Extraordinarios recuerdos
Allá posado en un alto acechaba el dragón que desde la ventana de mi pieza se oteaba. Era inmenso y verde y tenía espinas a lo largo del lomo. Movía la cabezota, abría y cerraba las fauces y cuando intentaba desplegar las alas yo me quedaba un rato largo esperando temeroso que alzara el vuelo. Yo me imaginaba que solo durante la noche el dragón sobrevolaba el barrio y se complacía viéndonos dormir a través de la ventana y entonces me sobrevenía cierto sentimiento de solidaridad con el pobre animal incomprendido. Cuando compartí ese encanto con mi hermano mayor me dijo que me llevaría a conocerlo. Acepté bajo la condición de hacerlo a plena luz del día para aminorar mis temores. Mira que es un árbol viejo de ramazón desordenada, me hizo notar, y salí desilusionado.
Por el ventanal de la parte de atrás de la casa, situado en un punto alto, me entretenía observando el tráfico poco intenso de las calles del barrio. Una de estas ascendía en curva bordeando un terreno deprimido y en lo más alto lamía el caserón de los espantos y desaparecía al empezar a descender hacia otra parte baja de la ciudad; así que la casona dominaba desde la altura todas las calles del sector, todas nuestras viviendas, haciendo gala de su amplia puerta y dos grandes ventanas de madera por el frente y pequeños y oscuros ventanucos en los costados. Traje a mi amiguita Marta Lucía a mostrarle desde esa ventana mi extraordinario descubrimiento; es un caserón desvencijado, me dijo. La saqué defraudado de casa. Yo sabía que desde estos orificios alzaban vuelo al atardecer los oscuros murciélagos y en la noche profunda los fantasmas que se dirigían hasta nuestras habitaciones a través de sus ventanas descuidadamente abiertas. Obvio que nunca vi a los fantasmas saliendo de aquel lugar pues lo hacían muy tarde y a nosotros nos mandaban temprano a la cama.
Y el sótano… ¡el sótano! La oscuridad, el misterio, las momias. Sí, desenterrábamos momias mi amigo Gildardo y yo. Con los pelos de punta. No resistíamos más de cinco minutos. Todo empezó alguna vez, cuando mi papá le puso una mortecina luz eléctrica a ese lugar y me atreví a explorarlo y de repente vi en el suelo algo blanco que sobresalía; busqué una herramienta y comencé a cavar… hasta que destapé un brazo, un brazo humano completo y sufrí un desmayo humano completo. Me guardé el secreto y busqué a mi amigo para que él lo compartiera y me acompañara a una nueva excavación, porque el morbo humano siempre nos arrastra hacia el reencuentro de lo terrorífico. Con la luz pálida del débil foco instalado por papá, encontramos unas piernas cruzadas y salimos despavoridos. En otras incursiones extrajimos mujeres, bebés y angelitos. Y al final nos cansamos porque nadie prestaba atención a nuestros asombrosos descubrimientos, nos decían que eran los escombros de un taller de estatuaria.
Cuando la pandilla de amiguitos salíamos de explorar los misterios de los oscuros laberintos de las casas en construcción, el perro de las narices negras aparecía de improviso en medio de nosotros y corríamos hacia nuestros escondites hasta que se perdía. Pero un día un amiguito valiente le dio la cara y el animal le habló le dijo soy inofensivo diles a tus amigos que salgan a que juguemos. Por supuesto que no le hicimos caso, pero la vez siguiente el perro se acercó a nuestro refugio, nos miró a todos de arriba abajo para hacernos saber que conocía donde nos escondíamos y se fue muy orondo agitando la cola en señal de triunfo.
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