lunes, 14 de diciembre de 2020

DIFERENCIA Y CAMBIO

Relato

Presentado a Café Literautas en diciembre 2020

La casa de los primos estaba en revuelo.  Un árbol se erguía en un rincón de la sala y todos iban y venían con los más diversos objetos, unos que terminaban colgados de las ramas, otros que eran llevados a hacerles algún retoque o a guardarlos de nuevo en una caja.  Plinio entró con dificultad, tropezando ahora con Cecilia, después con Aurelio… Lanzó una mirada despreciativa al intruso vegetal de plástico y se encogió de hombros.

Lucía le sirvió del café que estaba distribuyendo para todos y él se sentó muy serio a tomárselo.  Les regalaba sonrisas burlonas a sus parientes y a los amigos que les colaboraban y opinaba, sin haber sido consultado, sobre esa costumbre ridícula que estaba mandada a recoger.  Unas bolas de colores que acomodaba Bernardo en lo más alto cayeron con estruendo y se fragmentaron en miles de pedazos.

–Yo me encargo, no se distraigan; ya voy atrás por una escoba y un recogedor, antes de que se lastime alguno de los que están sin zapatos.

–Estabas muy indiferente, qué te hizo animar? –le requirió alguno.

–Solo quise ayudarles; eso no me cuesta nada.

–Y el árbol, ¿tampoco te significa nada? –Quiso averiguar Cecilia.

–Es un embeleco religioso.

–Faltaría ver a cuál religión te refieres. –Planteó Lucía– Los seguidores de la reforma adoptaron el árbol como respuesta al Belén o Pesebre de Francisco de Asís.

–Pero, a sabiendas o no, lo tomaron de la costumbre nórdica de veneración al árbol en sus antiguas religiones –agregó otro de los presentes.

–Hoy, podemos tomarlo como el símbolo occidental de las fiestas de cambio de año –afirmó Aurelio.

–Que, por cierto, se celebran en todos los pueblos, con significado religioso o profano –remató Bernardo.

–Todavía no me convencen.

Plinio siguió ayudando, se llegó la noche y los primos lo invitaron a una fiestecita del vecindario.  Allí, hubo distribución de natilla y buñuelos, hojuelas y miel (“Y dele con la navidad”, decía Plinio, pero tragaba con mucha gana.  “Esos manjares son un reencuentro con lo vernáculo, nada más” le replicaban los otros).  Le quitó a Aurelio una chica muy agradable con la que bailaba, de jean ajustado y atractiva camiseta azul celeste, y se le dedicó toda la noche.  

Quedaron en volver a verse, pero un día después lo llamó su primo a reclamarle por “adueñarse” de la niña que más le gustaba.  Él le propuso invitarla entre ambos a recorrer los alumbrados navideños esa noche “y ahí veremos cuál de nosotros dos le gusta más”.

–Oye, Grinch, ¿no te parecen ridículas todas esas luces?

–Me parecen muy alegres.

–Claro, porque va a estar ella.

–¿Me aceptas, o no, la propuesta?

–Ya es cuestión de honor. ¡Acepto!

Salieron a su vueltón, en medio de una noche tibia y esplendorosa; disfrutaron de las luces, el ambiente y la mutua compañía.  Resultado final, Plinio fue ampliamente preferido y siguió saliendo con ella.

Los primos le decían…

–La odiosa Navidad te trajo el amor.

–Navidad o no, la pasé muy bien con ustedes y excelente con Liliana, en quien encontré un amor diáfano.


viernes, 20 de noviembre de 2020

EL HOMBRE QUE NO CALCULABA

Relato

Presentado a Café Literautas en noviembre 2020


Es vana sobremanera

Toda humana previsión

Pues en más de una ocasión

Sale lo que no se espera

Marroquín, La Perrilla


Cuando le preguntaron a Gildardo su edad dijo tener treinta años y se le rieron en la cara.  “Tengo treinta por vivir; los sesenta vividos ya no los tengo”, alegó, evocando a Miguel Ángel.

Le tenía sin cuidado el paso del tiempo; decía que lo miden en segundos para vender relojes, pero que el tiempo no tiene pedacitos.  Tampoco creía en calendarios; lo único distinguible, para él, serían el día y la noche, y lo único que lo angustiaba era poder dar fin a determinada tarea antes de anochecer o dormir bien antes de amanecer.

–Y ¿cuánta plata tienes, Gildardo?

–La que no debo.

–Entonces, ¿cuánta debes?

–Eso no me inquieta.  La cuenta la deben llevar mis acreedores.

Cuando le narraron el pasaje de Malba Tahan en el que un hombre retado a decir cuántos pájaros había en un patio grande contó patas y dividió por dos, dijo Gildardo:

–Nada práctico.  Yo puedo saber cuántas vacas hay en una manada, con los ojos cerrados, contando mugidos; todas mugen diferente.

