viernes, 29 de junio de 2018

CATALEJO
Relato


Una linda chica iba sola de noche por la calle; aire puro, la luna brillando con esplendor.  Al doblar una esquina,  dos muchachos que fumaban con sendas piernas apoyadas en la pared, empezaron a seguirla a pocos pasos y le lanzaban piropos de mal gusto.   Iba muy angustiada la muchacha, mirando a todas partes con la esperanza de encontrar gente, pero todo estaba solitario.  De repente, uno de ellos alargó la mano hacia su trasero, mas la chica aceleró el paso; el hombre apenas sí alcanzó a rozarla y su compañero se burló a carcajadas.

Surgió, como de la nada, un tercer muchacho que se le acercó por un costado; ella se estremeció.  “No temas, le dijo en voz baja, te voy a proteger”.  Le pasó un brazo por la cintura, con toda suavidad, y la siguió acompañando.  Los otros dos se les acercaron.  El muchacho giró a hacerles frente.   Uno huyó, pero el otro le sostuvo la mirada.  Le dio entonces un empujón y el cobarde salió corriendo.  Ya tranquilos, le quitó la mano de la cintura; “te acompaño hasta tu casa”.  Ella le regaló una amplia sonrisa y lo tomó de una mano mientras caminaban.  Se preguntaron los nombres.  “Yo soy Alejandro”; “yo me llamo Catalina”.   Siguieron hablando de sus estudios, de por qué estaban cada uno tan tarde de noche por la calle… Llegados a casa, lo despidió con mucho agradecimiento, con un fuerte apretón.

Se encaminó Alejandro a su casa fascinado con el angelical encuentro.  Esta chica era de una belleza cautivante; tenía una linda carita, de facciones muy pulidas y piel muy tersa, con una tierna expresión de dulzura; naricita de niña buena, cabello lacio bien peinado, algunos mechones le caían coquetos a la frente; cuerpecito bien proporcionado, bellas piernas, caminado suave y elegante; voz dulce.  “Catalina, ‘la pura’; le dieron el nombre preciso” se dijo el muchacho, que conocía la etimología.

Tres meses después, en una fiesta de amigos, Alejandro se la volvió a topar; allí estaba Catalina bailando con un hombre varios años mayor; al muchacho se le iban los ojos hacia esa pareja, prendado de la belleza de ella e intrigado por el aspecto del tipo que casi ni la llevaba al ritmo de la música por apretarse ansioso contra ella.  En los descansos, notó Alejandro que el hombre no se sentaba con ella, se iba a hablar con amigos; aprovechó para acercársele; cuando intentó recordarle lo de aquella noche lejana, ella ni lo dejó terminar, pues lo reconoció no más abrir su boca; “qué rico verte aquí”.

Empezando a sonar una nueva tanda, el hombre ya venía, Alejandro le dijo “te dejo con tu pareja” y ella le alcanzó a pedir que conversaran de nuevo en el siguiente receso.  En el nuevo encuentro, ella le dijo que estaba desesperada con la incómoda insistencia de Esteban (que así se llamaba); “me invita mucho, me saca de la casa prácticamente a la fuerza y me ha hecho insinuaciones que no me gustan; él parece buscar solo buenos ratos; yo no soy una mujer fácil, pero mi amiga Diana le colabora mucho y yo no sé como quitármelo de encima”.  “Ya veo que te voy a tener que proteger de nuevo; déjalo de mi cuenta”.

Se buscó Alejandro la manera de inmiscuirse en la conversación de Esteban con un grupito y habló de “mi prima Catalina”.  “¡Cómo que es tu prima! ¿Por qué ella no nos había presentado?”  “Bueno… porque yo tengo una misión que a ella no le gusta… yo la vigilo desde que estábamos chicos”. “No es para menos.  ¿Así que eres un sapo?”  “Como un sapo aplastado han quedado todos los que han querido sobrepasarse con ella; a Mario le tumbé dos dientes”.  Esteban se disculpó “para ir al baño” y no se le volvió a ver.

Alejandro tampoco volvió a ver a Catalina, a pesar del favor que le hizo.  Ella se esfumó, igual que se le esfumó Esteban de su vida.  Alejandro se daba sus pasadas por el frente de su casa, por si coincidía con una salida de ella, pero nunca se atrevió a tocarle a la puerta.  Otros tres meses… yendo hacia el sitio de venta de entradas para un concierto, se la encontró; ella lo saludó muy sonriente y le hizo alusión a la desaparición del atorrante.  “Es un cobarde, dijo él; con decirle que era tu primo, salió corriendo”.  “Un poco más se habló, a mí me contaron”.  “Bueno, sí, era necesario, para asustarlo”.  Ella lanzó una carcajada, que cortó diciendo: “¡Ah! Allí está mi novio que me espera en la fila. Nos vemos, y de nuevo ¡muchas gracias!”  

