sábado, 10 de octubre de 2020

MI AMIGO ALFONSO

Relato

Su propia vida, con toda su anónima promiscuidad,

había  sido  bastante  convencional,  como

lo es  una vida  de pecado  sano y  normal.

Faulkner, Light in August.


Estaba haciendo fila para mi matrícula en la universidad, una universidad acreditada, de ciudad grande, a donde había venido como un humilde provinciano a comenzar una carrera de Economía, cuando se me acercó un muchacho y me indagó por el origen de mi segundo apellido; “es que yo tengo el mismo”.

–¿Tu apellido es Belásquez? –le pregunté.

–Es mi segundo apellido, como el suyo, y mi papá dice que, en el país, ese apellido, con tal ortografía, solo existe en la región cañera, con origen en un solo tronco familiar.

–¿Seremos primos, tal vez?

–Eso es lo que me intriga.  Pero ¿usted de dónde viene?

–De zona montañosa, al pie de los nevados.

Y empezamos una conversación en la que hablamos de lo que él conocía de mi tierra y yo de la suya, las razones para elegir la carrera (él se matriculaba en Veterinaria), el lugar donde íbamos a vivir en esta ciudad cuyo tamaño nos intimidaba.  Cuando nos llegó el turno, nos despedimos, sin pensar en que nos volviéramos a ver.  Él se llamaba Alfonso Ortega Belásquez.

Los primeros días de clases transcurrieron entre la intriga por saber si el profesor seriote iba a ser un tirano; el burlón, un impostor… y, por otra parte, la angustia por la ausencia de la propia familia, por el talante egoísta de los compañeros, por la diferencia de costumbres y modos de hablar.  Era difícil para un provinciano, además muy sano e ingenuo, abrirse camino por entre gente que “volaba con los motores apagados”, pero, poco a poco fui haciendo amistad con compañeros y compañeras que también venían de lejos y algunos de la ciudad que resultaron amables e igualmente desorientados que yo.

La casa donde me acomodé era vieja, pero bien tenida por doña Julia, señora ya entrada en años, viuda sin hijos y muy seria; esa pulcritud y seriedad le daban buena fama en el barrio, o quizá en toda la ciudad.  Allí estaba yo un sábado por la tarde, tratando de convencer al calor (doña Julia no tenía ventiladores) de que me dejara estudiar, cuando escuché la voz de un muchacho averiguando con la dueña la posibilidad de tomar un cuarto en su casa.

–Todos los cuartos son compartidos.

–Bueno, me someto a tener compañía, si es un muchacho juicioso.

–Aquí no tengo vagos ni viciosos.  Yo selecciono muy bien.

–Disculpe, no la quise ofender.

–¿Y usted de donde viene, quién lo conoce? –con tono de yo no lo quiero por aquí.

–Yo conozco muy bien a Alonso; somos viejos amigos –me metí a decir, porque, intrigado por la voz, me asomé a verificar mi sospecha y efectivamente era el del día de matrícula, que me había dejado bien impresionado.

–Bueno, vamos a verificar si se puede quedar con Berardo; es un buen muchacho.

Él me guiñó un ojo y se retrasó para decirme en un susurro “no repitas ‘Alonso’, soy Alfonso”.  Yo enrojecí, como si me avergonzara de haberle hecho una gran ofensa.  Él, riéndose de mi empacho, siguió tras doña Julia.

Muy pronto, con la catálisis de Alfonso, que fue admitido, consolidamos un buen grupo junto con Berardo, Jenaro y Roberto, todos de la misma residencia.  Cuando teníamos tardes de ocio y estábamos sin dinero por ser fin de mes, salíamos a andar por el centro de la ciudad, no lejano de la casa.  No perdíamos oportunidad de seguir a chicas que andaban solas o en grupitos de dos; mis compañeros les lanzaban sus buenos piropos, pero ellas, temerosas de tal pandilla, se nos perdían en un instante.  Jenaro no reprimía las ganas de rozarle las nalgas a alguna que pasara distraída y todos nos ganábamos el airado reclamo; Berardo decía que el insulto se diluía entre tantos, que no nos tocaba ni de a un “pendejo”.  El mismo Berardo se ponía a contarnos fantasías que aseguraba como experiencias verídicas, en las que se destacaba como todo un Don Juan.

El Berardo no comía en casa de doña Julia, sino en donde una señora Herminia, porque él aseguraba que tenía mejor sazón; motivo muy discutible tratándose de alimentación para estudiantes.  En ocasiones lo acompañábamos a la comida para quedarnos conversando con don José, esposo de ella, que tenía miles de historias de tiempos viejos y nos embelesaba con su manera de narrar; claro que ensartaba mentiras como las cuentas de una camándula y estaba convencido de que se las creíamos todas.  Una vez nos narró una cacería en que se le puso a tiro un conejo, él le disparó y cuando cobró su presa no le podía encontrar la herida de la bala; estaba la piel intacta, sin la más pequeña mancha de sangre; y nos juraba que, cuando fueron a cocinar el animal encontraron la bala dentro de los intestinos; que le había entrado directo por el ano.