–Y ¿cómo contarías abejas, Gildardo?

–¿A quién le va a importar?  Lo que vale es la miel.

Se desempeñaba como “componedor de entuertos”, actividad en la que arreglaba desde líos entre vecinos hasta deterioros en edificaciones; cuando le pedían presupuesto decía “después arreglamos” y cuando terminaba el trabajo pedía una gallina, un marranito o un bulto de cuido, según proporción.  Con esos réditos iba surtiendo su finquita.

Un día, lo metieron al directorio político del pueblo; sin darse cuenta, llegó a ser alcalde y sus “alcaldadas” se volvieron famosas.  El día que murió don Jacinto, llegaron sus deudos a decirle que no tenían con qué pagarle al juez la sucesión.

–¡Qué cuentos de juez!  Yo les reparto esa herencia ya.  Miren lo fácil; vamos a dividir sabiamente como en el cuento de los camellos.  No contemos la gallina y repartamos lo que queda por terceras partes, así: una es la casa, para doña Berenice; otra, el carro para Santiago, que lo puede poner a producir, y la tercera restante es la vaca para el menor, que puede vender leche y también sacarle crías.

–¿Y la gallina?

–Bertica no se puede quedar sin herencia; pero yo se la administro y comeré huevo todos los días, en pago por mis servicios.  –Bertica era una hija natural de don Jacinto.

Hasta que lo enredaron con una denuncia por malversación de fondos públicos: unas erogaciones no soportadas en el presupuesto ni autorizadas por el concejo, con una periodicidad sospechosamente mensual.  Con el ampuloso agente de la contraloría se dio el siguiente diálogo.

–Primera erogación, a favor de la Madre Asunción, que regenta una escuelita privada.

–Sí, una institución donde ella acoge a niños pobres que no alcanzan cupo en la escuela.

–La segunda, a nombre de una señora Céfora Candamil; ¿una mantenida suya?

–¡No, señor!  Ella reparte almuerzos en su casa a campesinos pobres que llegan al pueblo sin con que pagarse una sopa.

–La siguiente, a don Ramiro Bedoya, director del equipo de fútbol.

–El equipo municipal; lo creó y dirige don Ramiro, que lo ha llevado a conseguir muchos triunfos en torneos intermunicipales y nunca Indeportes ni el concejo le han querido dar apoyo.

–¡Qué despiste!  ¡No sigamos para que no me salga con más babosadas!  ¿Usted no sabe que toda erogación de las arcas públicas tiene que estar debidamente soportada?

–Todas están soportadas en mi trabajo, doctor Amézquita.

–Ahora, ¿qué cuento es ese?

–Cada gasto de esos se ha pagado con mi salario. ¿No ve que todos tienen el mismo valor?

–¡¿Cuál salario?!  A mí no me emboba.  En la contabilidad municipal figuran los pagos de nómina a su favor y los otros pagos como partidas completamente diferentes.

–Claro que son diferentes, porque el Tesorero me dijo que, legalmente, yo no podía dejar de recibir mi cheque.  Entonces yo me los guardaba y le ordenaba hacer aquellos aportes por igual valor.

–Y ¿se puede saber dónde los tiene dizque guardados?

–Haga llamar, por favor, a don Marcos.

Don Marcos, el marquetero, dio testimonio de que le puso, en collage, todos los cheques, bien protegidos con vidrio antirreflectivo, y Gildardo mandó a traer de casa el bonito cuadro donde se encontraban todos los documentos intactos, que nunca fueron llevados a la ventanilla bancaria para su cobro.

Ya demostrado que no hubo robo, alcalde y tesorero fueron sancionados por errores contables, porque el delegado de la contraloría no podía llegar a la capital sin reportarle algún hallazgo al majestuoso Contralor General de la República.


sábado, 14 de noviembre de 2020

ANOTACIONES DE “EL TREN LLEGÓ PUNTUAL" (DER ZUG WAR PÜNKTLICH)

El alemán Heinrich Böll obtuvo el premio Nobel de literatura en 1972.  Su primera novela fue “El tren llegó puntual”, escrita en 1949, que nos pinta los horrores de la guerra a través de las tribulaciones del soldado nazi Andreas, que viaja con la tropa en un tren hacia un remoto destino en Galitsia.  


Hoy presento apartes que me han llamado la atención por su sentido reflexivo, filosófico.  próximamente, me referiré a otros aspectos de la obra.


Mein Leben ist nur noch eine bestimmte Kilometerzahl, eine Eisenbahnstrecke.

Mi vida no es más que cierto kilometraje, una línea férrea.

 

Haus an Haus, Haus an Haus, und überall wohnen Menschen, die leiden, die lachen, Menschen, die essen und trinken und neue Menschen zeugen, Menschen, die morgen vielleicht tot sind;

Casa junto a casa, casa junto a casa; por todas partes viven gentes que sufren, que ríen; gentes que comen y beben y producen más gente; gentes que quizás estén muertas mañana.