Quedó estupefacto Alejandro; en esas lo alcanzó su amigo Armando.  “Noto que te plantaron”.  “No, yo no la pretendía”.  “¿Y por qué se te encharcan los ojos?  “Debe de ser el sol”.  “Buena disculpa; tan verdadera como que eres su primo”.  Nueva sorpresa para Alejandro.  “¿Y tú qué sabes de eso?”  “Quién no lo sabe en toda Latinoamérica? Es la mejor anécdota que ha circulado últimamente”.  “Bueno, si sabes tanto, cuéntame quien es ese con el que se abraza toda amorosa”.  “Es Emilio; se cuadraron a la semana siguiente de tu proeza, cuando Esteban la dejó en paz”.

Se prometió Alejandro a sí mismo que ahora sí se iba tras Catalina, porque este chasco le hizo ver con toda claridad que estaba enamorado de ella.  No más timidez, no más laissez passer… le iba a hacer frente a su rival, iba a pelear por ella.  Recordó haber descubierto que su amiga Ivonne era íntima suya y empezó a urdir un plan para que le llevara a ella.  Nada más salir del concierto, se fue directo a buscarla en el sitio en que acostumbraban reunirse después de los cines y espectáculos.  La muchacha le dijo que la oportunidad se presentaba de perlas para el sábado siguiente, en un paseo que tenían convenido, al que no podría asistir Emilio, por compromisos de trabajo.  “Yo te invito y me encargo de convencerla de que vaya, sin contarle que tu vas”.

El viernes lo llamó a decirle que Cata iba a acompañar a Emilio a su misión de trabajo y no iría al paseo.  Alejandro entró en depresión, se encerró, no quiso salir con unos amigos esa noche y además no pudo dormir.  A las seis de la mañana lo despertó el teléfono (sí, lo despertó, porque eso de ‘no poder dormir’ es una expresión; cuando una preocupación ‘quita’ el sueño, en realidad se duerme unos ratos dispersos; se despierta a darle vueltas al problema y se vuelve a dormir un poco).  “Cata sí va; me avisó a medianoche que Emilio no la puede llevar, pero no te quise despertar a esa hora”.  “¡Qué noticia me has dado!  Ya me visto y voy”.

A Catalina se le dibujó una inmensa sonrisa cuando fue sorprendida con la presencia de Alejandro en el grupo.  No se le despegó en todo el día, aunque cada rato trataba de disimular, para que las amistades comunes no juzgaran extraño su entusiasmo por alguien diferente a su enamorado.  También a cada rato, la asaltaba el diablillo de la duda al acordarse de Emilio, se sentía ‘infiel’, pero luego se decía “se trata solo de un amigo de un día; además, ¿para qué no me quiso llevar?”.  Entre tanto, Alejandro albergaba ilusiones, pero igual a cada rato lo asaltaban interrogantes: “esta me querrá disfrutar por un día y después volverá con ese regordete…  ¡pero no!  yo la veo muy interesada en mí y seré capaz de hacerla interesar aun más”.

El reclamo de Emilio no se hizo esperar: “me contaron que…”.  Vinieron el “no era nada – sí fue mucho – no creas en chismes – eso no me satisface – no vuelvo a prestarle atención a nadie – ojalá sea verdad – te lo juro, mi amorcito”.  Pero Alejandro ya estaba en plan de insistir; ella le había dado el número de celular y “llámame a cualquier hora del día o de la noche”.  Varias veces tuvo que correr ella a disimular una llamada entrante estando con Emilio.  Mas, por esas casualidades de la vida, Emilio también estuvo abortando llamadas, hasta que ella lo pilló.  Fue inteligente y se quedó en silencio, para urdir un plan: la siguiente vez que él desvió una llamada, ella le pidió el aparato prestado para jugar un juego que ella no tenía y, en una salida de él para el baño, buscó la última llamada entrante, anotó el número y lo que sigue se sabe: hace que una amiga llame y averigüe nombre de la que contesta; con otras amigas reconstruye su perfil; comienza a mentirle a Emilio de que conoció a esa chica y él cambia de colores…