Saliendo de las peroratas con don José, nos deteníamos en la tienda de Ambrosio, a mitad de camino hacia nuestro albergue, y nos tomábamos un café o, cuando nos sentíamos muy adinerados, a comienzos de mes, pedíamos cervezas.  Allí gozábamos riéndonos de los “cañazos” del viejo José y haciendo sonrojar con nuestros piropos a Estelita, la hija de Ambrosio, que le ayudaba en su negocio.  Claro que Roberto no se tomaba lo de los piropos en broma; le gustaba la muchacha y le decía unos muy insinuantes.  Jenaro aprovechaba la calentura para sacarle a la chica algún pastelito a escondidas del papá; si el viejo se daba cuenta, él le decía que se lo anotara, para pagarle cuando le llegara plata de casa.

A mí me enviaban lo suficiente para cubrir mis gastos y no tenía que estar pidiendo fiado, pero un día fui tentado con un ingreso adicional y sucumbí: Carlos Alberto, compañero en el curso de Econometría, me pidió que le elaborara “esos gráficos tan complicados” que había que entregar en papeles especiales (logarítmico y semi) y que valían por una porción del examen parcial; el pago ofrecido era tan tentador que le acepté, muy consciente del fraude.  Alfonso me sugirió no meterme con eso, pero no le hice caso.  Lo más grave fue que me quedé todo el semestre haciéndoles esos trabajos a él y a otros dos.

Ya avanzado el período, todos teníamos nuestras noviecitas; distintos tipos de “novias”; yo, el más tímido, le coqueteaba levemente a una linda chica de la capital de la república que la habían mandado a estudiar a esta ciudad “para alejarla del mal ambiente de la gran ciudad”; ella me aceptaba invitaciones a la cafetería, me conversaba un poco y el día que me atreví a invitarla a un baile vaciló mucho antes de aceptarme.  El Alfonso era el segundo “sano” del grupo; tenía una amiga íntima en una casa de la cuadra siguiente, hija de familia con padre malencarado y madre vigilante; le llevaba dulces y conversaban en la sala de la casa; cuando la llevaba al cine, tenía que pagarle entrada al hermanito que mandaban a cuidarlos.

Jenaro, tan avispado, decía “tengo mil novias”, como en la canción; cada sábado conquistaba a una distinta; con esta iba al cine; con aquella, a un baile; con la otra, a un parque; a todas les hacía creer que estaba locamente enamorado y con ninguna persistía.  Roberto, aunque le coqueteaba mucho a la hija de don Ambrosio, tenía otro “encantico” en uno de los municipios anexos y cuando no podía hacer programa con esta, se quedaba “molestando” con Estelita.  A Berardo no se le conocía novia, pero un día nos pusimos en plan de seguirlo y nos llevamos la gran sorpresa: salía con la joven profesora de Inglés.

Alfonso llegó una noche, ya a finales de clases, contándonos de su nueva experiencia en una casa “de esas”, a donde lo llevó un amigo; salió encantado de haber explorado aquello a lo que siempre había temido y dispuesto a repetirlo.  Yo, que había estado anhelando secretamente una de esas aventuras, le propuse no aplazar su segunda vez y le pedí acompañarme a la primera mía, en ese sitio que tanto le gustó.  Quedamos para el fin de semana, allá nos fuimos y nada mal que la pasamos.

A punto de terminar los exámenes finales, el Jenaro tenía tan malos resultados académicos que su asesor le anunció que iba a quedar en período de prueba.  El muchacho nos lo contó, muy agobiado.

–Ánimo, Jenaro; –le dije– el nuevo semestre tomas solo dos cursos, te les dedicas y te ayudamos todo lo que podamos.

–Este, que hace trabajos ajenos, te ayuda, pero no te debe cobrar –dijo Berardo y se ganó una mirada fulminante de mi parte.

–No, esta noche llamo a mi papá y le digo que me vuelvo para el pueblo, que la universidad no es lo mío, que allá puedo encontrar un trabajo.

–Claro, tu papá que es un viejo tan tacaño te lo acepta sin chistar –le dijo Alfonso– así se libra del gasto de educación del hijo; no le des esa gabela, ¡insiste, persiste y resiste!

–De todos modos, no quiero seguir estudiando ni quiero estar lejos de mi pueblito.

No hubo manera de convencer a Jenaro.  Al día siguiente hizo maletas y, despidiéndose, le recordamos la deuda con don Ambrosio; tantos fiados del semestre serían una cuenta ya grande.  Dijo que no tenía con qué pagar y que, además, el viejo no lo volvería a ver, no le podría cobrar; y se fue sin pagarle, aunque se tuviera que privar de mirar por última vez a la linda Estelita.  Pero más se preocuparía don Ambrosio por la cuenta perdida que su hija por ese tonto que no le interesaba, cuando el caso era otro…

–Tengo un embuchado que debo aliviar con ustedes –nos dijo Roberto una noche, faltando apenas dos días para irnos todos de vacaciones.

–Suéltalo –le dijimos, en coro.

–Se trata de Estelita.

–Ya caigo –le dijo Berardo– está preñada.

–Se preñan las vacas –dijo Alfonso– estará embarazada, más bien.

–Ningún bien, mi querido; fue un desastre.

–¿Desastre? ¿Por qué? –entonó el coro.

–Abortó, sin consultarme.

–¿No sabías del embarazo?

–Sí, pero ni le pedí abortar ni lo supe hasta que fue un hecho.

Y así nos volvimos todos a las casas, con el pesar de los sucesos de Jenaro y Roberto, pero con la ansiedad de disfrutar con las familias, alegrarlas con nuestros resultados académicos y volver para iniciar un nuevo semestre.

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