 

so tief sitzen die Wurzeln der Gewohnheit 

Así de hondas son las raíces de la costumbre.


Welch ein mühsames, schreckliches Geschäft, die Zeit totzuschlagen, immer wieder diesen Sekundenzeiger,

Qué acucioso y horrible oficio el de matar el tiempo, de este segundero.


…ich habe keine Angst, nur eine namenlose Neugierde und Unruhe.

No tengo miedo, solo una indefinible curiosidad e intranquilidad.


Ich bin wahnsinnig leichtsinnig gewesen…

He sido locamente frívolo.


Die Freude wäscht vieles ab, so wie das Leid vieles abwäscht.

La dicha limpia muchas cosas, igual que el sufrimiento muchas cosas limpia.


Jeder Tod ist ein Mord, jeder Tod im Kriege ist ein Mord, für den irgendeiner verantwortlich ist.

Toda muerte es un asesinato, toda muerte en la guerra es un asesinato, del que alguno será responsable.


…»das ist furchtbar, daß alles so sinnlos ist. Überall werden nur Unschuldige ermordet. Überall. Auch von uns.

Es aterrador que todo sea tan absurdo.  Solo inocentes son asesinados por todas partes.  También por nosotros.



Traducción libre, con base en mi percepción de la obra.

Se aceptan correcciones y sugerencias.


viernes, 30 de octubre de 2020

LOS UNIÓ LA SEPARACIÓN

Relato

Terminada la cuarentena, llega un dulce par de novios a la notaría en solicitud de matrimonio.  Cuando el notario les pregunta si están decididos y tienen bien claro lo que van a hacer, se les vienen a la mente todos los recuerdos de aquel período que dividió en dos la historia del país y del mundo.

René, profesional joven, soltero, encerrado en teletrabajo, veía muy dura su soledad y se asomaba con frecuencia a la ventana a respirar una engañosa libertad.  Por buscar gente, vehículos, incidentes, no miraba hacia las nubes, que se entretenían formado figuras variadas en medio del azul; no veía ni oía los pájaros de muchos colores y tonalidades que reconquistaban el entorno. Solo no estaba; vivía con su madre, su padre y su hermana, pero eso se le hacía igual a estar solo; allá él.

Liliana, universitaria, tenía que atender las teleclases y se aburría en los ratos que  se quedaba sola; ella sí, sola, porque vino de otra ciudad a vivir en un minúsculo apartamento alquilado, con apenas una ventanita para también tratar de asomar a una libertad ajena.  Su familia quedó lejos y no se comunicaban, a pesar de todas las facilidades tecnológicas.

El día permitido, salió René, con su tapabocas y ropa informal, a comprar sus provisiones en el mercadito cercano; brillaba el sol y el muchacho quería recibirlo todo en su cuerpo, para destruir los posibles enemigos invisibles adheridos; iba animado silbando una canción, se identificó a la entrada del negocio, tomó la canastilla y comenzó a llenarla de provisiones fáciles de preparar; prácticamente “destape y sirva”.

Como todo un ejemplar masculino, él va mirando su lista y la estantería y está abstraído del resto del universo.  Como buen ejemplar femenino, Liliana, que lleva un tapabocas de diseño, con figuritas muy graciosas, atiende varias cosas a la vez: viene por el pasillo, a paso rítmico, tarareando mentalmente la última canción que escuchó al salir, pensando en el trabajo de Estadística, mirando al mismo tiempo las “caritas” de los productos y observando a los que van y vienen; entre ellos está el distraído de René que la tropieza antes de que ella pueda reaccionar, le hace caer un artículo de las manos y, completamente sonrojado, mientras lo recoge, le implora todas las disculpas del mundo.  Ella le responde con una sonrisa, que se le ve en los ojos (como toda verdadera sonrisa), porque tiene la boca cubierta.

–¿Pero estás bien?  –Es lo único que sabe preguntarle él.

–Divinamente.

–Divina sí estás.

Ahora es ella quien se sonroja; no sabe qué decir…

–Mejor sigo por tu camino.  Tengo que vigilar que nada te pase.

–¿Ahora sí eres cuidadoso?

–Es que estaba enredado porque no sabía qué comprar.

Se asoma a mirarle la canastilla y se queda asombrada: tarros, cajas, frascos…  (“¿Qué es lo que come este muchacho?”).  Y le va sacando todo y volviéndolo a los estantes, ante su mirada interrogante.  Enseguida se lo trae a la sección de frutas y verduras y comienza a llenársela con productos frescos.

–¿Qué voy a hacer con eso?  Yo no sé cocinar.  Solo tengo que comprar pasabocas, porque en casa me dan las comidas principales.