Este, después del susto, reaccionó, se averiguó el teléfono de Alejandro y en el siguiente encuentro le dijo a ella de frente que quería ver en su móvil las últimas llamadas recibidas; ella, muy ingenua le dijo que no tenía nada que ocultar y se lo entregó.  “Estas llamadas son de Alejandro; seguiste con él”.  “Y tu saliste con Clarita el día del paseo; no fuiste a ningún trabajo; mis amigas te vieron”.  Lluvia de acusaciones, de explicaciones incoherentes, desfile de hipótesis, llanto, portazo, soledad…

Cuentan que a la parejita ahora le dicen “Catalejo”, porque es una fusión de Cata con Alejo; que Emilio se fue a vivir a un barrio alejado y que a Esteban no se le volvió a ver. 

Carlos Jaime Noreña
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cjnorena@gmail.com

lunes, 25 de junio de 2018

LEONARDO, MUY RECONOCIDO
Relato

Sic itur ad astra
Virgilio

La tía Beatriz vio en las estrellas que el niño recién nacido sería un gran creador; su otra tía, Ligia, le adivinó dedos de músico y testera de intelectual.  De todos modos, era un bebé muy activo; desde recién nacido fijaba una mirada escrutadora en quienes lo observaban y ellos juraban que les sonreía; después empezó a agitar bracitos y piernitas como muestra de regocijo por la cercanía de los suyos y muy pronto aprendió a recibir con una risa franca las monerías que le hacían padres y abuelos.  “Este muchacho tiene futuro”, decían los viejitos.

Llegaba de la escuela primaria, volaba con sus tareas y se ponía a escribir cuentos, que se inspiraban en los de hadas, de aventuras que le leían desde muy pequeño: …Un jovencito que salía al bosque, armado de una cauchera (honda) a buscar a la niña de capita roja para advertirle del lobo, asegurándole que él estaría atento a derribarlo con su arma si se le acercaba…  …Un ave inmensa que transportaba a un marinero que iba en busca de un amor lejano, con la mala suerte de encontrarla encadenada por un ogro, pero con su valentía la liberaba…  Animado, los mostraba a su madre. “Deja de escribir esas bobadas; ponte a estudiar aritmética para mejorar tus notas.  Después buscas un pasatiempo más interesante”.

Su musa le recomendó no hacer caso de la imprudente mamá y le sugirió seguir escribiendo a escondidas; le hizo caso, pero también buscó otra afición, el deporte.  Hacía progresos en tenis de mesa, les ganaba a todos sus compañeros de estudio, ganaba torneos de barrio, lo llamaron a integrar un equipo municipal… En contravía, su hermana María Inés le dijo que ese deporte era de niñas y que dejara de ser iluso, que nunca iba a ser un campeón; debía dedicarse más bien al estudio para obtener buenos premios en el acto de clausura escolar;  él era un brillante estudiante y debía mantener alto el listón; más adelante podría buscar una actividad más gratificante.

En el bachillerato, siguió con el ping pong, mas, haciendo caso a su hermana, buscó otra actividad: se dedicó a aprender guitarra con un compañero y fue tal su progreso que resolvió pedir una de regalo a su papá, quien se la dio a regañadientes; “ya tiene una disculpa para no estudiar – pero si le va mal, se las verá conmigo”.  Practicaba la música cuando el padre no estaba; su complaciente musa intervino de nuevo y lo animó a hacer composiciones.  Aunque hacía unas muy inspiradas, se las guardaba, pues ya todos lo tenían acostumbrado a creer que sus habilidades no valían.  Cuando el papá lo sorprendía practicando, le decía que no se volviera un vago guitarrero, que explorara algo más productivo, que la dura vida exigía mucho estudio y mucha dedicación al trabajo.

Al poco tiempo de casarse, para hacer caso a las insistencias de su esposa de adoptar alguna afición intelectual para emplear su tiempo libre (como si tuviera mucho…), se decidió a estudiar pintura, actividad que le venía llamando la atención.  No lo abandonó la fiel musa, tuvo sorprendentes progresos, comenzó a producir obras de misterioso colorido, sorprendente expresividad, mágico encanto.  Su maestro le recomendaba exponerlas, pero su conyuge le decía que no se atreviera a mostrar en público “esos mamarrachos”; que tenía que buscar algo para lo que fuera “realmente bueno”.  No echó en saco roto la recomendación; en secreto disfrutó maravillosamente de la intimidad con una amiga que lo buscaba por algo para lo que lo consideraba muy bueno…

