domingo, 28 de junio de 2020

LA APARICIÓN
Relato

Me desperté a la una de la mañana.  Súbitamente.  Sin causa aparente.  Todo estaba en orden.  Ningún ruido.   No hacía un calor de esos que nos sofocan y nos ahuyentan el sueño.  No hacía un frío de esos que nos obligan a levantarnos a buscar una cobija adicional.  Bebí un poco del agua de la mesa de noche y me quedé un rato quieto, sin encender la luz, sin poner música, confiando en dormirme pronto, con la facilidad acostumbrada.  Pasaron los minutos, que me parecían horas.  Pasaron muchos pensamientos por mi mente y los desechaba, en busca de conciliar el sueño.  Este, remiso, parecía hacerme muecas burlonas.
Finalmente, me decidí por la lumbre y allí lo vi a él, sentado frente a mí.  Todos mis pelos, mis barbas, mis vellos, se erizaron.  Entonces, me habló, con una maliciosa sonrisa en su rostro.
–No se asuste, soy su vecino, no le haré daño.
–Qué vecino?  Yo a usted no lo conozco.  Por dónde entró?
–No necesito entradas.  No tengo cuerpo material.  Ya superé esa etapa.
–Eres el espectro de quién?
–Serénese.  No vine a asustarlo.  Vine a conversar con usted.
–Pero, quién eres?  Por qué estás aquí?
–Soy Miguelucho.  Yo vivía en este terreno, que era todo mío.  En él me paseaba a mis anchas.  En él tenía mi choza, donde nada me faltaba.  Salía en el día a caminar por ahí; les hacía múltiples favores a las personas y ellas me retribuían con abundantes monedas.  Y cuando no había a quién colaborarle, pedía.  Y me daban.  Alguna vez usted me dio y no lo recuerda.  Con eso me compraba mis mendrugos, como dicen, y me bebía mis sorbos.  También conseguía con qué acicalarme, pues no me gustaba andar mal presentado.  Y leía, leía mucho.  Recogía todo periódico que dejaban por ahí y hasta libros olvidados.  Pero también empezaron a regalarme libritos las personas que ya me conocían.  No dejaba de escuchar música.  En un pequeño radio que encontré descompuesto, arrojado en las basuras reciclables y que hice reparar por un amigo, el del radiotaller del vecindario, a quien hacía favores.  Mire, pues, que yo vivía como un rey, nada me faltaba.
–Ya veo.  Y te tuviste que ir de por aquí cuando llegaron a construir este edificio.  No es así?
–Efectivamente, pero no me fui por mi propia voluntad.  Resulté “ido” de la forma menos pensada.  Porque eso era lo que querían, que me fuera, así sin más.  Un día, el señor que tenía escrituras del lote y por eso se sentía su propietario, vino a mostrarlo a unos negociantes y se los vendió.  No preguntaron cuánto valía mi choza.  Se las hubiera vendido, para no dañarles sus planes.  Poco después, llegaron las máquinas a despejar el terreno y cayó mi chocita derribada en un santiamén.  Desde una esquina lo presencié.  Ya había retirado mis tesoros: el radio, los libros, las cobijas y una olla.  Seguí durmiendo allí, al descampado, pero de día me ausentaba.  Cuando levantaron la ramada de las herramientas, me las ingeniaba para refugiarme allí después de caer el sol.  Mas una noche me dio por salir a observar la excavación para las fundaciones, con tal desacierto que resbalé en la tierra lisa, porque había llovido, caí a lo más profundo y quedé aprisionado entre las varillas de acero del alma para la columna, inconsciente por los golpes recibidos.  Llegaron al día siguiente a vaciar el concreto, no me vieron, no alcancé a gritar, todavía aturdido, y fue así como mi cuerpo quedó incorporado al alma de la columna y mi alma salió a buscar nuevos aires.
–Pero ¿cómo es posible?  ¿No se supone que ella se iría a ocupar el espacio que le tocara en el cielo o en el infierno?
–De eso no hay.  Yo quedé flotando por ahí.  Estuve muchos días vagando por toda la ciudad, hasta que decidí regresar a conocer el edificio.
Me contó que estaba visitando cada noche una vivienda diferente, para conocer la vida de sus “vecinos” y al enterarse de que yo escribía resolvió proponerme hacer los relatos de todas esas historias de vida.  Le dije que yo no me podía dedicar a hacer chismes sobre la vida de los demás.