–Pero ¿sabes manipular peroles y utensilios?

–Claro que sí.

–Que dejen de ser piezas extrañas.  Te doy mi teléfono para que me llames y te daré todas las indicaciones necesarias para tu nuevo régimen alimenticio.

Así fue como la chica logró intercambiar teléfono con el joven que le gustó a primera vista.  Él no se hizo de rogar y salió feliz del mercado, no tanto por la compra como por el afortunado encuentro.  Ya por la noche tenían nuevo contacto: por teléfono, ella le indicó cómo preparar spaghetti bolognese y él quedó encantado.  Cada día una nueva fórmula culinaria aderezada con una larga charla.  Pero ambos tenían muy pendientes las nuevas fechas de salida de cada uno, pues se las habían indagado mutuamente desde la primera conversación, ahí “como por saber, no habiendo más de qué hablar”.  Concertaron, pues, encuentro en el banco cercano porque ella necesitaba hacer un reclamo y él podría inventar cualquier diligencia; por ejemplo, los requisitos para abrir una cuenta.

En el banco, se las ingenian para quedarse conferenciando un rato en una salita de espera, de esas lujosas, brillantes, que dotan los bancos con todo el jugo que nos exprimen; en estas y las otras, él le pregunta por el novio y ella le dice, muy segura, que vive lejos y hace tiempo no hablan.

–Y tú, René, ¿qué me cuentas de tu novia?

–Está muy bien –contesta con voz desencantada.

–¿Y cuando la ves?

–No sé… es que no nos coinciden los días de salida…

–¿Cuáles son los días de ella?

–Eh…  No recuerdo bien.

Esto último delata que está fingiendo.  Liliana reprime una sonrisa burlesca y pone otro tema.  René habla como un autómata, tan duro le dio la noticia.  Ella le tiene que arrancar las palabras y pronto resuelven volver a sus casas.  La chica se atreve a despedirlo de beso (violando todas las normas de aislamiento) y al muchacho se le disparan nuevamente los ánimos.  “Esta noche te llamo”, le dice.

Liliana y Roberto se amistaron en una fiestecita en casa de una amiga.  Roberto la siguió llamando e invitando y la mencionaba como novia a todos sus conocidos, pero Liliana lo tomaba como un amigo muy agradable.  Cuando asistieron a la boda de una prima de ella, él le dijo “así quiero que sea la nuestra”, ella contestó “sin boda”; ambos le dieron un significado distinto a esta expresión; para uno de los dos significaba que no se necesitaba un matrimonio para vivir juntos y felices; para el otro, que nunca habría unión.  Al irse Roberto a asumir un nuevo trabajo en una ciudad lejana, se expresaron mutuamente anhelos de un reencuentro, simplemente un reencuentro.

René la sigue llamando; continúan con la culinaria por teléfono y los encuentros concertados en el banco y el mercado, pero él sigue con el desencanto del compromiso de Liliana con el otro; aunque quiere indagarle más sobre ello, nunca da el paso y las conversaciones van llegando a un punto en que no parecen tener más que compartir.

Cuando levantan la cuarentena, cada uno vuelve a lo suyo y pasan los días sin comunicarse.  A René le da por pensar que ella ya lo olvidó, que debe de estar pasándola muy bien con ese novio.  Liliana se dice “este estaba por pasar el rato, debe de andar con otra que se encontró por ahí esta semana”.  La verdad es que el muchacho sigue muy solo.

Una llamada a las once de la noche despierta a René.  Es ella.

–¿Qué te pasó, Liliana?

–Nada, que no sé por qué no estás con tu chica en la Noche Fantástica, aquí en el Parque de las Ilusiones.

–¡Ah!  Por cierto que era hoy.  Me visto y voy, pero solo.

–No te vistas mucho, que aquí todos tienen poco puesto.

–Ja, ja.  Espérame pues.

El chico corre para allá; la encuentra muy animada; se divierten por horas, se rozan con ternura, con tibieza, se besan.  Ella, abruptamente, le pide que la lleve a casa; él, confuso, cumple su deseo.  Cuando la deja, lo despide con un beso largo y una mirada profunda.

Alguna vez, a Constanza la llevó René a su casa después de jugar al tenis de mesa y estar en un cine; despidiéndola en la puerta le pidió un beso y recibió uno breve pero tibio, acompañado de un suave apretón y una mirada dulce.  Se fue encantado para casa; caminaba sobre nubes, escuchaba una linda música de origen desconocido; esa noche no durmió, la emoción no lo dejaba.  Él, tímido como era, no se decidió a buscarla el día siguiente; le pareció mejor esperar hasta el fin de semana.  Cuando la llamó el sábado, ella le dijo que salía con otro amigo, que podrían verse el domingo; él rápidamente le inventó que tenía un paseo con su familia.  El lunes recapacitó, la buscó y fue cálidamente atendido.  No obstante, los encuentros siguieron siendo como de dos amigos; ella también salía con más muchachos y nunca volvieron a tener un momento como el de aquella ocasión del tenis y el cine.  Él, de todos modos, seguía pensando que eso “quedó abierto”.