Su amigo Giovanni le pidió prestada la guitarra un fin de semana; en un bolsillo interno del estuche se fueron unas composiciones que ya no recordaba tener allí guardadas; el colega le retornó el instrumento el lunes, muy cumplidamente.  Un mes después, asistió Leonardo a una presentación del grupo de su amigo y de improviso escuchó unos acordes muy familiares; comenzó a dar vueltas en la cabeza a sus compositores predilectos, sin identificar al posible dueño de la música, hasta que reconoció que se trataba de sus lejanas creaciones, lo que le produjo amargura y resquemor.  A la salida misma del concierto, se fue directo tras Giovanni y le reclamó muy disgustado.  “Te íbamos a dar el crédito, pero Frank, el presentador, lo olvidó”.  “Pues yo no voy a olvidar entablarles una demanda”.  “No tienes manera de demostrar tu autoría”.  “Con esa frase me demuestras tu mala fe”.  Esa misma semana lo buscaron para proponerle una conciliación y pedirle nuevas obras; así comenzó a figurar como compositor y a devengar los ínfimos pagos que se derivan de los derechos de autor. 

En alguna ocasión, un cuñado que les ayudaba en una mudanza, rompió con torpeza un sobre lleno de papeles viejos; se desparramaron los cuentos que Leonardo conservó clandestinos por muchos años; el imprudente cuñado los leyó y se quedó asombrado, le propuso que los publicara, pero el hombre se negó con mil argumentos.  “Este tan creído; no le voy a rogar”.  Un tiempo después, fue lanzada una nueva versión de un prestigioso concurso de cuento; el cuñado buscó a Leonardo y le insistió tanto durante semanas, con tal variedad de razones, que lo dejó sin disculpas y se animó a presentarse en la modalidad de cuento corto, no con los escritos infantiles, sino con uno de nueva inspiración; resultado: ganador absoluto.

Su antiguo maestro de pintura se enteró de sus éxitos literarios y musicales y lo buscó para empujarlo a exponer.  “Esos cuadros están todos empolvados en un sótano”. “De allá los sacamos  y te ayudo a restaurar lo deteriorado”.  “Estoy muy endeudado, no puedo invertirle a eso”.  “No es mucho; yo te consigo dinero prestado con un amigo”…  La recuperación fue laboriosa, no solo era de cepillar; unos rostros ajados por el exceso de humedad tuvieron que ser cuidadosamente ‘maquillados’; unas flores marchitas por efecto de la luz fueron mágicamente revividas; los abstractos ya eran casi concretos, por la capa de tierra.  Finalmente, la exposición fue visitada por miles, obtuvo elogios de la crítica especializada y Leonardo vendió muchas obras.  Se hizo, pues, a fama como hombre polifacético, lo invitaban a dar conferencias, a exponer sus obras en varias ciudades, hasta a apadrinar niños, como se dice jocosamente.

En la conmemoración de una efeméride importante de su ciudad, se le hizo un homenaje y se le otorgó la máxima condecoración de la región.  Emocionado, expresó en su discurso los agradecimientos a sus ‘ilusos’ descubridores y ‘desinteresados’ promotores, a sus ‘pacientes’ lectores y ‘tolerantes’ espectadores y a los ‘generosos’ organizadores del ‘inmerecido’ homenaje.  “…Y no puedo terminar esta oración sin resaltar el valor de la búsqueda permanente, fiel aliada del esfuerzo.  No hubiera llegado a donde estoy si no hubiera explorado siempre algo diferente.  Por eso, debo hacer mención de aquellos que siempre me empujaron a buscar más, siempre me acosaron, nunca estuvieron satisfechos: mis padres, ya fallecidos, mi hermana, ahora tan lejana, y Amparo, quien fuera mi esposa”.


Carlos Jaime Noreña
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jueves, 21 de junio de 2018

HÉCTOR LECTOR

Relato


Las palabras de los libros han construido mi vida, eliminarlas sería desaparecer.
Diego Aristizábal. 

“Etícor, vení a comer que se te enfrió” le decía la mamá cuando el muchacho, por estar pegado de un libro, no hacía caso del llamado a comer; estaba tratando de terminar un capítulo antes de bajar al comedor, pero la insistencia de la madre lo obligaba a dejar una señal para correr a tragarse el alimento lo más rápido posible y no desconectarse de ese mundo virtual que estaba viviendo.  Sí, virtual, porque la hoy llamada “virtualidad” no nació ayer con el registro y transmisión de imágenes y sonidos por medios electrónicos; nació hace muchos siglos, cuando la humanidad comenzó a representar la realidad en pinturas y en escritos.  Más especialmente estos últimos, porque cuando recorremos las líneas de una novela, un libro de historia, el recuento de un partido de fútbol, nos hacemos una representación mental y la vivimos como una realidad en ese momento.

