más adelante, la policía impide el paso; está plantado un escuadrón grande a todo lo ancho de la vía, respaldados por vehículos antimotines y con el sobrevuelo amenazante de helicópteros.  Aparecen, como de la nada, los cocteles Molotov; se disparan los gases lacrimógenos; la multitud se dispersa, pero no huye, más bien se repliega y la emprenden a piedra contra los locales comerciales en el marco de un pequeño parque.  Súbitamente están rodeados por un nuevo destacamento de policía que dispara varias veces contra ellos y ahora sí se escabullen como mejor pueden, con excepción de los pocos que se quedan acompañando a sus heridos.

Entre los primeros que huyen están John y Marcel, prometiéndose no volver a participar de movimientos tan amenazantes y al llegar a sus casas reciben llamadas de amigos que les cuentan de muertos y heridos, violaciones, saqueos e incendios.  En la TV, los cuerpos armados y los gobernantes presentan un balance de agentes femeninas que sufrieron intento de violación, otros agentes heridos, algunos de gravedad; estaciones de policía incendiadas, negocios saqueados e incendiados, buses de transporte público quemados y sus estaciones destrozadas.

John Robinson llama a Marcel y este le cuenta de una amiga que le informó llorando que su novio perdió un ojo por un perdigón de la policía.  John le cuenta que un amigo suyo pudo ver cómo cuatro agentes estaban violando a una chica en un rincón oscuro de un parque y él con tres amigos se atrevieron a defenderla y salieron bastante lesionados.  ¿Qué esperanzas tenemos de justicia social, se preguntan ambos, si ni los que dicen reclamar esa justicia ni los que dicen defender a la sociedad saben controlar sus ímpetus violentos, criminales?

martes, 29 de junio de 2021

 

Historias de amor en pandemia


Cuando aflojan las restricciones por los contagios, Melina invita a sus amigas Mercedes e Isadora a tomar un café en su apartamento, con las consabidas precauciones de mascarillas, desinfección, y lavado de manos.  Está ansiosa por contarles de su ruptura de pareja, pero aun más por confirmar chismes de ellas que le fueron deslizados en la red por otras amigas.

Las sitúa en lugares distantes entre sí, en su sala-comedor, y comienzan la tertulia. Interrogada entre galletas por su ausencia de seis meses, les dice que se fue a buscar mejores aires en donde su mamá, allá, en el pueblo de los llanos.

–¿Y no te volviste a ver con Juan Pablo?

–Pues, querida, nos llamábamos mucho al comienzo, pero él cada vez me fallaba más.  Tanto así que, al volver, ni siquiera me fue a encontrar, ni vino a visitarme, que “por precaución”.

–Eso es muy extraño.

–Ni te extrañes, querida.  Ocurrió lo que solo una tonta como yo no preveía: se cuadró con otra.

–¿Cómo te enteraste?

–Una me llamó un día a decirme que ella era la novia de Juan Pablo, que dejara de buscarlo.  Lo confronté y frescamente me lo reconoció; me dijo que tenía una relación bien establecida y que ya la había presentado con la familia.

Mercedes toma la palabra después de un sorbo y suelta la taza para contarles que algo muy similar le pasó a ella.

–Ustedes saben que yo estuve trabajando en la frontera; Gaspar se quedó aquí en la capital y nos visitábamos cada que podíamos.  A los tres años, volví; poco después empezó la pandemia y ambos quedamos sin empleo.  Nos buscábamos, para apoyarnos uno al otro, pero eso se convirtió en cargar cada uno a la contraparte con sus problemas.  Con la reactivación, Gaspar recuperó el empleo y al poco tiempo comenzó un idilio con otra, nacido en celebraciones de compañeros de trabajo.  El chisme no demoró en llegarme; le terminé la relación y aunque él ha intentado volver, ¡nada de nada!

El turno es de Isadora.  Revolviendo su segundo pocillo, les cuenta que nació el bebé que esperaba con su esposo Jairo.  Al mes siguiente, él empezó a quedarse sin clientela, por los cierres propios de la pandemia.  Las deudas, el estrés, el cuidado del hijo y el encierro los estaban enloqueciendo.  Desesperado, él se fue un día de casa, casi sin avisar.

–Pasé todas las dificultades imaginables; no sé cómo lograba alimentar al nene y ahuyentar a los cobradores.  Cuando mi padre se enteró, me tendió la mano y a los pocos días regresó Jairo, como si quisiera aprovecharse de la ayuda.  Pero nuevamente hubo muchos problemas y se volvió a ir.

–Y ¿como qué problemas, querida?

–¿No te los imaginas?  Los mismos de antes: no alcanzaba el dinero para el mercado, las cuentas seguían llegando, Jairo no lograba que sus pocos clientes le pagaran y otra vez estalló el conflicto; en un momento de refriega lo eché de casa y ni corto no perezoso.

–¿Y así hasta hoy?

–Bueno, seguimos dizque encontrándonos por internet; unas veces chat, otras videollamada, pero yo creo que él tenía otra y no nos funcionó.

Mercedes interviene para contarles de otros que intentaron la relación virtual y no les dio resultado.  Fue el caso de su joven prima Elisa y Wilson su pareja mayor, que vivían con intensidad su relación, aunque moraban en casas diferentes.  Cuando a ella se le iban de paseo sus padres, con quienes vivía, Wilson la visitaba y cuando no estaba en casa la hermana de este, llamaba a Elisa a su lado.

–De repente, un trabajo muy demandante de él, con muchos viajes, les impidió frecuentarse por un tiempo; casi ni se llamaban; la relación se fue enfriando y ella atrajo sigilosamente la atención de otro.  Con la pandemia, creció la distancia, por la física imposibilidad de encontrarse en sus casas.

–¡Muy poco imaginativos!  Soluciones hay.

–El quería que se encontraran en cualquier otro lugar; ella le interponía el temor a los contagios.  Por propuesta de Wilson, intentaron satisfacer sus deseos por videollamadas, pero ella no lo encontraba nada excitante.

–Muy tontica; cuando hay deseo, se prende fácil la chispa.

–De todos modos, cuando pudieron volver a encontrarse, él le sorprendió en su celular la conversación con el otro.  La chica, nerviosa, dijo que eran discusiones de trabajo con un compañero de la empresa.  No supo explicarle por qué ese compañero la llamaba Alhelí y la trataba con mucha confianza y entonces Wilson decidió terminarle.

–¡Alhelí! –dice Mercedes– Ese era el nombre de la que se enredó con Gaspar, según me contaron, y mencionándole ese nombre lo hice poner muy colorado el día que lo confronté.

–Bueno, el hecho es que el Wilson, desesperado, se resolvió a acoger en su pequeño apartamento a un amigo varado, un Jairo, que llevaba unos meses insistiéndole; ambos eran muy bonitos y, de todos modos, parecían gustarse mutuamente.  Terminaron amancebados.

–Ya ato cabos; –dice Isadora– la “otra” que les mencionaba era una Willie que le dejaba mensajes y creo que tenía un apartamentico cerca porque yo lo veía entrar allí con frecuencia.  Y vengo a entender el por qué de la foto de un muchacho muy bien parecido que le encontré una vez a Jairo entre sus papeles.  ¡Willie era Wilson!

Queda, pues, al descubierto una carambola de infidelidades surgida en el enredado juego de billar de la pandemia.


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