Liliana llama a René a comentarle de un rumor de rebrote de la epidemia y de la inminente declaratoria de una nueva cuarentena.

–¿Cómo va a ser?  ¿Nos encierran de nuevo?  No sería capaz de soportarlo.

–Lo dijo Vicky Dalila, la que se coge todos los chismes.

–Y tú, ¿cómo lo soportarías en tu soledad, Lili?

–Sería un trago amargo, sobre todo por tener que volver a esperar días para nuestros encuentros.

–No nos pueden separar más.  Si puedes dejar a ese hombre, ¡casémonos, Lili!

–No tengo a ningún hombre.  Lejos se fue y lejos se quedó.  Tú eres quien tienes que dejar a tu secreto encanto.

–Era mero encanto remoto.  También quedó lejos para mí.

Y así fue como se decidieron a irse al notario.

sábado, 10 de octubre de 2020

 ¿EN QUÉ MUNDO OCURRIÓ ESTO?

Relato

    En aquellos días de pasmosa quietud, me asomaba al balcón a observar ese fenómeno tan raro.  Los edificios que me cercaban desde el otro lado de la calle estaban quietos y mudos: no se dignaban saludarme; no mostraban nada.  Las plantas de antejardines y patios no querían ser agitadas por el viento; “todo tiene que estar quieto” le decían.  Los árboles más altos dejaron de celebrar gozosos las caricias del viento, el sol o, en veces, de la llovizna.  Las nubes estaban fijas en su cielo, mirando hacia abajo, buscando algo con qué entretenerse, ellas que antes solían estar cambiando de posición para tener mejor punto de mira, cambiando su forma y color para impedir ser reconocidas.

    Una tarde llegaron las loras de color verde intenso a conversar; muchas, muchas loras; se situaron, cada una, en su ramita de los árboles del vecindario, tan verdes como ellas.  No se les distinguía fácilmente, solo el copete amarillo de algunas las delataba.  La algarabía fue grande y duró un buen rato.  Se contaban sobre sus recorridos, sus hallazgos, sobre sus parejas; comentaban sobre el tiempo: la tormenta que las dispersó el martes, el frío del miércoles por la noche, el granizo de la semana anterior.  Apenas amagando  oscurecer, alzaron el vuelo al tiempo y se alejaron en densa nube a buscar sus escondites nocturnos.

    Al medio día siguiente, un gato se pasó del tejado vecino a mi balcón a coquetearme.  Nada tímido estaba; pasaba varias veces rozándome las piernas; no le prestaba atención, se iba para el tejado y volvía; se echaba en el piso y me miraba fijamente.  Parecía querer que lo adoptara.  Le dije “no te puedo recibir, yo tengo una mascota y no quiero peleas entre dos”.  Fingía no entenderme y me costó despreciarlo y conseguir que se fuera.

    Por la noche, salí a verificar de nuevo la fase de la Luna, que se había quedado en menguante desde hacía un mes.  La Luna se negaba a cambiar de fase, como mostrando solidaridad con los humanos.  Los dos planetas que la acompañaban desde entonces también se habían quedado fijos a ambos lados, siempre a la misma distancia, centinelas celosos.  “Esta quietud no me gusta” pensé, y me fui a la cama.

    Otro día y otras sorpresas: un hombre iba sin compañía y hablando a solas por la calle.  Agucé el oído; decía “esto no me pasa sino a mí”; me pregunté el qué; como respondiéndome, dijo “tantos días que estuve rechazando a todos y, ahora que los quiero conmigo, nadie está”.  Pero ahí no paraban sus lamentos; se quejaba del profundo silencio nocturno que ¡no lo dejaba dormir!, de animalitos que se le entraban a su casa, de negocios que encontraba cerrados…

    Cayendo la tarde, miré al frente, al edificio más cercano, al ventanal del apartamento donde había visto varias noches escenas de pareja un poco excitantes frente a su televisor; pero, estando de espaldas a mí, era más lo que tenía que completar mi imaginación.  Esta vez, se encontraba ella sola, una bella y bien proporcionada mujer, muy excitante; lo digo porque me la he cruzado varias veces en nuestra calle.  Ahora estaba con una prenda casera liviana que le llegaba apenas un poco más abajo de su centro de gravedad y dejaba ver esas provocativas piernas; se movía en su salita, acomodando objetos y recogiendo basuras.