De niño, Héctor seguía, en las imágenes de los cuentos infantiles, todas las peripecias de los coloridos personajes que los mayores le leían.  Esa fue la primera vez que aprendió a leer: leía los hechos del cuento en las expresiones faciales de los personajes, en el estado pictórico de la naturaleza y de los objetos.  Su imaginación fue potenciada de tal manera que podría seguir viviendo si le quitaran los alimentos, pero no viviría sin los cuentos.  Y podemos decir que desaprendió la lectura en los bancos escolares, cuando le enseñaron a juntar letras y lo pusieron a decodificar, obligado, incomprensibles retahilas.

Aprendió a leer por segunda vez a los 12 años, cuando lo capturó un libro de Julio Verne prestado, que empezó a revisar con pereza una tarde que no tenía nada más qué hacer.  En esta obra volvió a percibir las expresiones de los personajes, no solo las faciales, sino las anímicas; volvió a ver pintada la naturaleza, pero en las detalladas descripciones y cautivantes narraciones del autor francés.  Pasó a La Isla del Tesoro, los Viajes de Gulliver…  También devoró Corazón, de Edmundo de Amicis, de otro estilo muy diferente.  A partir de entonces, quedó atrapado por el hechizante silencio de los libros.

Volvió a las obras fascinantes de Verne que lo paseaban por la geografía mundial; lo entretenían con aventuras realistas vividas por personajes comunes, sin héroes fantásticos ni hechos sobrenaturales, y lo acercaban a los principios de la ciencia con, esos sí, asombrosos artefactos que salían de la potente imaginación del genio.  Obras tan diferentes entre sí como La Isla Misteriosa, 20.000 Leguas de Viaje Submarino, Los Náufragos del Johnatan, De la Tierra a la Luna, los Hijos del Capitán Grant, Viaje al Centro de la Tierra, Miguel Strogoff, La Jangada…

Cuando le regalaron La Vorágine, esta significó la oportunidad para pasar de las aventuras y la ficción científica, de los relatos idílicos y románticos, a las pasiones humanas.  Y esta obra fue un buen puente, pues lo trajo de las aventuras en tierras extrañas, con personajes idealizados, a los acontecimientos en nuestra propia geografía con personajes realistas, y lo trasladó de los mundos románticos al crudo romance del amor.  Aprendió, entonces, que podemos encontrar la mejor Historia en la Literatura, porque esta nos la trae desde los ojos y oídos, desde la pluma, de esas personas sensibles e interpretativas que se adueñaron de unos hechos, de unos personajes, y los reelaboraron para nosotros.

Pasados unos años, las visitas a librerías y también el cine le fueron abriendo su abanico de preferencias literarias; leyó La Montaña Mágica, Cumbres Borrascosas, El Retrato de Dorian Gray…  También se interesó por los cuentos; leyó a Poe, a Onetti, a Chéjov, a Cortázar, a Kafka, a Hemingway, a Andersen, a Asimov, a Borges, a Wilde… Con estas lecturas, se obsesionó por algunos de estos autores y se le abrió la puerta hacia Rayuela, La Metamorfosis, Por Quién Doblan las Campanas, Cien Años de Soledad, El Amor en los Tiempos del Cólera…. Empezó a pregonar, con Alberto Ruy Sánchez, que sin el amor de un lector, de uno por lo menos, los libros prácticamente no existen. 

Por cierto, el muchacho salía muy poco; la lectura le robaba tiempo a la calle; sus amigos lo tenían que arrastrar a un paseo callejero, a tomar una cerveza, a jugar billar.  Se incrementó el encierro cuando su primer intento de conquista amorosa resultó en un fracaso; la chica, después de haberle aceptado varias salidas juntos, de regalarle una foto, de invitarlo a un baile, sorpresivamente le salió, el día de la declaración amorosa, con que estaba interesada en otro muchacho que la estaba cortejando.  Él se quedó dudando de si fue su propia culpa porque el día anterior la había, prácticamente, obligado a quedarse leyendo con él toda la tarde un largo trozo de En Busca del Tiempo Perdido, precisamente en donde Proust se queda describiendo una visita a su amigo Robert de Saint-Loup en el cuartel, los detalles de la vida militar, las conversaciones con algunos de sus compañeros, los ejercicios marciales… algo realmente aburridor para una chica que solo miraba telenovelas.  Se remordía de haberlo hecho; “me le presenté como todo un latoso”, se decía y le asomaban lágrimas a los ojos.

