sábado, 31 de agosto de 2019



Alegres compadres
Relato

En una cuadra de mi barrio había seis muchachos que se reunían con frecuencia, sentados en el andén o en un muro, y conversaban animadamente, cosa extraña en esta época del aislamiento individual causado por los dispositivos electrónicos de comunicación y entretenimiento.  Estos chicos, aunque a veces sí se “unían” alrededor de celulares y tabletas, usualmente se dedicaban a pura charlatanería, se reían, se hacían bromas y lanzaban piropos a las chicas vecinas que pasaban haciéndoles ojitos pero fingiendo no prestarles atención.

Otro sitio usual de tertulia era la tienda de la esquina, donde tomaban algunos refrescos, que en un principio fueron bebidas gaseosas y con el tiempo pasaron a ser cervezas heladas.  Don Jenaro les fiaba cuando estaban “mal de efectivo”, como ellos decían.  Allí veían, en ocasiones, los partidos de fútbol internacionales y los partidos de su equipo local cuando jugaba en otra ciudad.  Cuando el cuadro jugaba de local, no fallaban al estadio todos juntos y, a la salida, hacían fiesta por la calle.

Fiestas también disfrutaban, y muchas, pues no se perdían ninguna de las de los amigos, ni tampoco las de los amigos de los amigos; fiestas de quince años y, en general,  de cumpleaños de cualquier cifra, de matrimonio, de fin de curso y también de fin de semana.  No les faltaban amigas de compañía para estos jolgorios y competían después a cuál había llevado a la más bonita, quién había bailado con la más movida, quién había hecho un “levante”, a quién habían tenido que sacar cargado hasta su casa…

En fines de semana más tranquilos, se juntaban en casa de alguno a jugar; estaban embebidos en esos juegos de mesa que representan batallas, epidemias, viajes por el mundo, búsqueda de tesoros, solución de asesinatos, etc., con tableros multicolores, figuras en tres dimensiones de los personajes, cartas y dados especiales.  Les daba la madrugada absortos en las consabidas fantasías y este era un programa regularmente sano, con poca o ninguna bebida alcohólica.

No todo era gozo; también tenían sus malos momentos, como el día que estaban “recochando” en la esquina y llegaron dos agentes de policía a exigirles sus documentos de identidad y someterlos a una requisa; en esta, uno de ellos exageró cuando palpaba a Ramiro y, cuando se terminó el procedimiento, Sebastián, muy dolido con ello, le insinuó al agente Campuzano, que así se llamaba, irse a buscar a los “mariquitas” en un parque cercano, frecuentado por homosexuales.  El policía, encendido de furia, los amenazó con unas cuantas cosas.

Otro día, un vecino llegó a la tienda muy alterado a reclamarles por el daño de unas plantas de su antejardín; los acusaba a ellos porque eran los que se sentaban en un murito del mismo; por más que le aseguraban haber respetado siempre su jardín, él insistía en que alguien los vio cuando arrancaban hojas del espécimen más costoso, que era muy delicado, lo había trasplantado con sumo cuidado y lo cuidaba mucho; los acusaría en la inspección y le tendrían que pagar una alta cantidad de dinero.

Y en el fin de semana siguiente, a la salida del partido de fútbol, tristes porque el glorioso equipo perdió, dieron rienda suelta a las pasiones pregonando “¡árbitro ladrón!”, “¡comprado por (…el otro equipo)!”, “¡violetas HP (color del otro equipo), se las vamos a cobrar!” …cosa extraña en ellos, que nunca habían sido violentos.  No habían andado una cuadra, cuando los interceptó un grupo de violetas y los tomó a los puños; tuvieron que defenderse y hubo ojos “violetas” de lado y lado; llegó un piquete de policía a poner orden y se llevaron a nuestros queridos amigos, acusados por los hinchas violetas y los vecinos, a rendir cuentas en una inspección.

En la inspección, se encontraba el agente Campuzano y era el único a cargo de vigilar a los detenidos mientras el atareado inspector iba despachando los asuntos, no propiamente con agilidad; Campuzano los miró con una sonrisa socarrona y les buscó la celda más fría y oscura; les retuvo los teléfonos celulares y les deseó “una buena noche, pues el inspector no les alcanzará a resolver su caso; le tocará por la mañana al que tome el turno”.  Sebastián masculló un insulto cuando se retiraba y el agente se devolvió y sacó a Ramiro de la celda “para cobrarle el insulto” en aislamiento.


A las nueve de la mañana, comparecieron ante el inspector de turno, quien había encontrado que había una querella contra Sebastián por la destrucción de unas plantas de antejardín; lo dejó detenido mientras los demás, que quedaron libres, iban a buscarle a sus padres o a un abogado.  De camino al barrio, Ramiro les contó de los acosos que sufrió del agente Campuzano, que se le mostró muy ganoso y le hizo varios intentos, mas como él lo rechazaba le sentenció que lo seguiría persiguiendo.

El primero que emigró del vecindario fue Ramiro, cansado de eludir a su perseguidor, que con frecuencia lo detenía y lo acusaba de las cosas más absurdas; consiguió trabajo en otra ciudad.  Poco después lo siguió Sebastián, aburrido de la inquina del vecino, quien quedó amargado porque con testimonios de señoras de la cuadra se había resuelto a favor del muchacho la acusación; convenció a su madre, con la que vivía, de irse a un barrio del otro extremo de la ciudad. 

La desgracia se encargó de separar del grupo al tercero de ellos; Johnatan corría mucho en su moto y un día aciago fue aplastado por una tractomula.  No tan mal como a los anteriores les fue al cuarto y el quinto; uno se casó con su adorada novia y el otro fue admitido a estudios de maestría, con beca, en el exterior.

Quedó solo Agustín, quien optó por elaborar el duelo de la disolución del grupo visitando asiduamente la tienda de la esquina.  Allí no falta quien le pregunte por el uno y por el otro, y cuando no lo hacen los parroquianos, el tema lo pone don Jenaro, como haciéndose cargo de la obligación de consolar al muchacho.

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