viernes, 5 de junio de 2020

MIL VIDAS EN LA ENCRUCIJADA
Relato

Cruce de vías; dos amplias avenidas disputan jerarquía; innumerables lucecitas rojas, verdes y amarillas parecen configurar un árbol de Navidad callejero.  Frente al rojo, los conductores impacientes tienen toda su vitalidad puesta en el cercano instante del arranque veloz; no miran a sus lados, se pierden el verdor del separador central, la abigarrada vestimenta de los caminantes en el andén.  Los peatones afanados esperan al hombrecito verde para lanzarse sobre la cebra y no ven las flores encarnadas que cuelgan de los árboles que los abrigan con su sombra en este cálido medio día; tampoco reparan en el ciego que necesita una ayuda para cruzar.  Los colibríes siguen libando incógnitos allá arriba, las palomas pasan en busca del parquecito donde podrán asentarse a picotear.
El nervioso pie de Gilberto roza el pedal.  Listo a meter a fondo; no puede perder un milisegundo.  Ha dejado mil asuntos importantes en su despacho para salir a buscar un encargo de su mujer.  “Se le ocurren unas cosas…  Con lo ocupado que me mantengo”.  De paso, necesita apurar algún emparedado con bebida gaseosa, “para aguantar toda la tarde”.  Detrás de él, cuarenta conductores (y sesenta motociclistas) rumian también su impaciencia y hasta dan toquecitos al acelerador y hacen rugir el motor, como música calmante, para no pensar por un instante en la cita retrasada, la cola que se va a alargar, la castigadora mirada del jefe por llegar tarde, la comida que se enfría…
Magdalena salió de su cita médica y, en medio de su sensual caminado, va preocupada hacia la estación del tren, para regresar a la universidad, donde comerá alguna empanada en cafetería antes de seguir para sus clases de la tarde.  No es alentador lo que le dijo el médico sobre la lectura de sus exámenes.  A su rededor, un tumulto respira agitadamente en el leve descanso que les da el semáforo, pensando también en el tren, en el bus, en el otro impaciente que los aguarda, en que no los espere un aguacero en su destino, sobre el que se alcanza a percibir una nube negra…
Horacio sigue acomodando los chicles y golosinas en su cajoncito en una orilla del andén, mientras se quiebra la cabeza tratando de adivinar cómo va a pagar la cuenta de servicios públicos de dos meses consecutivos acumulados.  “Son injustas esas tarifas; no nos consideran a los de estratos bajos”.  No deja de mirar a todos los que pasan, no deja de detallar los modelos, las líneas, los colores de los carros; las piernas de las peladas, los jeans entubados de los muchachos, los tenis abigarrados de la juventud, porque se ha vuelto un agudo observador a fuerza de tener que pasar muchos ratos sin qué hacer.  Pasa y lo saluda el lotero amigo, quien le cuenta del “taco” que se formó a un kilómetro de allí, por un choque, que tiene desesperados a todos los choferes y pegados de sus estridentes pitos.  “Dichosos los que vamos a pie”.
Valentina cruza en su bicicleta; en mitad de la calzada, le cambia el semáforo; un conductor la deja pasar, pero el del carril siguiente le lanza el carro y la obliga a frenar; ella también tiene algo qué lanzarle, un “cariñoso” insulto, y sigue rodando frente a los vehículos que le abren paso… Los conductores le miran sus curvas deleitados y alguno alcanza a emitir un silbido melodioso.  Otros dos ciclistas la alcanzan, le manifiestan su solidaridad y, con palabras de esas disonantes se refieren a los múltiples atropellos que enfrentan, “especialmente de los buseros”, a la discontinuidad de sus vías de circulación, a la inseguridad…  Finalmente, le recuerdan la ciclotón del miércoles por la noche y le dicen que les encantaría verla allí (¡claro que sería todo un encanto verla de nuevo!). 
