lunes, 14 de enero de 2019


ESTE MUNDO Y EL OTRO
Relato


La cirugía de Juan Guillermo no era compleja ni riesgosa; se trataba de un tumor benigno, pero este crecía y podía afectar órganos vecinos.  Su tranquilidad para afrontar la “sentencia” médica no la tenía Rocío, su hermana; ella estaba hecha un mar de nervios; lo acompañó a todos los trámites y exámenes y a la cita definitiva en el quirófano, no sin regalarle algunas retahílas por su frescura respecto a un hecho tan vital, según ella.  “¿Cómo eres tan impasible?  Mira que puede suceder que nos dejes para siempre”.  Un “nos” que significaba “me”.

En instantes perdió la cuenta del soporífero, hizo efecto la anestesia y fue un objeto inerte para el cirujano.  Pero al cabo de unos segundos (¿minutos?  ¿horas?), lo sorprendió un hermoso resplandor, situado al final de un pasadizo brillante que infundía una dulce serenidad y emitía unas suaves armonías; todo invitaba a recorrer el pasadizo en dirección a los destellos.  Se puso, pues, en marcha sobre un piso que resultó ser deliciosamente blando y, a medida que avanzaba, la música se hacía más dulce y penetrante.  “Esto, pensó, es igual a los relatos que publican de personas que supuestamente han estado en el ‘túnel’ hacia el más allá”.

Llegado al origen del resplandor, después de una caminata que le pareció bastante prolongada pero nada agotadora, se vio situado como sobre un podio, desde donde observaba una verde y tersa llanura, atravesada por un caminito serpenteante que partía del podio mismo y se perdía en lontananza.  Juan Guillermo se sintió atraído hacia ese camino, con una fuerte pulsión a recorrerlo; en eso se puso.  La vía se sentía tan suave como el corredor previo; el piso era como de una arenilla blanda; el cielo, resplandeciente y al mismo tiempo salpicado de estrellas, como si fuera de noche; la llanura, de un verde fértil, con profusión de flores multicolores.

Después de un largo rato, el sendero se empinó hacia una colina y ahora el muchacho sí comenzó a sentir algún leve cansancio, similar al de sus caminadas matinales; mas empezó a sonar un canto lejano que le servía de bálsamo.  Al proseguir, el canto se hizo más nítido, distinguió en él las voces de un coro que, muy armónica y afinadamente, entonaba cantatas como las de Bach.  
Embelesado como estaba con esta música, demoró en notar una muchedumbre que, a lo lejos, ascendía por la pendiente del mismo sendero.

Intrigado, llegó a la cima de la colina y vio que hacia abajo se extendía un inmenso teatro al aire libre, ya completamente lleno por la muchedumbre que había llegado un poco antes que él.  Una linda mujer se corrió un poco y le hizo señales para que se sentara a su lado; la acompañó y se extasiaron por largo tiempo escuchando a los impecables coros que allí cantaban.  Al terminar, la multitud caminó en descenso para retomar el sendero, que continuaba más allá del teatro.  Le inquirió a la muchacha para dónde iban todos y ella le dijo que en busca de Dios y su cielo.  “Será que estoy muerto?”  Se preguntó aterrado.

Como atontado, siguió tras la heterogénea masa, al lado de la chica.  Eran hombres y mujeres de todas las edades, todas las razas, todas las expresiones, desde las más dulces hasta las más agrias.

–No todos van a entrar al cielo, le decía a ella y le provocaba sonrisas.

La tomaba de la mano y le provocaba rubores; le decía lisonjas y le provocaba confusión.  En cierto momento, le dijo ella:

–¡Allá va él!  ¡Míralo!  ¡Qué hermoso!

Un viejo de luenga barba y prístina sonrisa, una túnica blanca descuidada, un hacha en una mano y un haz de leña en la otra…

Se horrorizó Juan Guillermo al recordar el Dios viejito y humilde del cuento “La eterna sonrisa” de Lagerkvist y huyó a toda velocidad por un deshecho; no quería afrontar el reto de la vida eterna; no quería enfrentar la desazón que se apoderó de aquellas gentes que buscaron por una eternidad al todopoderoso, mas luego, cuando creyeron encontrarlo, quedaron desconcertados.