–No son chismes, son testimonios; vamos a contar lo que yo veo y oigo en esas familias.  Y usted no les tiene que poner sus propios nombres; si les cambia estos y algún que otro detalle, no van a identificar fácilmente a quiénes está describiendo.
Confieso que me picó la curiosidad y le contesté:
–Bueno…  Está bien… ¿Cuándo empezamos?
–Mañana le traigo la primera historia.
La siguiente noche, al disponerme a buscar el lecho, recordé el compromiso con el extraño personaje y me ericé de nuevo.  ¿Cómo era posible que volviera a presentarse el espanto?  Mas, en un minuto creí serenarme, pensando en que el tal Miguelucho no regresaría.  Tengo que confesar que no concilié fácilmente el sueño, pero cuando ya estaba profundo y soñando algo muy delicioso, me tocaron el hombro.  Me incorporé como un resorte.
–Cálmese y prenda la luz si eso le da más tranquilidad.
–Pensé que no vendrías.
–Siempre pensamos en lo que deseamos y luego actuamos en consecuencia.
–Bien, vamos al relato, porque no puedo perder mucho sueño.
–Descuide; cuando se encuentre en mi estado no va a necesitar sueño ni le va a dar sentido al tiempo.
–No me alarmes.  No quiero pensar en eso.
–Nos negamos a pensar en lo que no deseamos y por eso tenemos sorpresas.
–Deja de filosofar y vamos al grano.
–El señor del primer piso tiene un pasado turbio.
–¿El del apartamento grande o el pequeño?
–El gordo del grande.  Él con sus negocios consiguió con qué comprar uno así de grande, aquí en este barrio de alto nivel, lo amobló con todo lujo y también compró otros dos en pisos más altos.
–Está bien que sepa invertir su dinero.
–Pero lo que no está bien es su dinero; nada bien habido.  Por eso se vino de su pueblo; allá le conocían sus andanzas y no le hacían buen ambiente.
–¿A qué se dedicaba, pues?
–No he ido a ese pueblo a averiguar, pero yo soy muy bueno para hacer deducciones.  Por todo lo que él habla, especialmente por teléfono, me doy cuenta de sus malas jugadas y de lo que lo obligó a huir de allá.
–No me convences.
–¿Por qué el tipo comenta “a Marco Tulio lo dejé sin una”?  ¿Por qué dice “a Careperro ya no le tengo que pedir más favores” y en otro momento comentan en casa que el tal Careperro mató a más de veinte?  Y cuando habla por teléfono, con mucho sigilo, con un amigote, a cada rato le advierte “que mi familia no se entere”.
Seguimos hablando un rato y me convenció de que ese señor fue de los que ampliaban la finca moviendo las cercas y amenazando a quien se los reclamaba; de los que tenían chanchullo con el comprador de la cooperativa para recibir pagos por mayor cantidad de arrobas de café, de panela… Que tiene algo que ver con la muerte de un paisano a cuya viuda le compró la finca y la casa por un valor mínimo y, además, nunca se lo terminó de pagar.  “Pero ya me di gusto halándole los pies y cantándole el nombre de esa pobre mujer”.
La noche siguiente, un relato nuevo, como Scherazada (pero sin quedarse en mi cama, lo aclaro).  Las chicas del segundo piso, donde se oye música con mucha frecuencia.  Son tres muchachas muy bonitas y simpáticas, que se les ve salir a diario hacia su universidad, y tienen un hermano menor, mas no niño, que da toda la apariencia de ser homosexual.
–Esas peladas hacen favores sexuales.  ¿No ha visto que allí llegan muchos jóvenes?
–Hombre, son compañeros de universidad que vienen a estudiar.
–No sea inocente.  ¿Yo entro o no entro a ese apartamento sin ser visto?
–No lo dudo, pero me asombra lo que me dice.
–Por su apariencia de universitarias fue que las eligieron para poder montar el negocio sin lugar a sospecha.  Y el mariconcito no es hermano, ni ellas son hermanas entre sí; él está contratado para cuidar de ellas, porque no ofrece riesgo.
–Pero parecen hermanas, son muy similares físicamente.
–Así las escogieron.  Todo está muy bien planeado.
