viernes, 10 de julio de 2020

CREEN SER LIBRES
Relato

Matías llega del centro en su moto y la estaciona sobre el andén para entrar a la tienda de doña Rosa, donde pide su acostumbrada cerveza “y me la apunta”.
–Ya me debes mucho, Matías.
–Un día le voy a traer tal paquete de plata que se va a ir de espaldas.
Dos señores entran y le piden bajar la moto del andén.
–Bájenla ustedes, si les da la gana, no me molestaré si me hacen ese favor.
Llegan sus amigos Freddy y Candela.  Matías les ofrece cervezas y le arranca un beso a ella; Freddy se turba, pero no se atreve a protestar para que no lo acusen de zanahorio.
A doña Rosa le dice su amiga Mercedes, igual que todas las veces que entra a su tienda…
–Si la policía te pilla vendiendo trago vas a tener un problema.
–Tengo al inspector en el bolsillo; yo le fío mucho y le hago cuarto con su amiguita.
–Cuando su mujer se dé cuenta te va a masacrar
Hace un gesto de “me tiene sin cuidado”.
Llega Esperancita.  Matías se derrite por ella y no lo disimula.  De inmediato, le regala uno de esos conos rellenos de arequipe.  Como por cobrarle, le toca todo lo que se le antoja, sin importarle doña Rosa y las señoras que están comprando.
Sale Matías a toda velocidad y en contravía, con Esperancita al anca, sin casco; se pasa el semáforo en rojo y obliga a un frenazo al vehículo que pasaba por el cruce.
–¡Cuántas infracciones a la vez!  Cuando lo cojan…  –dice un hombre maduro.
–A estos barrios no se mete la ley, les da miedo; aquí hacemos lo que queremos, estamos en un país libre  –la respuesta de un muchacho.
–Ustedes creen ser libres porque salen cuando quieren y a lo que quieren,  aun con las restricciones de ahora; porque hacen gustosos lo que los demás consideran indebido; porque no piden permiso para nada.
–Y como es de confianzudo con esa niñita; vergüenza debería darle  –apunta una señora.
–No m’hija, ya no estamos en nuestra época; dizque hay que dejarlos, porque ahora todo se puede  –le responde su amiga.
En la cancha del barrio, polvorienta, juegan fútbol los chiquillos; 13 a 15 años tendrán.  Les tiene sin cuidado el sol calcinante.  Hay numeroso público sentado en los barrancos que rodean el irregular campo de juego; chicas de la edad de los niños o algo más; muchachos ya muy crecidos sin oficio conocido; otros mayores que vienen más por mirar a las muchachas que por el fútbol, pero también a buscar el vicio que hacen circular unos de los muchachos grandes, ya bien conocidos. Termina el partido, con un flamante marcador de 19-9; se van a celebrar a la tienda; varias chicas ya están de gancho con hombres de más edad.  A los niños, entre gaseosa y gaseosa, les ofrecen una que otra cerveza, uno que otro “aguardientico”, cigarrillos.  “Tienen que ir aprendiendo a ser verracos”.
Le preguntan a la tendera por su hijo Nicanor.
–Ese se fue a ayudar a organizar una comida en casa de un rico.  Son como cincuenta o sesenta invitados.
–¿Y esas reuniones sí se pueden hacer ahora?
–Ellos se las ingenian.  Así como ustedes, que están todos aquí, debiendo estar cuidándose en la casa.
Doblan a difunto las campanas de la iglesia del barrio; las mujeres se santiguan; los hombres hacen un brindis por el finado desconocido.  “Ese siquiera está descansando ya”.  Al rato, pasa el cortejo por el frente; es un féretro lujoso al que le han agregado una cantidad de adornos discordantes; lo acompaña un sol atorrante y una multitud; unas dos cuadras llenas; las mujeres, de minifalda forrada, cara empegotada y protuberancias de quirófano; los hombres, de tenis llamativos, jeans extranjeros, camisetas negras ajustadas al cuerpo, tatuajes exuberantes en los brazos y el “paquete” al costado, que no puede ser menos que un arma.  No lloran sino las que parecen ser madre y hermanas del muerto.
–¡Huy!  Pero si es el entierro del Zorro.
–¿Quién es ese?
–Sos la única que no lo conoce.  El man que mandaba en este barrio.
–Y tenía más de un protegido; por eso hay tanta gente  –dice otro.
–Pero también se echó muchos a las costillas.
–Claro, si le estorbaban para su negocio.
–Aquí entró varias veces a tomar cerveza y yo, muerta de miedo. –doña Rosa.
–¡¿Miedo?!  ¿Por qué?  Si nada le debías, nada temías.  Antes te podía proteger.  Él era muy generoso.  A mi tía le regaló una bicicleta para el niño.  Nada más porque un día lo dejó esconder un ratico en su casa.
–¿Pero esa multitud sí tenía permiso para desfilar?  –pregunta alguien.
–¡Que ose algún policía intervenir, para que vea!
Todo esto ocurre en ese barrio popular en época de plenas restricciones por cuarentena sanitaria.  Siguen circulando las motos; se sigue jugando fútbol; hay romerías diurnas y tertulias nocturnas.  De vez en cuando, escuadrones de policía que se atreven a ingresar imponen comparendos; multas impagables para esta gente de pocos recursos.   Hay hambre entre los informales y también en las familias de los que fueron despedidos de los negocios que cerraron.  Hay rapiña por los mercados que el municipio y algunas entidades caritativas distribuyen.   Hay controversia sobre si el barrio sí es tan pobre para que vengan a darle limosnas o si es mejor que les creen fuentes de trabajo.
En fin, caen enfermos los primeros y el vecindario dice que los contagiaron en otra parte, que el barrio es muy limpio.  Siguen llegando informaciones por televisión, datos de contagiados y fallecidos en diversas partes y a estos les parece que los desastres se van a presentar por allá lejos, en otro mundo.  Pero, de todos modos, se respira un desencanto, se percibe una zozobra y los que cumplen con el aislamiento les contagian un dejo de amargura que avanza, visita las casas, entra a las tiendas, se cierne sobre los indisciplinados.
A todas estas, un día caen en cuenta en la tienda:  “¿dónde está Matías?”, “¿quién lo ha visto esta semana?”, “¿quién tiene noticias de él?”.  Sus novias lo extrañan, sus compinches lo reclaman, no se le vuelve a ver.  Su mamá, cuando la encuentran en la lejana casita en donde vive, una tarde fría y de nubarrones negros, calla, se niega a decir nada y una lágrima le asoma. 

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