En cierta ocasión, se les ocurrió a las entidades que manejaban la educación y cultura en la ciudad crear el reconocimiento de “El Lector Vector”.  Consistía en distinguir a la persona que más hiciera por difundir el hábito de la lectura.  Abrieron las postulaciones, que podrían ser hechas por bibliotecas y entidades culturales y educativas y deberían estar respaldadas en documentos y testimonios fehacientes que mostraran que la persona sí actuaba como todo un vector que llevaba el constructivo hábito de la lectura a personas y comunidades.  A nadie extrañó que Héctor se ganara el galardón, pues, además de ser conocido por su obsesiva afición a las letras, había estado también desplegando actividades de promoción de bibliotecas en muy diversos sitios y consecución de fondos de apoyo para las mismas, entre otras cosas.  Sus amigos lo bautizaron “Héctor-léctor-véctor”.

Seguía solterón Héctor porque su trabajo principal y su afición a la lectura no le daban tiempo para enamorar en serio, pero un día encontró en una estación del metro a una antigua conocida que lo recibió con una amplia sonrisa; conversaron animadamente en el tren y, entre otras cosas, cada uno de los dos se enteró de que el otro estaba muy “solterito y sin compromiso”.  Ella se bajó una estación antes y él quedó embelesado con la deliciosa conversación de esa mujer, su bella espiritualidad y su atractiva figura, que nada se había deteriorado en esos años.  Poco después la encontró de nuevo, para grata sorpresa; le preguntó si tomaba el tren con frecuencia en esa estación.  “Todos los días, desde que me pasé a vivir hace un mes a este barrio; me queda de perlas para ir a la universidad donde trabajo”.  Conversaron de nuevo animadamente en el trayecto y de allí en adelante se las arreglaba Héctor para encontrarla “por casualidad”, hasta que se decidió a invitarla a tomar café.

Tras el café vinieron más encuentros para ir a cine, al teatro, y terminaron enamorados.  Ya pasaban el fin de semana juntos y, para ampliar las opciones de disfrute del tiempo, ella le propuso la lectura de buenas obras, invitación que fue acogida con entusiasmo y le fue grato a Héctor descubrir en ella a una juiciosa y profunda lectora.  Además de las obras que recorrían juntos, comentaban sobre las lecturas individuales de cada uno y descubrieron que tenían gustos diferentes, pero se interesaba cada uno por lo que el otro estaba leyendo.  Él gustaba más de los autores ya considerados clásicos, especialmente del siglo 19 y principios del 20, mientras ella buscaba a los nuevos escritores de la época.  Él prefería obras que se detuvieran en las relaciones entre personas y ahondaran en las emociones y las pasiones, a más de describir minuciosa y poéticamente los lugares, mientras ella se inclinaba por aquellas que narraban acontecimientos, hacían historias de vida y manejaban intrigas.  Ambos coincidían en algo: estar leyendo varias obras al tiempo; ya no estaban en sus años de adolescencia, cuando uno se puede sentar a leer un libro de principio a fin en unas horas, incluso sin dormir; más bien, les proporcionaba descanso el cerrar un libro y retomar otro de tema muy diferente; y no les perdían el hilo.

 Cualquier día, en tertulia con la directora de una importante biblioteca de la ciudad, con la que había establecido buenos nexos, le presentó la idea de convocar una “maratón de lectura”, como estrategia para hacer mayor promoción de esta significativa actividad humana; obtuvo su apoyo y la fijaron para seis meses después.  Consiguieron una respuesta muy alentadora: cinco mil inscritos y quince patrocinadores con jugosos aportes.  No cabían en sí de la dicha.  La naturaleza de la competencia privilegiaba la lectura responsable: no se estimulaba de ningún modo la velocidad, sino la calidad; el participante debía leer una cierta cantidad de páginas dentro de un rango de tiempo fijado, dejando unos mínimos rastros de lo leído, cada cierto tiempo, y entregando al final un resumen muy corto, una apreciación personal en estilo libre y respuestas a un breve cuestionario; el ganador no sería quien terminara todo esto antes que todos los demás, sino con los mejores resultados, bajo la evaluación de un jurado.  Además de la satisfacción personal e institucional por el éxito del evento, recibieron un premio nacional y reconocimientos internacionales.