    En una de esas recogidas, al agacharse, dejó al descubierto su trasero y luego se volvió de frente hacia mí.  Me hubiera retirado turbado, pero la luminosa sonrisa que me regalaba parecía decirme “mírame todo lo que quieras, estoy para tí”.  Y deslizó hombro abajo una de las tirantes, después la otra; pude ver sus magníficos pechos y me quedé sembrado en mi sitio; bajé la vista hacia su minúsculo pantaloncito, que ella no demoró en retirar, no sin antes rebajar la intensidad de la iluminación; otra vez, fue más la imaginación que la vista la que pudo gozar intensamente.  Se quedó unos momentos contoneándose frente a mí, sin borrar su sonrisa incitante y luego apagó la luz y bajó la cortina, que cayó e hizo caer lo que en mí pudiera estar alzado.

    Por la mañana, el primer lugar hacia donde miré fue su ventana.  ¡Oh sorpresa!  Su porción de fachada lucía un bello color rosado; los demás pisos tenían fucsia, aguamarina, solferino, crema…  Intrigado, bajé mi vista a la calle y los arbustos tenían todas sus hojas pintadas de lila.  Al momento pasaron un perro azul y un gato verde.  No podía dar crédito a mis ojos.  Descubrí, entonces, a unos niños coloreando, mas no en alguna cartilla, sino sobre el andén; le estaban dando un tinte naranja al concreto, blanco a los hidrantes y dorado a los muros.  ¡A todo le cambiaban el color!

    Huí hacia el interior, a tomar mi desayuno, cerciorándome bien del color negruzco del café humeante, blanco de la leche, amarillo de la mantequilla, moreno del pan, rojizo de la mermelada.  Ya estaba calmado disfrutando de mis manjares, sus colores y la música con que los acompaño, cuando escuché a un pregonero lejano.  “Viene ofreciendo frutas, ojalá no haga mucho ruido”.  Pero cuando llegaba cerca, oí que gritaba “¡inspiración!”, “¡serenidad!”, “¡alegría!”, “¡todo a bajo costo!”.  Quise asomarme a ver pasar a este pobre loco; mis vecinos no lo daban por loco, bajaban todos a comprarle: “Quiero una esperanza”, “Deme buen humor”, “¿Cuánto vale la serenidad?  Me encerré en mi pieza y no quise salir a nada, ni pensar en nada, no mirar noticieros y solo escuchar música muy calmada.  Esa sí me podía dar la serenidad que en la calle decían vender.

    Quince días después, me decidí a salir al balcón.  No podía dar crédito a mis ojos: las nubes adoptaban unas formas incitantes; había un grupo de ángeles, había una mano que señalaba hacia adelante, había una ronda de jóvenes bailando…  Un cielo bellamente azul al fondo y con un sol brillante que bautizaba todo con sus rayos.  No lo tomé en serio; estaba cansado de falsos anuncios, cansado de promesas.

    Por la tarde, comenzó a soplar el viento; un viento dulce, acariciante, que a todos nos llamó la atención; era distinto a todos los vientos, tenía espíritu.  Todos, desde los balcones, desde los andenes, nos plantamos a sentirlo, a buscar de dónde venía, a dónde iba.  Parecía esperar a que todos estuviéramos atentos y cuando estuvo seguro nos habló.  Nos dijo que perdiéramos el miedo; nos pidió marchar por la calle; nos aseguró que estábamos protegidos.  Nos convenció.

    Desfilando por la calle, exhibiendo sonrisas de todos los colores y tamaños, hicimos amigos, como si hubiéramos dejado de tenerlos; conseguimos novias, novios; conocimos lugares por donde antes pasábamos a diario; cantamos aun sin tener voz; bailamos aun sin saber llevar el ritmo y seguimos en vela toda la noche, porque había que ver nacer el nuevo día que marcaría una nueva era.


MI AMIGO ALFONSO

Relato

Su propia vida, con toda su anónima promiscuidad,

había  sido  bastante  convencional,  como

lo es  una vida  de pecado  sano y  normal.

Faulkner, Light in August.


Estaba haciendo fila para mi matrícula en la universidad, una universidad acreditada, de ciudad grande, a donde había venido como un humilde provinciano a comenzar una carrera de Economía, cuando se me acercó un muchacho y me indagó por el origen de mi segundo apellido; “es que yo tengo el mismo”.

–¿Tu apellido es Belásquez? –le pregunté.

–Es mi segundo apellido, como el suyo, y mi papá dice que, en el país, ese apellido, con tal ortografía, solo existe en la región cañera, con origen en un solo tronco familiar.

–¿Seremos primos, tal vez?

–Eso es lo que me intriga.  Pero ¿usted de dónde viene?

–De zona montañosa, al pie de los nevados.

Y empezamos una conversación en la que hablamos de lo que él conocía de mi tierra y yo de la suya, las razones para elegir la carrera (él se matriculaba en Veterinaria), el lugar donde íbamos a vivir en esta ciudad cuyo tamaño nos intimidaba.  Cuando nos llegó el turno, nos despedimos, sin pensar en que nos volviéramos a ver.  Él se llamaba Alfonso Ortega Belásquez.

