sábado, 14 de abril de 2018


EN EL BUS, MÁS Y MENOS
Relato

Me situé con mi amada en una esquina cercana a esperar el bus para ir a hacer unas diligencias.   Nos hemos puesto de acuerdo desde hace algún tiempo para utilizar más el bus, que, por ser un medio colectivo, contribuye a la descongestión de la ciudad. Mientras esperábamos, yo observaba los frondosos arbustos de la zona verde y, con disimulo, las exuberantes estudiantes y empleadas que pasaban hacia otro paradero. Les hacían contraste la magra y reseca hierba, el destruido bordillo y los deterioros del asfalto de la vía.

Llegó el vehículo por el segundo carril y no se molestó en acercarse a la acera a recogernos; paró en ese mismo carril, pero no nos quisimos subir a riesgo y le hice señas de arrimar.  “Si no quieren, no los llevo” y continuó su marcha.  Aguardamos diez minutos el siguiente bus.  En este, el chofer tenía sintonizado un programa radial de mal gusto, a todo volumen y profuso en expresiones obscenas.  Por fin, hubo un pasajero valiente que le reclamó y recibimos, todos, por respuesta: “el radio es mío y el que no quiera se baja”; una señora le pidió entonces cambiar a una emisora decente para respetar a los niños y las damas; “esto no es inmoral, mojigatos; ustedes sí se la juegan al conyuge, pero aquí vienen, dándoselas de muy moralistas, a censurar una emisora, irrespetando la libertad de expresión”.

A pesar del contratiempo, me comentó mi novia sobre la ventaja de conocer más la ciudad al uno no tener que estar absorto al volante y poder estar mirando por la ventanilla, y más al tomar en cuenta que por la altura del asiento se tiene mayor campo de vista.  Me mostré de acuerdo, mas acotando que en ese momento teníamos la ventaja de ir sentados; “si se puede llamar ventaja, dije, porque últimamente han estado cambiando todos los asientos por unos más angostos, para poder acomodar más gente de pie en el pasillo central; nosotros dos, que somos delgados, quedamos apretados aquí (aclaro que para mí es una ventaja estar bien apretado contigo)” y me gané un buen pellizco.

A poco, ingresó un muchacho de unos veinte años y repartió caramelos, como hacen los vendedores que con mucha frecuencia suben a los buses; luego, muy serio, se despachó con el consabido discurso: “Muy buenos días, damas y caballeros; como habrán podido observar, he pasado por sus asientos distribuyendo estos deliciosos caramelos La Columbina, que vienen en sabores de menta, chocolate y frambuesa.  No es su obligación comprarlos y no tienen precio; el precio es el que ustedes le quieran asignar para colaborarle a este venezolano necesitado, que por las razones ya muy conocidas por todos ustedes tuvo que salir de su patria.  Entré por Cúcuta hace dos semanas y al no encontrar trabajo allí, resolví venirme a esta acogedora ciudad y gracias a la colaboración de personas caritativas, como ustedes seguramente también lo son, pude llegar ayer aquí y, mientras encuentro un trabajo estable (pues sepan ustedes que soy tecnólogo mecánico) he empezado a distribuir estas golosinas para poder comer y pagar un oscuro cuartucho donde me alojo estrechamente junto con otros cinco compañeros.   Voy a pasar de nuevo por sus asientos para recoger la contribución que ustedes, comprensivos y solidarios, me sabrán dar”.

“Bien aprendido el libreto”, le dije a mi compañera; me miró interrogante; “sí, el parlamento está coherente y tiende a conmover al respetable público para que afloje la moneda, pero se le pasó un detalle: todavía no está bien entrenado en la entonación propia de los venecos, se le escapan acentos paisas; este es un venezolano chiviado, no le doy nada, lo utilizan los mafiosos de las limosnas”.

Continuando en la ruta, en ocasiones esta se desviaba de las avenidas principales e ingresaba por callejas de barrio, como para darnos una lección sobre el hábitat popular: la muchacha paseando al viejito en silla de ruedas por el andén; el tendero descargando el surtido acabado de traer en un carrito viejo con parches en la pintura, una luz de posición quebrada y calcomanías del corazón de Jesús y la virgen del Carmen; las señoras comprando arepas; los muchachos lamentablemente desocupados, sentados en el borde de la acera o en los escaños del parquecito, aspirando por turnos del vareto recién armado…

Nos sacó del embeleso una señora comentando sobre el atraco reciente a todos los pasajeros de un bus de la misma ruta en cercanías del río: “se subieron dos muchachos en el momento de tomar la oreja para desviar hacia la autopista, paraje muy solo, y se situaron, un gordito en la puerta de atrás y uno altote adelante, junto al chofer…”  Después de narrar cómo pasaron con el revólver por todos los puestos despojando a la gente de sus celulares, alhajas y dinero, se daba bendiciones agradeciendo que “yo no traía la camándula bendecida por el papa que me regaló mi sobrina, ni la fraccioncita de lotería, porque esta la puse tras el cuadro del Corazón de Jesús para implorarle suerte y aquella la dejé guardada pues algo me advirtió el corazón”.  “¿Y sí se ganó la lotería?” le preguntaron; “nada, ningún viernes me la gano”; “¡ah! entonces ese Chucho no te ayuda nada a vos y hasta deja que te atraquen”.