Lo decepcionante fue que, en este país de envidiosos, se dejaron venir una serie de críticas mordaces a través de todos los medios y hasta morbosas acusaciones de peculado, con la deplorable consecuencia de que Héctor y el equipo no lograron conseguir suficientes apoyos, ni institucionales ni empresariales, para lanzar una nueva maratón al año siguiente.  Se conformó, pues, Héctor con seguir practicando sus actividades de lectura personales y las compartidas con su novia, publicando en su blog sus análisis de aspectos diversos de las obras leídas y participando en algún par de tertulias que le pidieron tener el honor de su compañía.  Y, lo más importante de todo, se sentía pleno de contar con esa compañera de vida que había encontrado “en el camino” y que no solo compartía con él lo rutinario, las amistades, lo familiar, lo afectivo, lo sentimental, lo pasional, sino que también le daba pleno apoyo a sus aficiones intelectuales.

Carlos Jaime Noreña
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martes, 12 de junio de 2018



EL HOMBRE AFORTUNADO

Relato

Elaborado para participar en la actividad de junio de 2018 del grupo de escritura "Literautas".

Llevaba un hacha en la mano; la pequeña réplica del “hacha de los colonizadores”, simbólico reconocimiento que le acababan de entregar en un acto solemne, como personaje destacado de la región; bañada en oro y engastada en una base de ébano.  En la región, y especialmente en su capital, se sentían orgullosos de la gesta colonizadora del siglo XIX a través de los territorios del sur, se creían una raza superdotada y veían en el hacha descuajadora de bosques la pujanza y el progreso.  El hombre estaba radiante, sonreía para las fotografías mientras esperaba la oportunidad de fugarse al baño después de una espera angustiosa en una ceremonia tan prolongada, con tantos discursos vanos y prosopopéyicos.

Le habían anunciado un mes antes su afortunada selección entre múltiples candidatos; habían competido con él un obispo gordiflón, un condecorado general de la república, una matrona de esas que parecía que solo les faltaba acomodarse en un altar; un educador lleno de canas, arrugas y recuerdos de muchachitos y muchachitas que le habían gustado mucho; un melifluo poeta a quien tenían por un nuevo Darío y muchos otros extravagantes “personajes” de esta variopinta sociedad.

Su candidatura a tan eximio reconocimiento había sido propuesta por la junta directiva de la sociedad regional de empresarios, de la que él había sido presidente en el período anterior y donde prácticamente todos los miembros eran elegidos por guiños suyos.  A todos ellos, él les había sugerido, uno a uno, entre tragos de fiestas y cocteles, o tras concederles significativos favores, que pusieran su nombre en consideración “entre otros”, pero, muy reconocidos con el excelso personaje, habían tenido acuerdo unánime en el de don Jenaro Chavarriaga Chavarriaga.

Su esposa lo abrazó emocionada al bajar del escenario y sus dos amantes le hacían guiños desde asientos situados un poco más atrás, distantes, pues no se conocían entre sí porque el hombre siempre había tenido fortuna al intentar mantenerlas muy en secreto, de modo que “ninguna de las tres sabía” de las otras.  (La esposa sí estaba enterada por los chismes de sus comadres, pero sin los nombres ni mayores señas de esas dos mujeres de rechupete y decía aceptar resignadamente las escapadas, para “mantener la unidad familiar”).  Saliendo del evento, un hombre cuarentón se le aproximó; Jenaro se llevó instintivamente la mano a la región renal, donde mantenía enfundado su revólver (“llevo el hierro entre las manos, porque en el cuello me pesa”), pero sus guardaespaldas lo bloquearon con sus cuerpos y lo alejaron rápidamente; se trataba de Eutimio, hijo no reconocido, que lo mantenía asediado.

Don Jenaro, hombre afortunado, poseía mayoría de acciones en veintitrés de las empresas más prósperas de la ciudad y en otras cinco de la capital de la república; además, era dueño único de otra docena de pequeñas empresas que proveían de materias primas y otros suministros a las ya mencionadas; se daba el gusto de pasar cada fin de semana en una diferente hacienda de las de su propiedad; en una, montando sus finos caballos de paso; en otra, revisando sus soberbios toros sementales; en otra, recorriendo los extensos cultivos de café; en otras, los de caña de azúcar, los de cacao, los de aceite de palma, etc.  Lo único que lo atormentaba era ese hijo que él negaba y que tanto lo buscaba; “ni lo reconozco ni lo pongo en mi testamento; no va a oler mi herencia”.