Los primeros días de clases transcurrieron entre la intriga por saber si el profesor seriote iba a ser un tirano; el burlón, un impostor… y, por otra parte, la angustia por la ausencia de la propia familia, por el talante egoísta de los compañeros, por la diferencia de costumbres y modos de hablar.  Era difícil para un provinciano, además muy sano e ingenuo, abrirse camino por entre gente que “volaba con los motores apagados”, pero, poco a poco fui haciendo amistad con compañeros y compañeras que también venían de lejos y algunos de la ciudad que resultaron amables e igualmente desorientados que yo.

La casa donde me acomodé era vieja, pero bien tenida por doña Julia, señora ya entrada en años, viuda sin hijos y muy seria; esa pulcritud y seriedad le daban buena fama en el barrio, o quizá en toda la ciudad.  Allí estaba yo un sábado por la tarde, tratando de convencer al calor (doña Julia no tenía ventiladores) de que me dejara estudiar, cuando escuché la voz de un muchacho averiguando con la dueña la posibilidad de tomar un cuarto en su casa.

–Todos los cuartos son compartidos.

–Bueno, me someto a tener compañía, si es un muchacho juicioso.

–Aquí no tengo vagos ni viciosos.  Yo selecciono muy bien.

–Disculpe, no la quise ofender.

–¿Y usted de donde viene, quién lo conoce? –con tono de yo no lo quiero por aquí.

–Yo conozco muy bien a Alonso; somos viejos amigos –me metí a decir, porque, intrigado por la voz, me asomé a verificar mi sospecha y efectivamente era el del día de matrícula, que me había dejado bien impresionado.

–Bueno, vamos a verificar si se puede quedar con Berardo; es un buen muchacho.

Él me guiñó un ojo y se retrasó para decirme en un susurro “no repitas ‘Alonso’, soy Alfonso”.  Yo enrojecí, como si me avergonzara de haberle hecho una gran ofensa.  Él, riéndose de mi empacho, siguió tras doña Julia.

Muy pronto, con la catálisis de Alfonso, que fue admitido, consolidamos un buen grupo junto con Berardo, Jenaro y Roberto, todos de la misma residencia.  Cuando teníamos tardes de ocio y estábamos sin dinero por ser fin de mes, salíamos a andar por el centro de la ciudad, no lejano de la casa.  No perdíamos oportunidad de seguir a chicas que andaban solas o en grupitos de dos; mis compañeros les lanzaban sus buenos piropos, pero ellas, temerosas de tal pandilla, se nos perdían en un instante.  Jenaro no reprimía las ganas de rozarle las nalgas a alguna que pasara distraída y todos nos ganábamos el airado reclamo; Berardo decía que el insulto se diluía entre tantos, que no nos tocaba ni de a un “pendejo”.  El mismo Berardo se ponía a contarnos fantasías que aseguraba como experiencias verídicas, en las que se destacaba como todo un Don Juan.

El Berardo no comía en casa de doña Julia, sino en donde una señora Herminia, porque él aseguraba que tenía mejor sazón; motivo muy discutible tratándose de alimentación para estudiantes.  En ocasiones lo acompañábamos a la comida para quedarnos conversando con don José, esposo de ella, que tenía miles de historias de tiempos viejos y nos embelesaba con su manera de narrar; claro que ensartaba mentiras como las cuentas de una camándula y estaba convencido de que se las creíamos todas.  Una vez nos narró una cacería en que se le puso a tiro un conejo, él le disparó y cuando cobró su presa no le podía encontrar la herida de la bala; estaba la piel intacta, sin la más pequeña mancha de sangre; y nos juraba que, cuando fueron a cocinar el animal encontraron la bala dentro de los intestinos; que le había entrado directo por el ano.

Saliendo de las peroratas con don José, nos deteníamos en la tienda de Ambrosio, a mitad de camino hacia nuestro albergue, y nos tomábamos un café o, cuando nos sentíamos muy adinerados, a comienzos de mes, pedíamos cervezas.  Allí gozábamos riéndonos de los “cañazos” del viejo José y haciendo sonrojar con nuestros piropos a Estelita, la hija de Ambrosio, que le ayudaba en su negocio.  Claro que Roberto no se tomaba lo de los piropos en broma; le gustaba la muchacha y le decía unos muy insinuantes.  Jenaro aprovechaba la calentura para sacarle a la chica algún pastelito a escondidas del papá; si el viejo se daba cuenta, él le decía que se lo anotara, para pagarle cuando le llegara plata de casa.