Nos asustamos con el relato, pero le dije a mi novia que le viéramos el lado amable a la comunicabilidad de los pasajeros en los buses; “son un noticiero ambulante, se entera uno de las cosas más increíbles y hasta le dicen por quién tiene que votar; un día que yo iba para el centro me contaron que estaba paralizado por una inmensa manifestación de protesta y pude regresarme a tiempo; otro día me contaron de la renuncia del vicepresidente (pero resultó falsa, je, je)”.

Llegando a nuestro paradero, el bus no ingresó a la bahía del sitio, sino que se detuvo unos metros más adelante, estorbando claramente a todos los vehículos que venían detrás.  Hubo un tímido reclamo mío y de los que iban a apearse conmigo, pero la respuesta fue “a nadie perjudico con esto”.  Y claro que sí nos perjudicó, porque había agua lluvia recogida al borde de la calzada y debimos dar un salto hacia el andén.  Un observador que se encontraba en la acera, al ver nuestros gestos de disgusto, expresó muy guasonamente: “agradezcan que los trajieron" (como dice el vulgo) “y no se pinchen”.

Allí teníamos que entrar a la administración municipal, para un tramite de impuesto predial, pero había completo bloqueo por causa de un paro de empleados oficiales y no pudimos hacer la diligencia.  “¡Ahhh! Tu ‘noticiero’ del bus no te informó de esto” me dijo ella y yo tuve que “tragarme la lengua” pues, además, estaba muy contrariado por el percance.

Nos montamos en un segundo bus que nos llevaría al sur de la ciudad, para otra “vuelta” pendiente.  Por congestión de la vía, el recorrido estaba demorado y por ratos nos quedábamos callados; al mirar por la ventanilla, solo se veían muchos vehículos y edificios y yo me abstraía en meditaciones simples o embelesado en la nada, hasta que ella me bajaba de la nube con algún comentario; en cierto momento me preguntó si estaba aburrido y le comenté sobre las oportunidades de reflexión que se presentan en esos momentos; “cuando se viaja largo, le dije, se tiene una buena oportunidad para divisar el panorama o meditar (no muy profundo, por cierto) o ‘todas las anteriores’; muchos dicen que los viajes son muy aburridores; es que no saben aprovechar esos momentos”.

De repente, nos asombraron los gritos de unas pasajeras por una ventanilla; estaban increpando a un conductor de taxi que sorprendieron orinando junto a una zona verde, tratando de ocultarlo con la portezuela entreabierta.  Este les contestó, muy campante, “quién me lo prohibe?”; “usted debe evitarlo por respeto”; “a ver si ustedes me lo pueden impedir, vengan!” casi sugiriéndoles que fueran a “disfrutar” de lo que él tenía en ese momento entre las manos.

Vueltos a la calma, pudimos concentrarnos en planear la salida que teníamos para el fin de semana a la finca de unos amigos; estábamos analizando hora de levantada, tiempo de viaje, provisiones y otros detalles, cuando nos sorprendió el chofer pidiéndonos pasarnos a otro bus de la misma ruta que nos esperaba adelante, pues él tenía “un percance”.  Nos tocó quedarnos de pies, pues todos los asientos se acabaron de ocupar en un santiamén.   Ahora sí empezó el viacrucis: arranques bruscos y frenadas súbitas del conductor, curvas a toda velocidad, apretuje con extraños sudorosos,  morbosos incomodando a las damas…

Llegados a nuestro destino, respiramos con alivio y se nos derrumbaron todos los elogios al bus.  Hicimos lo que teníamos que hacer y, para el regreso, propuso ella tomar el metro, que nos dejaba a pocas cuadras.  Le “obedecí” (así le decía muchas veces, cuando aceptaba sus sugerencias); nos tocó viajar de pies, porque a esa hora se movilizaba mucha gente, pero por suerte todavía no había el apretuje de las horas pico.  Me mostró cómo se veía de bonito, desde lo alto del viaducto, el ornato de navidad que estaban comenzado a instalar en riberas y avenidas.  Nos sacó del embeleso una parada brusca y luego debimos apearnos y caminar por un costado de la vía hasta la estación que, por fortuna, estaba cercana.  Nos enteramos de que se trataba de una falla más en una catenaria, que la interrupción podía ser de horas y bajamos a la calle a buscar un taxi; estaba lloviznando y todos pasaban llenos; dije que no había más remedio que esperar un largo rato, pero ella avistó un bus que se aproximaba y me propuso que lo tomáramos.  “Pero nos deja como a 10 cuadras”;  “¿Y qué? “estás enfermo acaso de los pies? – caminaremos!”

Sobra decir quién le obedeció a quién.  Dimos con un chofer amante de la música romántica de nuestra época y con eso nuestro rato en el bus fue más bien placentero; competíamos por acertarle al nombre de la canción y al del intérprete y nos reíamos abiertamente de nuestras equivocaciones.  El viaje se nos hizo una exhalación y tan animados estábamos que resolvimos entrar a tomar un buen café en un sitio conocido a mitad de camino.  Así rematamos muy bien la jornada con una conversación de esas que acostumbramos con las bebidas, que trasegan por lo íntimo, lo anecdótico, lo familiar, el cine, la literatura y hasta los chismecitos inocentes.

Carlos Jaime Noreña
cjnorena@gmail.com
ocurr-cj.blogspot.com




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