Había escogido nacer en el hogar de don Filiberto Chavarriaga Restrepo, prohombre de la región, digno representante de la raza, casado con su prima doña María de los Milagros Chavarriaga del Valle, dechado de virtudes, defensora de la fe, pródiga matrona que arrojaba migajas a los pobres del pueblo, que la buscaban todos los viernes después del chocolate que ofrecía en su mansión a las distinguidas damas de la sociedad local.  De niño, doña Milagros no lo dejaba desprender de su falda, “no sea que me lo perviertan estos muchachos del pueblo”, y lo mandaba al colegio con la niñera, quien también lo volvía a recoger.  El papá lo llevaba a la finca, le enseñaba a montar a caballo y siempre le repetía “todo esto lo tienes que conocer muy bien y aprender a manejarlo, porque un día será tuyo”.

Para fortuna del muchacho, su padre murió joven y poco después su madre; obtuvo jugosas herencias de un lado y del otro y se quedó solo con ellas.  En verdad, no tan solo, porque tenía a Jacinta, una amante secreta y, ya amo y señor, se la llevó a vivir con él, no en la casa familiar, para no profanarla, sino en un palacete que se hizo construir en uno de los barrios residenciales de clase alta que comenzaban a crecer en la pujante ciudad.  Para no alargar, contaremos que al poco tiempo, cuando ella quedó imprudentemente embarazada (de quien se llamaría Eutimio), la repudió, la expulsó de casa y corrió a buscar una damisela de sociedad para casarse y volver a vivir en la casa paterna.

A punta de golpes de fortuna, hizo crecer la heredad.  La primera ocasión fue una creciente del río que atravesaba la finca; a Jenaro le tocó rehacer una cerca, nada más; los vecinos, en cambio, sufrieron la destrucción de casas, la pérdida de animales y de cultivos; no eran gente adinerada y Jenaro fácilmente les compró, por hacerles el favor, decía, a los damnificados, a las viudas, por precios irrisorios y así duplicó el tamaño de su propiedad.  Después le compró a uno de ellos su pequeña industria en el pueblo cercano, por palos de tabaco, porque lo acosaba la deuda que adquirió para el cultivo cuya cosecha nunca pudo recoger.  La industria era del mismo ramo de una que había heredado de su padre y con esto se animó a comprar otras de la misma línea, en pos de un monopolio.

No nos detengamos en la cadena de afortunadas adquisiciones, siempre aprovechándose de circunstancias más o menos insalvables, que lo llevaron en pocos años a ser tan rico y poderoso.  Parejo con ella estuvo también la cadena de accesos a círculos sociales, nada difícil, por su alcurnia y su dinero, el que además, hacía parecer mucho más abundante y le abría todas las puertas.  Y ni qué decir de la cadena de afortunadas conquistas amorosas, pues las mujeres se le rendían, más por su dinero que por su aspecto físico, sin que desmereciera por este último, que era la envidia de muchos amigos.

El día se llegó en que ni su suerte con las mujeres, ni su magnetismo personal, ni su habilidad para los negocios, ni siquiera su herradura de la buena suerte, lo libraron de la adversidad de un secuestro.  Fue noticia nacional, se movilizaron el ejército, la policía y los organismos secretos, pero pasaron muchos días, semanas, meses sin novedad alguna.  Por fin, un oscuro día muy lluvioso, en medio de rayos y truenos, llegaron los organismos de seguridad a la covacha donde se encontraba amarrado nuestro personaje y se desencadenó un tiroteo en el que fueron dados de baja todos los malhechores; pero también cayó don Jenaro…

Sobra describir los homenajes póstumos, el fastuoso cortejo, el acompañamiento a su viuda.  No sobra contar que bautizaron con el nombre de Jenaro Chavarriaga Chavarriaga una clínica a la que había dado algunos aportes (muy rogados y bien calculados para exenciones tributarias), también un intercambio vial que se inauguró por esos días en la ciudad, varias escuelas y colegios del departamento y muchos muchachitos pobres que nacieron en los meses siguientes; estos últimos sin la suerte de llevar los dos pomposos apellidos.

La investigación del delito no demoró mucho en arrojar resultados; Eutimio fue acusado como autor intelectual, se le condenó a muchos años de prisión y, además, se le desheredó por haber propiciado la comisión de delitos contra su propio padre.  ¡Afortunado aún después de su muerte don Jenaro!  No quería que su hijo lo heredara y la justicia se encargó de hacer cumplir su deseo.

Carlos Jaime Noreña

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