domingo, 28 de junio de 2020

VIDA COLOR VIOLETA
Relato
Presentado a Café Literautas en junio 2020

Crisálida se jubiló después de treinta años de juicioso trabajo y se declaró
dichosa de disfrutar, por fin, de un descanso merecido. Pero, pronto, su familia denigró de la nueva vida que estaba llevando y le volvió la espalda.

Trabajó duro en esa empresa, con jefes cascarrabias, con compañeros
envidiosos, con compañeras irónicas, pero era amable con todos ellos y más con los clientes. También fue generosa y agradable con todos en su medio social, especialmente con las jóvenes. Y se quedó solterona… no se le conoció novio o amigo íntimo; ella decía que nunca tuvo tiempo, por dedicarse al trabajo y a la familia.  En la empresa, la despidieron con una gran fiesta y todos, hasta esos envidiosos y esas irónicas, la llenaron de halagos y le formularon hermosos deseos.

Conoció a Violeta unos seis meses antes de jubilarse. Eso ocurrió tomando un
café cerca del trabajo; esa tarde lluviosa, se refugió en el cafecito a esperar que amainase.  Saboreando el café, le sonrió una chica de la mesa siguiente y ella le devolvió ampliada la sonrisa; le pidió entonces permiso para acompañarla y Crisálida la acogió. La “chica” no era tan joven; acaso sería unos diez años menor, pero reflejaba juventud, tanto por constitución propia y actitud personal como por ayuditas cosméticas y de ropaje. Se entendieron muy bien, conversaron delicioso y terminaron intercambiando números telefónicos para invitarse “algún día”.

Familia y amigas le celebraron pomposamente su retiro; un te rico en
acompañamientos y ornamentación, música, dedicatorias, poemas, abundantes regalos.  Familia y amigas la condenaron agriamente un mes después, al enterarse de su amistad con Violeta.  Un prontuario rico en calificaciones, burlas, sarcasmos, acompañado de muchos “no volvemos a…”, “no vuelvas a…”. “No voy a cambiar –se dijo– tiernas caricias por afecto interesado”.

Con Violeta, la del café, se consolidó una bonita amistad, de esas que se afincan en confianzas mutuas de toda clase, empezando por las más simples, hasta que
una vibración mutua las lleva de la mano y sutilmente a tomarse de las manos, a acariciarse sutilmente, prolongar los besos de despedida, decirse cosas bonitas con voz que tiembla, dedicarse poemas, canciones…

Cuando empezó a vivir sola, le hacía falta compañía, se le hacían largos los
días, añoraba a su amiga y la llamaba con frecuencia. Esta multiplicó el número y la duración de las visitas en su casa y los encuentros por fuera. Entraron en mayor intimidad y ya dormían juntas varias veces a la semana. Descubrían en esa cama placeres que nunca habían tenido, al menos en compañía. Iban juntas a cine y conciertos y se les veía tomadas de la mano en los cafecitos y parques.

Las excomulgaron, pues, familia y conocidos, pero no les importó y siguieron
en su idilio; tuvieron que cambiar sus amistades, mas las nuevas eran mucho más interesantes y les abrían paso al disfrute de una vida completamente nueva. Hicieron pareja definitiva y nunca hubieran creído que en este mundo pacato podrían hallar un nuevo mundo para ellas. Las conquistas mutuas que todavía tímidamente se hacían, pasaron a ser arrasadora posesión; avanzaban sin recato sobre ese terreno nunca antes conquistado por hombres; acariciaban las colinas gemelas que ellos no acariciaron; caminaban por los trigales donde ellos no estuvieron, penetraban oquedades para ellos vedadas…

En la notaría, leyendo el testamento, todos han llorado. Ahora reconocen que
fue una hermana amorosa. Lamentan haberla despreciado por algo que correspondía a su pura intimidad. Pregonan que es una lástima que un infarto se la haya llevado tan pronto, pero íntimamente están dichosos porque su casita, el derecho en la finca, los dos taxis y los ahorros en el banco los dejó a sus hermanos y hermanas; a su amada, “solo” la biblioteca y la música.


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