jueves, 6 de mayo de 2021

LOS SECRETOS DE LA MONTAÑA

Relato

En algún sitio, algo increíble espera ser descubierto.

Carl Sagan


Ahí, al frente, está la montaña.  Me mira arrogante.  Muy alta y muy amplia, muy verde y muy fresca, se siente ama de este valle y de todos sus habitantes.  Me detengo a observarla detalladamente.  Le da la plena luz del sol, en este día despejado, y ella se siente alegre.  Mayormente cubierta de bosques, no teme daños del sol y tampoco de las fuertes lluvias de temporada, pero sí les teme, con pavor, a los incendiarios; le han robado extensos trozos, uno aquí, otro allí; este año, el anterior, el otro…

Retozan los animales en la foresta; se pierden por entre los árboles y no se sabe cuál reino tiene mayor variedad: el vegetal o el animal.  Porque allí podemos encontrar el árbol que nos soliciten, propio de esta latitud y este clima; no falta ninguno; la variedad del bosque es inmensa, en su mayor parte autóctono, incluso el nacido espontáneamente sobre las cenizas de los incendios.  Los animalitos (y animalotes) también están orgullosos de representar a todas las ramas de especies y subespecies tropicales.

Aguzando la vista, llegando a todos los rincones, podemos encantarnos contemplando las idas y venidas de los más diversos seres fantásticos…  ¡Sí!  Ellos están allí.  Nuestra mente racional los rechaza y se vuelve ciega cuando le pasan delante, pero ellos disfrutan de su vida silvestre, lejos de los humanos insolentes.  Un fauno corre tras una ninfa que lo elude.  Un duende se recrea retirando algunos travesaños de un puentecito que alguna vez fue construido sobre una corriente de agua y que esporádicamente es cruzado por algún explorador.

Estos habitantes han vivido en su montaña por siglos; sus ancestros estaban allí aún antes de que llegaran unos hombres lejanos fortalecidos por sus armas de fuego y prevalidos de una supuesta propagación de creencias salvadoras.  A estos los salva su habilidad para esconderse; quieren mantener su mundo aparte del nuestro, que ven tan corrupto; solo accidentalmente los ve alguien alguna vez.  No obstante, al enterarme de ellos por medios que no voy a delatar, me propuse hacer la excursión para conocerlos de cerca.

Llegué al borde del bosque, me despojé de ropas, las guardé bien protegidas y comencé a arrancar ramas de árboles y arbustos y a atármelas por todo el cuerpo hasta que quedé exacto al Hojarasquín del Monte (a mi idea del Hojarasquín del Monte).  Penetré más adentro, seguro de que los seres fantásticos me tomarían por uno de ellos y no se preocuparían por desaparecer.  Nada.  Solo pájaros, ranas, algún mico.  Despreciaba las bellezas naturales, por mi obsesión de encontrar a aquellas criaturas.  Al cabo de un rato tuve sed; me hinqué a la orilla de un arroyo, pues no quise llevar cantimplora, convencido de la pureza de las aguas dentro de la montaña.

Al incorporarme, enjugándome alrededor de la boca con el dorso de la mano, cruzó frente a mí un unicornio.  ¡Un unicornio!  ¡Qué belleza!  No era tan grande como un caballo, era un poco menor, pero de una hermosura sin igual; su tersa piel color arena brillaba; su cabeza enhiesta le daba un aire arrogante; sus ancas amplias daban nacimiento a una larga, frondosa y sedosa cola; y el apéndice sobre su testuz era un perfecto cono agudo y largo, muy lustroso.

Casi tan pronto como apareció, se perdió; y desapareció también la luz; se me había ido el día sin darme cuenta.  Debía tener sumo cuidado en la búsqueda del camino de salida; en la emoción exploradora no había registrado el recorrido en mi mente ni en huellas físicas que pudiera dejar a propósito.  Después de unos pocos pasos, unas lucecitas fugaces llamaron mi atención; lo que tomé por cocuyos fueron unas lindas figuritas femeninas que flotaban en el aire, muy pequeñas y casi desnudas; la luz brotaba de sus ojos y también un tenue canto salía de sus boquitas que cambiaban su forma con las notas, igual que cantantes profesionales.  Me quedé pasmado escuchándolas un buen rato y no huyeron como el unicornio; me miraban complacidas, danzaban en el aire alrededor de mí y ocasionalmente alargaban sus manitas para acariciar mis cabellos.