Estuvo vagando por las breñas, buscando con ansia las verdes planicies, sin suerte.  Ahora sí sentía agotamiento y, cuando estaba a punto de echarse a descansar, encontró un camino empedrado, que le dio nuevos ánimos.  Andando por este, en un recodo, se encontró con una bella y sensual mujer y el corazón le dio un salto; ella se le acercó suavemente y él sintió su exquisita fragancia; la mujer le habló con una voz musical y Juan Guillermo sintió que perdía el control de sí mismo; se lanzó hacia ella, que lo recibió en sus brazos abiertos; era toda una hembra, vibraba, le comunicaba calor, lo abrazaba con fuerza, lo besaba con pasión; se dejaron desplomar al suelo y se fundieron en uno solo.  Apenas sí el frío de la noche los obligó a cubrirse de nuevo.  En el tibio amanecer, turbado, Juan Guillermo le preguntó su nombre.

–Soy todos los nombres, le respondió ella; escoge el que más te guste y esa, la que porta ese nombre, soy yo.

–¿Quién te ha enviado a mí?

–El gran guía.

–Y ¿él qué quiere de mí?

–Solo que disfrutes.

–Contigo disfruto la vida.  Contigo he tenido el cielo.  Quiero ver a tu guía.

–No podemos ir a buscarlo.  Solo cuando él pase cerca de nosotros, podrás unirte a su cortejo.

–¿Es un predicador?

–¡No!  Él es Virgilio, el guía del infierno.

–¡No puede ser!  ¿Por qué he caído al infierno?

–Al infierno no se cae, allí se entra.  Pero está tranquilo, que no has entrado.  El guía te conducirá a través de él para que lo conozcas y hagas tu elección.

–¡Qué extraño!  ¿Puedo elegir?  ¿No es una condena?

–Nadie te condena.  Tú mismo eliges en cual círculo mereces quedarte.

–¡No!  ¡Yo no quiero círculos!  Deseo toda la geometría de tu cuerpo.

–La tienes a tu alcance.

Así siguieron pasando deliciosos momentos juntos, viviendo de exquisitos frutos que se producían como en un paraíso terrenal, conociéndose íntimamente y discutiendo sobre importantes temas que eran del interés de Juan Guillermo y que la muchacha parecía dominar.

Unos días después, apareció en las cercanías un grupo itinerante, encabezado por un adusto hombre vestido con túnica, quien les hablaba ceremoniosamente.  La mujer sin nombre le dijo que se trataba de Virgilio, quien estaba guiando a este grupo hacia el averno y que ahora sí se le podían unir.

–Vamos, entonces.  ¡Estoy ansioso!

–¿Cómo es que has cambiado tan fácil?  Tenías temor de aquel lugar.

–Yo sé por qué lo hago.  Vamos a seguirlo.  No perdamos tiempo.

Anduvieron por caminos pedregosos tras el poeta, que les hablaba de la virtud, de la felicidad, de lo que el hombre debe buscar más allá de su imperfección, de no dejarse perturbar por las pasiones, para marchar con paso firme hacia la verdad, guiados por la luz de la razón.

Pararon muchas veces en el camino, para reponer energías, para comer frugalmente, para escuchar los armoniosos cantos de los pájaros, para concentrarse mejor en sus discusiones con el maestro.  Este alternaba sus prédicas con bellos poemas de su propia cosecha; ellos le manifestaban su admiración y le pedían que siguiera siendo siempre su guía.

–No olvidéis que en algún momento os vais a quedar en el círculo escogido, les decía.

–Solo queremos estar siempre contigo, replicaban.

El momento esperado se presentó para Juangui cuando llegaron frente a un ancho río, donde el poeta les pidió esperar con paciencia la llegada del barquero.  Todos, muy obedientes, buscaron sitios donde sentarse cómodamente y pronto fueron una sumisa multitud expectante.  El muchacho alzó la voz y dijo claramente:

–Yo solo deseo el encuentro con Beatriz.

–Beatriz está muy lejos aún, respondió Virgilio.

–Tú puedes llevarme a ella.  Yo no quiero penetrar en el infierno.

–No puedo dejar la grey sola para ir a llevarte.

–Ellos te esperarán.  Todos son muy sumisos.

–No puedo alterar mi derrotero.

–Me tienes a mí, le dijo la hermosa mujer sin nombre.

–Yo tengo a Beatriz.  ¡Yo quiero a Beatriz!  ¡Yo quiero a Beatriz!

Retumbaba el reclamo en la unidad de cuidados intensivos a donde había sido llevado Juan Guillermo para intentar recuperarlo del coma de anestesia en que ya llevaba una semana y estaba en ese momento acompañándolo Beatriz, su novia, quien se emocionó al escuchar estas palabras, le tomó la mano y le dio un suave beso que sirvió de resucitación; el muchacho abrió los ojos, la reconoció y “colorín colorado”…
  • Carlos Jaime Noreña
  • ocurr-cj.blogspot.com
  • cjnorena@gmail.com

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