miércoles, 14 de agosto de 2019


Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com


Matriochka macabra
Relato

Federico Hildebrando levanta la tapa del ataúd de su amigo Leonardo para expresarle un adiós con su mudo rostro melancólico, esperanzado en que lo percibirá desde el más allá, a través de sus ojos cristalinos.  Le llama la atención una caja marcada “para Fed-Hil”; la toma, cuidando de que nadie lo note, y sale con ella bajo el saco, antes de que se la reclamen.

En casa, abre la caja misteriosa y encuentra un cofrecillo cerrado con llave.  No se atreve a forzarlo, pues se siente como violentando el cadáver de su íntimo amigo.

–¿Ahora cómo lo abro?

Le da muchas vueltas en la cabeza hasta que, como inspirado desde el más allá, le llega el recuerdo de un llavero que su amigo dejó una vez, muy misteriosamente, en una oquedad de la cabaña que frecuentaban en días de holganza.

Se le hace eterna la espera hasta el fin de semana y se va madrugado a la cabaña, encuentra el llavero en el sitio preciso, abre el cofre y adentro solo hay un elemento de memoria electrónica.  No había llevado computador y, aunque tenía previsto pasar allí los dos días, se regresa con una picante intriga por explorar la memoria para encontrar el secreto que le dejó su muy querido amigo.

–¡Cómo ha querido Leo prolongar, hasta más allá de su propia vida, los excitantes ratos en que nos dedicábamos a descifrar misterios!

La dichosa memoria solo contiene algunas imágenes sin importancia y muchos cuentos.  Se lleva Federico la sorpresa de que Leonardo escribía y nunca le hizo partícipe de su producción.  Lee un primer cuento que relata una idílica historia de amor en un bosquecillo solitario; el segundo es el relato de las travesuras de un mago excéntrico…

–No encuentro ninguna clave.  ¿Cuándo voy a terminar de leer doscientos cincuenta cuentos?  ¡Tengo que hallar otra manera de llegar al secreto!

Se  le ocurre que la lista de nombres puede formar un acróstico, mas está en orden alfabético; la ordena por tamaños, cronológicamente… de ninguna manera se forma el acróstico.  De repente recuerda que en todas las revisiones le llamó la atención uno que se llamaba “Matriochka”, como las muñecas rusas.  Es el único con nombre extraño y breve; todos se llaman “Amanecer encantado”, “Confesiones de unos amigos fieles”, “No me recuerdes por mi nombre sino por mi irreverencia”, etc.  Se pone a leer ávidamente Matriochka; al final de la narración, la mujer con quien el protagonista ha pasado una noche de amor, le dice que la volverá a encontrar únicamente si va al sitio indicado en la memoria electrónica.  ¡Una memoria que nunca fue mencionada para nada en esa historia!

Se dedica Hildebrando a examinar todos los documentos grabados en la memoria, buscando una referencia a un tal sitio, sin encontrarla.  Se pone entonces a revisar todas las imágenes y al mucho rato encuentra una foto del dichoso llavero.

–¡Esta tiene que ser!

Razona entonces:  De las tres llaves, una es la ya utilizada, se descarta; hay que investigar las dos restantes.  Empieza verificando con la familia de su amigo; una es la llave de su apartamento, pero la tercera es completamente desconocida.

Regresa, pues, a la cabaña y se pone en la labor de ensayar la llave en todo lo que tenga cerradura:  puertas, ventanas, compartimientos…  El último que abre contiene un papelito que dice “falso fondo”.  No tiene que meditar mucho; se tiene que referir a un falso fondo en el cofrecillo.  Corre a buscarlo, pues, en el cofre y lo halla, muy bien camuflado; lo remueve y se topa con una pequeña cerradura, que abre fácil con la llavecita.

Encuentra una foto marcada por detrás “Aradia”.  Representa a una linda mujer, que Federico no conoce; nunca supo de amistades o amoríos de su amigo con una Aradia, ni reconoce este rostro en ninguna de aquellas con las que algunas veces la hubiera visto.  No le queda más remedio que salir a buscarla en los lugares que Leonardo frecuentaba.  ¡Vaya tarea!

Once meses después, un sábado, ingresando a una sala de cine, se la encuentra después de haber desistido de la infructuosa búsqueda; está sola y la aborda de inmediato; ella lo atiende sonriente, como si se conocieran, le confirma llamarse Aradia y que conoció a Leonardo; se lamenta de su muerte, que ignoraba.  

Miran la película juntos y luego se van a tomar una copa.  Ella le cuenta muchas cosas de Leonardo que él, tan buen amigo, no sabía.  Hablan toda la noche y Aradia se ve feliz de habérselo encontrado.  Intiman tanto que, al momento de despedirse, él intenta darle un beso, que ella rechaza con suavidad, pero a continuación le dice:

–Es muy poco un beso callejero.  Te invito a visitarme el viernes próximo.

Pasa toda la semana ansioso por verla.  Parece que el tiempo se estancara.  Por fin, el sábado, se acicala cuidadosamente, toma las flores y el vino, pero a punto de salir del apartamento, un pequeño tropezón lo hace mirar involuntariamente hacia su calendario de pared.  Es el 24 mayo, fecha de la muerte de su amigo.

–¿Por qué al año preciso de su muerte voy a verme con su amada amiga?  Es como traicionarlo al lado de su féretro.

Súbitamente se llena de pánico.  Se ve regresando al ataúd y se percata de estar desandando todo el camino:  En la caja, un cofrecito; en el cofre, una memoria; en la memoria, un cuento; en el cuento, lo mandan de regreso a la memoria; en la memoria, la fotografía de unas llaves lo envía de vuelta a la cabaña; esta lo remite de regreso al cofre, que lo manda hacia una mujer; esta, necesariamente, va a ser el paso final para retornar… al sarcófago, ¡que ahora sería el suyo propio!

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