A mí me enviaban lo suficiente para cubrir mis gastos y no tenía que estar pidiendo fiado, pero un día fui tentado con un ingreso adicional y sucumbí: Carlos Alberto, compañero en el curso de Econometría, me pidió que le elaborara “esos gráficos tan complicados” que había que entregar en papeles especiales (logarítmico y semi) y que valían por una porción del examen parcial; el pago ofrecido era tan tentador que le acepté, muy consciente del fraude.  Alfonso me sugirió no meterme con eso, pero no le hice caso.  Lo más grave fue que me quedé todo el semestre haciéndoles esos trabajos a él y a otros dos.

Ya avanzado el período, todos teníamos nuestras noviecitas; distintos tipos de “novias”; yo, el más tímido, le coqueteaba levemente a una linda chica de la capital de la república que la habían mandado a estudiar a esta ciudad “para alejarla del mal ambiente de la gran ciudad”; ella me aceptaba invitaciones a la cafetería, me conversaba un poco y el día que me atreví a invitarla a un baile vaciló mucho antes de aceptarme.  El Alfonso era el segundo “sano” del grupo; tenía una amiga íntima en una casa de la cuadra siguiente, hija de familia con padre malencarado y madre vigilante; le llevaba dulces y conversaban en la sala de la casa; cuando la llevaba al cine, tenía que pagarle entrada al hermanito que mandaban a cuidarlos.

Jenaro, tan avispado, decía “tengo mil novias”, como en la canción; cada sábado conquistaba a una distinta; con esta iba al cine; con aquella, a un baile; con la otra, a un parque; a todas les hacía creer que estaba locamente enamorado y con ninguna persistía.  Roberto, aunque le coqueteaba mucho a la hija de don Ambrosio, tenía otro “encantico” en uno de los municipios anexos y cuando no podía hacer programa con esta, se quedaba “molestando” con Estelita.  A Berardo no se le conocía novia, pero un día nos pusimos en plan de seguirlo y nos llevamos la gran sorpresa: salía con la joven profesora de Inglés.

Alfonso llegó una noche, ya a finales de clases, contándonos de su nueva experiencia en una casa “de esas”, a donde lo llevó un amigo; salió encantado de haber explorado aquello a lo que siempre había temido y dispuesto a repetirlo.  Yo, que había estado anhelando secretamente una de esas aventuras, le propuse no aplazar su segunda vez y le pedí acompañarme a la primera mía, en ese sitio que tanto le gustó.  Quedamos para el fin de semana, allá nos fuimos y nada mal que la pasamos.

A punto de terminar los exámenes finales, el Jenaro tenía tan malos resultados académicos que su asesor le anunció que iba a quedar en período de prueba.  El muchacho nos lo contó, muy agobiado.

–Ánimo, Jenaro; –le dije– el nuevo semestre tomas solo dos cursos, te les dedicas y te ayudamos todo lo que podamos.

–Este, que hace trabajos ajenos, te ayuda, pero no te debe cobrar –dijo Berardo y se ganó una mirada fulminante de mi parte.

–No, esta noche llamo a mi papá y le digo que me vuelvo para el pueblo, que la universidad no es lo mío, que allá puedo encontrar un trabajo.

–Claro, tu papá que es un viejo tan tacaño te lo acepta sin chistar –le dijo Alfonso– así se libra del gasto de educación del hijo; no le des esa gabela, ¡insiste, persiste y resiste!

–De todos modos, no quiero seguir estudiando ni quiero estar lejos de mi pueblito.

No hubo manera de convencer a Jenaro.  Al día siguiente hizo maletas y, despidiéndose, le recordamos la deuda con don Ambrosio; tantos fiados del semestre serían una cuenta ya grande.  Dijo que no tenía con qué pagar y que, además, el viejo no lo volvería a ver, no le podría cobrar; y se fue sin pagarle, aunque se tuviera que privar de mirar por última vez a la linda Estelita.  Pero más se preocuparía don Ambrosio por la cuenta perdida que su hija por ese tonto que no le interesaba, cuando el caso era otro…

–Tengo un embuchado que debo aliviar con ustedes –nos dijo Roberto una noche, faltando apenas dos días para irnos todos de vacaciones.

–Suéltalo –le dijimos, en coro.

–Se trata de Estelita.

–Ya caigo –le dijo Berardo– está preñada.

–Se preñan las vacas –dijo Alfonso– estará embarazada, más bien.

–Ningún bien, mi querido; fue un desastre.

–¿Desastre? ¿Por qué? –entonó el coro.

–Abortó, sin consultarme.

–¿No sabías del embarazo?

–Sí, pero ni le pedí abortar ni lo supe hasta que fue un hecho.

Y así nos volvimos todos a las casas, con el pesar de los sucesos de Jenaro y Roberto, pero con la ansiedad de disfrutar con las familias, alegrarlas con nuestros resultados académicos y volver para iniciar un nuevo semestre.

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