LAS ANSIAS DE ALONSO
Relato
Alonso va caminando desprevenido por la calle; casi ni pone cuidado a las gentes,
a los carros, a los comercios, zonas verdes, animalejos. Está abstraído en su obsesión
por ser artista y hacerse conocer en toda la ciudad, en todo el país, en todo el mundo. Llega
finalmente al sitio a donde se dirigía y tiene que hacer un pequeño esfuerzo para recordar
qué lo trajo allí.
Una vez comprada la revista que vino a buscar y otras dos cosillas que se le
“atravesaron”, salió a fumarse un cigarrillo en el parquecito antes de regresar a casa.
Está nervioso y por eso volvió con el vicio de fumar que había dejado hace un año cuando
se enamoró de Patricia, no porque ella se lo hubiera solicitado, que no lo hizo, sino que
entonces se sentía pleno y lanzó a la basura la cajetilla a medio consumir. Ahora, lejana
la Patricia que le dio calabazas dizque porque él no le daba importancia, se sentía
desestabilizado y volvió a llevarse esos envueltos calmantes a los labios.
Mientras fuma, ve pasar chicas y muchachos que pasean sus perros, se imagina
pintándolos con sus animales por los senderos del parque, entre los
arbustos, bajo las palmeras, cerca a la fuente... “¡No!, ¡Qué convencional!” Tratando de componer algo abstracto, cambia su
imagen mental por figuras que son muchachas y perros al mismo tiempo,
bajo un esperpento de un color indefinido entre verde y amarillo que es sol y palmera a la
vez, tratando de componer algo abstracto, pero también descarta la idea; se ha terminado
el cigarrillo, busca el cesto para arrojar la colilla y se regresa a casa todavía pensativo.
En la ruta, se topa con su amigo Santiago, quien se graduó en la Facultad de Artes y ha
pintado algunos cuadros semifigurativos semiabstractos que él le admira y se ha
dedicado, sobre todo, al arte digital basado en fotografía, con excelentes resultados. Le
confiesa que él también tiene ansias de ser artista y que se sueña pintando; “¿has
pintado, has dibujado algo?”; “mamarrachos”; “no importa, te invito a venir conmigo el
jueves a nuestro taller de dibujantes y no tengas temor, que allí nos juntamos los de
alguna experiencia con primerizos y maestros”.
Fueron semanas, meses, intentando en el taller, gastando largos ratos en casa, pero la
musa estaba esquiva, ningún producto le salía ni lejanamente atractivo. Mujeres que
parecían patos, fantasmas que parecían payasos... “Yo no sirvo para esto, ¡qué
frustración!” Ahora sí que fumaba bastante y se sentía muy solo, a pesar de la tutela de
Santiago, hasta que un día decidió lanzar pinceles, óleos y lápices a la basura y ensayar
escultura en arcilla, “porque yo siento un impulso creativo que no me deja en paz”.
Todavía Santiago tuvo la paciencia de llevarlo al taller de un amigo escultor y Alonso, muy
agradecido, prometió que aquí sí derrocharía talento. Solo delantales sucios salieron de
allí; no logró el muchacho dar ninguna forma a ninguna idea y, también en unos meses,
desistió. Cabizbajo se dirigía a su casa el día que se despidió para siempre del artista,
pero a pocos minutos una bella mujer lo detuvo a indagarle por una dirección. “¡Pero si es
a media cuadra de mi casa! Vamos juntos”.
El amor floreció entre Alonso y Karen, que así se llamaba, y el optimismo lo volvió a
visitar. Otra vez dejó de fumar y empezó a inquietarse sobre su secreto talento artístico y
a buscar apoyo en Karen para descubrirlo; que si el teatro, que si el cine... De repente le
dio por entrar a estudiar danza; “¿qué opinas, mi amor? creo que me muevo muy
rítmicamente”. Ella no se opuso y lo animó a entrar a una academia; hacía pequeños
progresos dentro de su torpeza, pero en una ocasión, que lo convenció la directora de participar en una modesta presentación en el tablado de un barrio de la ciudad, tropezó de
repente, en pleno acto, y se fue trastabillando, de frente, como gateando y buscando
donde frenarse. Por más que directora y compañeros lo trataron de consolar y le
ofrecieron todo el apoyo, renunció a la danza.
“Es que quiero, decía a Karen, no ser payaso de un rato; quiero dedicarme a algo con lo
que pueda ser más útil a la humanidad; algo que permanezca; algo que todos puedan
tomar y retomar; algo que quede para generaciones venideras, que mi paso por este
mundo haya sido útil...” Entonces se le ocurrió escribir versos. “Creo que tengo vena
poética”. Pero muy distinto pensaba Karen de los que él le dedicaba y no sabía como
decírselo sin ofenderlo. Alonso distribuyó poemas entre los conocidos y mandó algunos a
un concurso.
