sábado, 10 de octubre de 2020

 ¿EN QUÉ MUNDO OCURRIÓ ESTO?

Relato

    En aquellos días de pasmosa quietud, me asomaba al balcón a observar ese fenómeno tan raro.  Los edificios que me cercaban desde el otro lado de la calle estaban quietos y mudos: no se dignaban saludarme; no mostraban nada.  Las plantas de antejardines y patios no querían ser agitadas por el viento; “todo tiene que estar quieto” le decían.  Los árboles más altos dejaron de celebrar gozosos las caricias del viento, el sol o, en veces, de la llovizna.  Las nubes estaban fijas en su cielo, mirando hacia abajo, buscando algo con qué entretenerse, ellas que antes solían estar cambiando de posición para tener mejor punto de mira, cambiando su forma y color para impedir ser reconocidas.

    Una tarde llegaron las loras de color verde intenso a conversar; muchas, muchas loras; se situaron, cada una, en su ramita de los árboles del vecindario, tan verdes como ellas.  No se les distinguía fácilmente, solo el copete amarillo de algunas las delataba.  La algarabía fue grande y duró un buen rato.  Se contaban sobre sus recorridos, sus hallazgos, sobre sus parejas; comentaban sobre el tiempo: la tormenta que las dispersó el martes, el frío del miércoles por la noche, el granizo de la semana anterior.  Apenas amagando  oscurecer, alzaron el vuelo al tiempo y se alejaron en densa nube a buscar sus escondites nocturnos.

    Al medio día siguiente, un gato se pasó del tejado vecino a mi balcón a coquetearme.  Nada tímido estaba; pasaba varias veces rozándome las piernas; no le prestaba atención, se iba para el tejado y volvía; se echaba en el piso y me miraba fijamente.  Parecía querer que lo adoptara.  Le dije “no te puedo recibir, yo tengo una mascota y no quiero peleas entre dos”.  Fingía no entenderme y me costó despreciarlo y conseguir que se fuera.

    Por la noche, salí a verificar de nuevo la fase de la Luna, que se había quedado en menguante desde hacía un mes.  La Luna se negaba a cambiar de fase, como mostrando solidaridad con los humanos.  Los dos planetas que la acompañaban desde entonces también se habían quedado fijos a ambos lados, siempre a la misma distancia, centinelas celosos.  “Esta quietud no me gusta” pensé, y me fui a la cama.

    Otro día y otras sorpresas: un hombre iba sin compañía y hablando a solas por la calle.  Agucé el oído; decía “esto no me pasa sino a mí”; me pregunté el qué; como respondiéndome, dijo “tantos días que estuve rechazando a todos y, ahora que los quiero conmigo, nadie está”.  Pero ahí no paraban sus lamentos; se quejaba del profundo silencio nocturno que ¡no lo dejaba dormir!, de animalitos que se le entraban a su casa, de negocios que encontraba cerrados…

    Cayendo la tarde, miré al frente, al edificio más cercano, al ventanal del apartamento donde había visto varias noches escenas de pareja un poco excitantes frente a su televisor; pero, estando de espaldas a mí, era más lo que tenía que completar mi imaginación.  Esta vez, se encontraba ella sola, una bella y bien proporcionada mujer, muy excitante; lo digo porque me la he cruzado varias veces en nuestra calle.  Ahora estaba con una prenda casera liviana que le llegaba apenas un poco más abajo de su centro de gravedad y dejaba ver esas provocativas piernas; se movía en su salita, acomodando objetos y recogiendo basuras.

    En una de esas recogidas, al agacharse, dejó al descubierto su trasero y luego se volvió de frente hacia mí.  Me hubiera retirado turbado, pero la luminosa sonrisa que me regalaba parecía decirme “mírame todo lo que quieras, estoy para tí”.  Y deslizó hombro abajo una de las tirantes, después la otra; pude ver sus magníficos pechos y me quedé sembrado en mi sitio; bajé la vista hacia su minúsculo pantaloncito, que ella no demoró en retirar, no sin antes rebajar la intensidad de la iluminación; otra vez, fue más la imaginación que la vista la que pudo gozar intensamente.  Se quedó unos momentos contoneándose frente a mí, sin borrar su sonrisa incitante y luego apagó la luz y bajó la cortina, que cayó e hizo caer lo que en mí pudiera estar alzado.

    Por la mañana, el primer lugar hacia donde miré fue su ventana.  ¡Oh sorpresa!  Su porción de fachada lucía un bello color rosado; los demás pisos tenían fucsia, aguamarina, solferino, crema…  Intrigado, bajé mi vista a la calle y los arbustos tenían todas sus hojas pintadas de lila.  Al momento pasaron un perro azul y un gato verde.  No podía dar crédito a mis ojos.  Descubrí, entonces, a unos niños coloreando, mas no en alguna cartilla, sino sobre el andén; le estaban dando un tinte naranja al concreto, blanco a los hidrantes y dorado a los muros.  ¡A todo le cambiaban el color!

    Huí hacia el interior, a tomar mi desayuno, cerciorándome bien del color negruzco del café humeante, blanco de la leche, amarillo de la mantequilla, moreno del pan, rojizo de la mermelada.  Ya estaba calmado disfrutando de mis manjares, sus colores y la música con que los acompaño, cuando escuché a un pregonero lejano.  “Viene ofreciendo frutas, ojalá no haga mucho ruido”.  Pero cuando llegaba cerca, oí que gritaba “¡inspiración!”, “¡serenidad!”, “¡alegría!”, “¡todo a bajo costo!”.  Quise asomarme a ver pasar a este pobre loco; mis vecinos no lo daban por loco, bajaban todos a comprarle: “Quiero una esperanza”, “Deme buen humor”, “¿Cuánto vale la serenidad?  Me encerré en mi pieza y no quise salir a nada, ni pensar en nada, no mirar noticieros y solo escuchar música muy calmada.  Esa sí me podía dar la serenidad que en la calle decían vender.

    Quince días después, me decidí a salir al balcón.  No podía dar crédito a mis ojos: las nubes adoptaban unas formas incitantes; había un grupo de ángeles, había una mano que señalaba hacia adelante, había una ronda de jóvenes bailando…  Un cielo bellamente azul al fondo y con un sol brillante que bautizaba todo con sus rayos.  No lo tomé en serio; estaba cansado de falsos anuncios, cansado de promesas.

    Por la tarde, comenzó a soplar el viento; un viento dulce, acariciante, que a todos nos llamó la atención; era distinto a todos los vientos, tenía espíritu.  Todos, desde los balcones, desde los andenes, nos plantamos a sentirlo, a buscar de dónde venía, a dónde iba.  Parecía esperar a que todos estuviéramos atentos y cuando estuvo seguro nos habló.  Nos dijo que perdiéramos el miedo; nos pidió marchar por la calle; nos aseguró que estábamos protegidos.  Nos convenció.

    Desfilando por la calle, exhibiendo sonrisas de todos los colores y tamaños, hicimos amigos, como si hubiéramos dejado de tenerlos; conseguimos novias, novios; conocimos lugares por donde antes pasábamos a diario; cantamos aun sin tener voz; bailamos aun sin saber llevar el ritmo y seguimos en vela toda la noche, porque había que ver nacer el nuevo día que marcaría una nueva era.


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