En el rato que seguimos conversando, me contó detalladamente escenas que aquí no debo escribir, confesó travesuras que les hizo a los excitados visitantes y me dejó convencido de su noticia.
Aunque domingo, se apareció mi visitante la noche siguiente; no se dio descanso ni me lo permitió a mí.
–¿Cómo estás Migue?
–Podría decir que asombrado, si en mi actual estado existieran esas sensaciones.
–¿Y de qué se trata?
–La señora del séptimo piso, la que parece muy solvente, que mantiene a sus hijas como unos postres y mira a todos por encima del hombro, está en quiebra.
–¡Doña Maruja!  ¿Cómo es posible?
–Sí señor.  Hoy le estaba llorando a su ex-esposo por teléfono, al mismo que ella juraba que nunca iba a volver ni a saludar, y le rogaba que la salvara.  Yo sí era testigo, por mis entradas a mirar las muchachas, de que esta señora llamaba a pedirle prestado a un amigo para correr a pagarle a otro; a uno más le prometía que para el siguiente lunes le tendría la plata…
–Pero, ¿por qué cayó en eso, si tenía un negocio tan boyante?
–Por el juego.  Se dedicó a ir a los casinos y perdió hasta la vergüenza.  Esto lo supe apenas ayer, que la encontré diciéndole a su íntima amiga, por teléfono, que no volvía al casino porque ya no tenía ni crédito.
–Y, a ella, ¿qué lección le diste?
–Antes de la lección, pensaba ayudarle, pero parece que no se va a poder.  Me aprestaba a ir tras ella al casino, soplarle  al oído las cartas que debería jugar y que así recuperara su fortuna.  ¡Ya sé! No abras la boca.  Me ibas a decir que eso se llama juego tramposo.  ¿Tú crees que los otros no le han jugado sucio?  Me he solazado visitando casinos últimamente y soy testigo de las trampas más ingeniosas.
–Más asombrosas son las jugadas que hacen miles de políticos con los dineros públicos.
–Tiene toda la razón.  ¡Hasta mañana! 
Una noche más, una visita más del Miguelucho.  Esta vez llegó preguntándome si conocía a la pareja de hombres, muy bonitos y muy atléticos, del cuarto piso.
–Ya me vas a venir con una diatriba contra las parejas del mismo sexo.
–Todo lo contrario.  Ni siquiera cuando vivía en el barrio de ustedes, es decir, la vida terrena, tenía algún sentimiento contra ellos.  Pero le voy a contar lo que les sucede a diario a ese par de angelitos.
–Bien los has calificado; al menos a uno de ellos, que es una persona muy suave.
–Y es educado y respetuoso.  Lo que no convence a unos muchachos del octavo y del quinto que lo toman a burla y no lo dejan en paz.  Esos que salen con frecuencia a la terraza a tomarse unos tragos con las peladas del sexto y otras de la esquina y a escuchar música a todo volumen.
–¿Qué le han hecho?
–Cuando se lo topan en los corredores, le hacen preguntas incómodas, aun delante de las señoras.  Si viajan juntos en el ascensor, aprovechan el aislamiento para simular que lo tocan y que le quieren dar un beso y salen de allí a las carcajadas.
–Debería quejarse a la administración.
–Él no se atreve, pero sí lo ha comentado, compungido, con su compañero, el fuerte de la pareja, y este se limita a decir “que lo hagan conmigo y les pongo la mano”.
También esta vez seguimos un buen rato comentando el caso y ventilando nuestras opiniones, no opuestas en este caso, pero algo divergentes, en algunos detalles.  A propósito, me contó que ya hizo justicia por su propia mano: al muchacho que más suele vanagloriarse de su machera le empujó suavemente la cara hacia la del chico más bonito del grupo y logró juntarles los labios, esto dentro del ascensor en el momento en que se abría la puerta y se disponían a entrar sus dos amigas del sexto.  Ni hablar de la vergüenza del muchacho, las explicaciones esgrimidas (“algo me empujó”…) y la incredulidad y burla de las chicas.
Con esto, se despidió con un “hasta mañana”, pero no ha vuelto.  Ya llevo tres semanas esperando su visita, porque ya me tenía entusiasmado con sus historias y animado a escribirlas.  Por ahora, cuento esto y, si Miguelucho vuelve, ya podré escribir algo más sustancioso.

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