Quejándose un día entre amigos porque no obtuvo ni una mínima mención, Estefan le dijo que tenía que mejorar todavía muchísimo para lograrlo y
Nicolás fue más “frentero”, sentenció que tal vez ese logro se daría en el siglo 22 y remató
con esta desfachatez:
“Puedo escribir los versos más tristes esta noche / pero ya los escribió Neruda,¡qué
derroche!”
Por fortuna, Karen lo consolaba, pues el muchacho salió muy desmoralizado. Dejó de
escribir por unos días, pero ya con el bálsamo de Karen se animó a seguir versificando.
¡Más qué embelecos eran sus creaciones! Un día, escribiendo una carta a un amigo en el
exterior para informarle detalladamente sobre las peripecias que se le presentaron cuando
le estaba colaborando con unos trámites, pidió a Karen que se la revisara; ella se quedó
asombrada de la fluidez de su escritura y del estilo para presentar agradablemente, casi
que humorísticamente, las áridas idas y venidas con papeles, tránsito por oficinas y
confrontaciones con funcionarios. “¡Tu inspiración está en la prosa! ¡Ponte a escribir
cuentos!”
Ahora, la dificultad era encontrar un tema interesante para un buen relato. Estuvo
dándole vueltas hasta que un día vio la película “La Vendedora de Rosas”, que no había
mirado cuando fue estrenada, y se le ocurrió ensayar una historia con una niña que
vendiera flores. Tras varios días de concentración, de escrituras y borrados, de consultas
con su Karen, parió, por fin, el siguiente relato, que presentó a ella completo.
LA FLORERITA
Una linda niña, como de 12 años, harapienta pero con la carita bien lavada, empezó a
aparecer todos los mediodías alrededor de las esquinas más concurridas de la Avenida
Nutibara vendiendo girasoles. “Llévale una ilusión a tu novia” decía a los jóvenes; “llévale
una ilusión a tu familia” decía a los maduros... Y a las 3 de la tarde se iba a entregarle el
dinero a su papá, quien siempre estaba tomando cerveza en un deteriorado bar del barrio vecino. Un buen día, un hombre de unos treinta años le indagó por el destino que
daba a su dinero; “lo entrego todo a mi papá”; “y él ¿cuánto te da?”; “nada, él me dice que
con mi trabajo le retribuyo la cama y la comida”; “y ¿qué comida te da?”; “una sopa antes del mediodía y una aguapanela por la noche”.
En otra ocasión, una chica de unos 22 años le preguntó a esta vendedora de ilusiones “¿y
cuál es tu ilusión?”; “una muñeca; pero no de las malitas y sucias que encontramos en el
reciclaje; una nueva, que tenga sus dos brazos, sus dos piernas, su cabello bien peinado,
sus ojos bonitos, su vestido limpio”. Una mujer que las observaba se retiró rápidamente,
como para que no la notaran. “Pídele la muñeca a tu mamá”, le dijo la muchacha; “no vivo con ella, y mi papá no me lleva a verla, porque ella trabaja en un bar y él dice que ella
se va con hombres”; “¿y tu se lo crees?”; “mi mamá me dice que es honesta y es solo
una trabajadora y yo le creo”; “muy bien, sigue queriendo y buscando a tu mamá”.
Llovió y se hicieron grandes charcos y Rosita, que así se llamaba, tuvo un tropezón, las
flores cayeron en el lodazal y acto seguido pasó una motocicleta y las flores que no
destruyó las dejó empantanadas. La niña salió llorando a darle la mala noticia al padre;
este le dio una paliza, le dijo que no había aguapanela para ella y la mandó a dormir a la
calle.
Amaneció, la niña no se atrevió a entrar a casa y vagó toda la mañana, mendigando con
vergüenza y luego fue al lugar acostumbrado para tratar de pedir la compasión de alguna
de esas personas que acostumbraban hablarle, pero con la mala fortuna de q u e
ninguna de ellas hizo aparición. Sentada en el andén llorando, vio venir a una señora con
algo en las manos; era su mamá, que la saludó cariñosamente y le preguntó por qué
lloraba, mientras le ponía una muñeca en las manos. ¡La muñeca que la niña pedía!
Aceptó irse a vivir con su mamá, bajo la promesa de esta de no estar saliendo con
hombres.
“¡Qué belleza, mi amor! Con esto vas a ganar el premio nacional de cuento”, fue la
respuesta de Karen, y le estampó un beso inolvidable. “Eso no importa, tu ya me has
dado el premio”.
Carlos Jaime Noreña
cjnorena@gmail.com
ocurr-cj.blogspot.com
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