Magdalena sigue pensativa y se resuelve a comentar su preocupación de salud con una amiga; la que estudia Contaduría.  La buscará en un descanso de la tarde, en la cafetería donde casi siempre coinciden.  A ella le puede pedir consejo con tranquilidad, pues han compartido muchas intimidades.  Se conocieron en esa misma cafetería, casualmente, una tarde, comentando sobre decisiones tomadas por las directivas para evitar un paro; coincidían en que eran medidas que coartaban las libertades y ahí se prendió la chispa para conversar largo y seguir frecuentándose.  La Magda es muy madura y sabe vivir sola, como le toca, pues se vino desde lejos hace muchos años a estudiar a la ciudad; ha sido introvertida y desconfiada y por eso no tiene casi amistades; con esta amiga funcionaron las cosas porque en algo vibraban al unísono.  Comparten aficiones y preferencias y ninguna de las dos elabora un proyecto sin consultarlo con la otra.
Gilberto, después de arrancar como un cohete, se acuerda de su amiguita Liliana.  “¿Cómo le estará yendo en su trabajo en la costa?  Tan bueno que la pasábamos aquí”.  Su relación con su esposa está deteriorada; ella dice que por culpa de él, tan mujeriego; él, que por culpa de ella, de tan mal genio.  Es una mujer que todavía está en sus buenos años; no ha perdido formas, no se le han deteriorado sus rasgos y tiene la libido todavía muy viva, pero algo se quebró entre los dos.  Ahí siguen, viviendo juntos, levantando a sus dos consentidos hijos que ya están mostrando aversión al estudio.  Uno ya se retiró del colegio, a pesar de todos los ruegos de papá y mamá y lo tuvieron que matricular en clases de pintura y de computadores para que no esté por ahí vagando.  Duda de la calidad de los institutos que eligió pero “ahí lo mantienen ocupado, mientras sienta cabeza”.
Valentina para junto a Horacio y le compra unos chicles; también le pregunta si sabe a qué hora van a dar el especial por televisión y este le asegura que a las nueve, pero él lo va a ver donde un vecino porque su TV se quedó en blanco hace quince días y no ha tenido con qué pagar la revisión.  “La sola revisión vale dinero, niña.  ¡Cuánto no irá a costar el arreglo”.  El hombre tiene seis hijos y tiene que sostenerlos con el producido de su puestecito de golosinas.  Mucho le rogó a su mujer que planificaran la familia, pero ella le seguía la corriente al cura de su parroquia que la amenazaba con el castigo propio de la terrible naturaleza de ese “pecado".  La chica le pregunta algo más de su familia pero él le cuenta apenas pocas intimidades.  Ella retoma su ruta y se va pensando que en casa también son seis y su papá puede responder por todos.  “El viejo está resentido conmigo desde que me mando sola.  ¿Qué dirá si sabe quiénes son mis amigos?”.
Mientras Gilberto reflexiona en la cafetería sobre las estrategias del negocio, la conveniencia de cambiar el carro y las calificaciones que el hijo menor trajo del colegio, Horacio está al pie de su chaza embelesado en los recuerdos del chandoso que adoptaron en casa y preocupado por recoger los pesitos para el mercado del sábado.  Al mismo tiempo, Magdalena está sopesando decisiones para su caso, pero quiere, de todos modos, contar con el buen consejo de su confidente; en tanto que Valentina abriga serias dudas sobre el muchacho con el que ha estado en coqueteos mutuos.
Y, después de las cinco de la tarde, vuelven a pasar Magdalena, Valentina y Gilberto por el lado de Horacio, en el mismo crucero, con la misma congestión, en su camino de regreso, escoltados por los mismos, o distintos, conductores, motociclistas, peatones, ciclistas, trotadores, patinadores, ladrones, vendedores, policías, mendigos y por los animalitos vespertinos; cobijados por la frondosa vegetación que no ven e iluminados por un majestuoso crepúsculo que no miran.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

  Una navidad sentida La pelirroja Ángela y el rubio Daniel han salido a caminar en esta noche de principios de diciembre tibia y luminosa, ...