domingo, 24 de enero de 2021

UNA HISTORIA DE AMOR INCONCLUSA

Relato

Artemisa suspiraba por ese muchacho.  A sus dieciséis años, era la primera vez que se sentía tan atraída por un hombre.  Sí, en su infancia (es decir, hasta los quince) sintió atracción por un amiguito de juegos u otro; una atracción de mera identidad; le hacían falta solo para jugar y se concentraban en el juego, igual que si fueran dos amigas; pero ahora, ahora… Ahora sentía un ardor indefinible, una atracción gravitacional.

Él no la conocía, ella no lo había tratado; lo vio pasar un día frente a su casa y le gustó.  ¡Le gustó!  Se quedó mirándolo hasta que su figura se borró al pasar la plaza, que quedaba a varias cuadras de allí.  Se sentó en el primer sillón que encontró y se puso a repasar su cuerpo de pies a cabeza:  unos tenis de moda que calzan unos pies grandes, donde rematan las mangas de un jean ajustado, de un azul muy bello ligeramente desteñido; tan ajustado que se destacan esas piernas gruesas y musculosas, esas nalgas firmes y destacadas, esa delantera que parece esconder algo grande…

¡Artemisa! la llama su madre y tiene que dejar esa pintura mental para concluirla en otro momento.  Tiene que ayudar a desmontar la mesa del desayuno, porque ahora que está en vacaciones debe estar ocupada, no puede quedarse perdiendo el tiempo.  Lavando la vajilla, le vuelve la imagen de su encanto, se pregunta de dónde salió ese bello chico que nunca había conocido y se le desliza un pocillo que se hace mil pedazos en el piso.

Por la tarde, conversando con una amiga, se decide a contarle su secreto y esta le dice que se trata de un vecino nuevo que trabaja en un taller un poco más allá de la plaza, pero, “¿qué le ves? Es como todos”.  Se traga un suspiro para no traicionarse y dice que solo tiene curiosidad, por la novedad.  “¿Curiosidad?  Te veo tragada”.  “No, no…  No me interesa”.

A las cinco de la tarde, se instala en la ventana; él debe de regresar de su trabajo y allí lo va a esperar.  Dan las seis y ya desfallece, cuando se le aparece a lo lejos la misma estampa de la mañana, con su camiseta roja ceñida que deja traslucir unas protuberancias bien definidos y una musculatura firme; su pequeño morral, llevado como al desgano en una sola tiradera sobre el hombro y a medias cogido con una mano, una de esas manos que ella nota grandes y de dedos largos y finos cuando se acerca más, por cierto con uñas bien cuidadas.  El corazón le da tumbos, se le quiere salir.  El chico, al pasar cerca, la mira y sigue desentendido, ella se entra rápido porque está al borde de un infarto.

Todos los días, ella está en su ventana a la mañana y al atardecer, lo mira pasar, se sobrecoge, y más cuando él le da una mirada casual, pero a todas luces desinteresada.  Durante el día, se la pasa repasándolo, de pies a cabeza, de cabeza a pies, recorriendo todos los accidentes, los excitantes accidentes de su humanidad.  “Hoy sí que le irradiaba esa cara, sí que le sobresalía lo de adelante, sí que le lucía la camiseta anaranjada, esos ojos negros profundos…”.  “¿Cuándo voy a ser capaz de hablarle?”

Una mañana, ella toma una decisión “atrevida”:  sale a la calle unos dos minutos antes de la hora de paso del galán que no la galantea y empieza a seguir por adelantado su mismo recorrido, a paso lento, como para que él la alcance.  Se ha puesto su minifalda fucsia y una camiseta blanca que le forra sus pechos, ya grandes, en una forma muy incitante y se ha peinado, es decir, revuelto el cabello para darle una forma atractiva, se ha aplicado un coqueto lápiz labial, muy sutil, y se ha perfumado sin exagerar.  Al llegar a la plaza, extrañada porque él no la alcanza, mira hacia atrás y ¡está a dos pasos!  Aterrada, corre a refugiarse en la iglesia y cuando reacciona y sale a buscarlo, ya el chico está ingresando a su taller.

El viernes, su amiga le cuenta que ha invitado al chico a una fiestecita que ha organizado con sus amigas.  “Él no nos hacía falta; lo conocemos apenas de saludo al paso, pero lo invité para que te encuentres con él, Artemisa querida”.  “¿Y por qué?  ¿Quién te dijo que él me interesa?”  “Bobita, te he visto espiándolo todas las mañanas”.  “Bueno, nada se pierde con ir a esa fiesta; muchas gracias por invitarme”.

En el baile, él saca a danzar a muy pocas, excluida ella, a quien en ningún momento mira.  Ella sufre, pero disfruta siguiéndole el sensual movimiento de caderas y la forma como se le agitan los cabellos negros, largos y ensortijados que lo hacen ver más como un angelito que como un hombre.  La amiga, incluso, le sugiere a él invitarla y recibe por respuesta que ya está muy cansado.  Al salir, solo al salir a media noche, el chico le regala una mirada escrutadora y le dice unas bonitas palabras de despedida, un poco confusas, entre las cuales ella cree adivinar que le dice “por qué no te vi antes”.  No es capaz de responder nada; se le “comieron la lengua los ratones”.  Él le pica un ojo y se evapora.  Llega destrozada a casa.  “¿Por qué soy tan tímida?  ¡Qué desgracia la mía!  Otra se le hubiera colgado”.  No duerme en toda la noche.

A pesar de reprocharse su timidez, no es capaz en toda la semana de salir a “atisbarlo”.  Pero se queda todo el día en ascuas y siempre se promete que al día siguiente sí lo haría.  Llegado el momento, se pregunta qué hará si él le dirige la palabra y no se atreve a abrir la ventana.  La noche del domingo, en cama, sin sueño, siene algo como una fiebre que le viene de lo más íntimo y comienza a desvestir a su amor imposible; al quitarle la camisa, le acaricia con ternura esas tetillas turgentes; después le besa y succiona por un buen rato ese hondo y bien formado ombligo.  En ese momento siente que él le acaricia sus pechos con una suavidad enloquecedora.

Le desabrochó su pantalón e introdujo su mano hasta bien adentro, donde encontró algo que pedía ser cogido; lo asió bien y él en respuesta hizo penetrar también la mano hasta los lugares más recónditos de ella; le prodigó allí unas caricias placenteras que se hacían más intensas y profundas a cada momento… hasta que la chica explotó, suspiró profundo y luego se quedó dormida con honda placidez.

El lunes, amaneció resuelta.  Esperó un poco después de la hora de entrada a los trabajos y se fue por esa calle directo hacia el taller de su tormento, resuelta a entrar a paso firme y arrastrarlo hasta el rincón más oscuro del local, para entregársele toda.  Un tío que pasaba la saludó, no lo escuchó y él continuó intrigado; su amiga la llamó desde la ventana de su casa y no le respondió; los pajaritos cantaban en los árboles de la zona verde y ella los escuchaba como un canto que le dirigía su amado, reclamándola.  Así siguió de largo por la calle que conectaba su casa con el taller, prometiéndose que ese día sí lo tendría todo para sí…


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