lunes, 16 de agosto de 2021

 

El documentador

Relato


Ver en el aspecto de alguien su personalidad puede ser gran perspicacia o pura fantasía.  Algunas configuraciones fisonómicas, algunas expresiones faciales en una persona poco conocida nos invitan a catalogarla bajo ciertos patrones, más en son de adivinación que otra cosa.  Horacio se intrigaba respecto a gentes que veía con alguna frecuencia en su entorno o en sus medios usuales de transporte; disfrutaba con el ejercicio de imaginar en cada uno un temperamento, un oficio, unas costumbres, un estado civil y ¡hasta un nombre!  Así fue como le dio el de Cayetano a un tendero, Aristóbulo a un vendedor ambulante, Melody a una muchacha exuberante…

Escribió relatos basados en algunos rasgos y acciones de estos personajes, enriquecidos con mucha imaginación suya y puestos en una prosa agradable y fluida.  Por ejemplo, al tendero “Cayetano” le inventó una amante, con quien retozaba en el claroscuro depósito trasero, la que ingresaba fingiendo ser cliente del negocio, se quedaba revisando la mercancía, simulando indecisión en la elección y se escabullía hacia la trastienda mientras Cayetano distraía a los otros compradores y luego dejaba a su fiel ayudante a cargo, para irse a una “gestión bancaria”, para al final ingresar subrepticiamente por una disimulada puerta trasera.

No había acabado de publicar un folletín con sus relatos, cuando le cayó una demanda por calumnia interpuesta por este tendero, llamado en la vida real Jacinto Cayena, y tuvo que esmerarse con su abogado para demostrar que el escrito era de pura ficción, solo basado en don Jacinto, con el nombre cambiado para mostrar que era una persona inventada, con algunos aspectos reales de él, pero con mucha ficciones, entre ellas la de la amante, que era el principal motivo de furia del señor porque, a la hora de la verdad, sí tenía una amante, pero en circunstancias completamente distintas.

Horacio ganó el caso y el tendero resultó doblemente perdedor, porque salió a la luz pública el romance secreto y se disolvió su matrimonio.  El escritor estaba  apenas celebrando el triunfo, cuando le apareció una nueva demanda, de una señora a la que no le cambió el nombre.  Doña Josefina vivía cerca de su casa y el verla con frecuencia en su ventana le había inspirado un cuento más bien tierno y compasivo que fue muy bien recibido, pero coincidió que el nombre por él inventado fue el que ostentaba la ancianita y un abogado amigo la azuzó para interponer la demanda, porque unos pesitos, caídos del cielo, le ayudarían a salir de apuros.

Horacio había supuesto que otra señora que entraba y salía de la casa era su hermana; la hizo figurar en el cuento y este, junto con otros detalles, más casuales que otra cosa, le sirvieron al picapleitos para demostrar que se trataba de una difamación de la respetable dama, a quien hacía pasar por chismosa en el relato, y el caso se iba perdiendo, no obstante haber insistido hasta la saciedad en que se trataba de mera ficción rodeada de vulgares coincidencias.

Ya estaba el escritor comparando sus exiguos derechos de autor con el monto que su abogado estimaba le iba a tocar pagar de indemnización, cuando le llegó una vecina, desconocida por él…

–Don Horacio, le cuento que Josefina no se llama Josefina.

–¿Cómo es eso?  Todos los testigos lo corroboran.

–Unos parientes míos conocen a la viejita desde hace tiempos y me aseguran que ella fue bautizada con otro nombre: Josefa.

–Eso es casi lo mismo, pero muchas gracias.

El abogado vio allí la oportunidad que el escritor no percibió.  Le tocó irse hasta el pueblo natal de la vieja, informado por la vecina aquella, y rebujar en la casa parroquial y la notaría hasta encontrar que la niña bautizada María Josefa había sido registrada años después como Josefina.  De regreso en la ciudad, se presentó frente a Horacio a darle la buena noticia.

–No la veo nada buena: de todos modos la mujer obtuvo el nombre de Josefina desde pequeña y por tal la conocen todos.

–Mi estimado amigo, el registro civil empezó a tener vigencia a partir de 1939 y, como la niña nació en 1935, el nombre que prevalece como plenamente legal era el de María Josefa, asignado en la pila bautismal.  Con eso se puede demostrar que no es la misma del cuento.

Este giro les permitió ganarle el pleito a doña María Josefa y respiró aliviado Horacio.  Una noche estaba el hombre solazándose en el bar y se le presentó una mujer despampanante que le pidió invitarla a un trago.  Sorprendido, pero hechizado, accedió, la hizo sentar a su lado y, al verla más de cerca, identificó a la que le había inspirado el cuento “Cambio de Melodía”.

–Sí, yo soy Melody –le disparó la chica, antes de que él abriera la boca; mejor dicho, la cerrara, porque el descubrimiento lo había dejado boquiabierto.

–Mucho gusto.  Por lo que veo, ya debes de saber que me llamo Horacio.

–Claro.  Por la noticia de la última demanda.  Pero no te preocupes, que no te voy a demandar.  Me gustó mucho la caracterización que me hiciste en el cuento y, aun más, el nombre que me diste.  Yo me llamo Teresa; mil veces mejor es Melody.

Conversaron animadamente, entraron en confianza, y en confianzas; ella le demandó una invitación a bailar y se fueron a pasar una buena noche.


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