Desperté con hambre cuando unos rayitos del sol mañanero se colaban por entre las ramas.  Mis preciosas acompañantes ya no estaban.  Imaginé haber dormido con ellas en un mismo lecho, pero una punzada en el abdomen me sacó del embeleso: esa hambre acosaba.  No había tiempo de regresar a casa; tuve que buscar frutas y también algunas raíces, que mastiqué con desconfianza, esperando no me intoxicaran.  Ya saciado, me resolví a salir para volver al atardecer, suponiendo por lo ya visto, que eran las horas apropiadas para tener contacto con los fantásticos personajes.

Fascinado pensando en las apariciones de la víspera, seguí de largo por los prados de las estribaciones montañeras y de pronto me llamó la atención que los transeúntes se quedaban mirándome.  Caí entonces en cuenta de que andaba cubierto por la ramazón, que no me había puesto mi ropa, y regresé rápidamente por ella.  No la encontré con facilidad porque había salido por un lugar muy diferente al de mi entrada.  De una vez, hice una buena marca en el punto por donde debería volver a ingresar esa tarde.

La tarde fue muy lluviosa.  No me atreví a aventurarme al bosque y me quedé impaciente, desencantado, corajudo.  Mi desazón no me permitía concentrarme en nada; quise llamar a alguien y lo descarté; intenté dibujar las figuras conocidas la víspera, todavía muy nítidas en mi memoria, pero no soy dibujante; comencé a escribir la experiencia, mas vi que me faltaba hacer más visitas y entablar mejor conocimiento de esos extraños pobladores.  Dormí, pues, sin ganas, sin ánimo, solo pensando en la posible nueva oportunidad el día siguiente.

¡Gran recompensa tuve los tres días que siguieron!  Sol brillante, aire tibio, el arbolado fresco y amigable.  El primer atardecer, después de tomar mis sorbos de agua en el arroyuelo, presencié una danza de animalitos silvestres alrededor de la Madremonte, quien no era, para mi sorpresa, ese ser aterrador que describen los campesinos, huesuda, de largas extremidades y ojos que arrojan llamas, sino una mujer joven, hermosa y elegante, de sensuales formas, vestida de ramajes y flores, todo dispuesto con exquisito gusto, coronada de luces de origen incógnito y que exhalaba perfumes embriagadores.  Me quedé extasiado mucho rato y no busqué más.

En el segundo atardecer encontré el poblado de los Pitufos, construido en un amplio claro del bosque.  Estaban en esas actividades afanosas del final del día, unos guardando sus enseres y herramientas, otros descolgando mercancías exhibidas, los de más allá llevando sus animales a establos; después, fueron desfilando hacia sus casitas, bajo la mirada acechante de Gargamel, quien distraído en sus observaciones no se percató de la trampa que le tendían los siete enanitos de Blancanieves, amigos entrañables de los Pitufos, para hacerlo quedar prisionero toda la noche y evitar que ejecutara lo que estaba planeando de sorpresa en la oscuridad, fuese lo que fuese.

Al tercer día, buscando si Gargamel había salido del foso en que lo precipitaron los enanos, me llevé una sorpresa todavía mayor.  Por algún error, no llegué al claro de los Pitufos, sino a otro, donde se encontraban estacionadas unas navecitas brillantes, suspendidas en el aire, no asentadas, que emitían un leve zumbido.  Me acerqué con cautela y no vi a nadie alrededor; los pasajeros de las naves deberían de estar adentro o dispersos por el bosque.  Me agazapé tras unos arbustos a la espera de los que debían ser extraños tripulantes de las naves y, tras largo rato, el arrullo del zumbido me llevó a los reinos de Morfeo contra mi voluntad.

Me despertó el murmullo aumentado de las naves; las vi ascendiendo en formación, sus ocupantes mirándome por las escotillas, pero no distinguí muy bien los rasgos de los rostros, pues estaban a contraluz y el sol casi me cegaba.  Cuando se perdieron en el infinito, me percaté de que tenía en derredor muchas muestras de vegetación del bosque, extraídas con sus raíces intactas, pero al observarlas detenidamente noté que les faltaban yemas, cuidadosamente separadas, y algunas hojitas de las que podrían ser más tiernas.  Deduje que los extraterrestres estuvieron extrayendo muestras de lo que les pudiera ser más útil para estudiar de regreso en su mundo, igual que cuando astronautas y robots extraen muestras minerales de la Luna, planetas y cometas. 

Después de esto, no quise regresar a la montaña, no fuera a ocurrir que los extraños exploradores regresaran con la misión de llevarse consigo este ser vivo móvil, bípedo y quizá inteligente, para estudiarlo detenidamente.


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