Me extraño
Vivo en un apartamento dentro de un gran edificio. Un muro me separa de un vecino que no sé cómo se llama, qué vida lleva, si tiene familia…. No lo veo, esa pared es impenetrable.
Las planchas que me separan de los pisos de encima y debajo son igualmente barreras sólidas, nada se ve, casi nada se oye.
Otros muros intangibles me aíslan de mis allegados. De vez en cuando los veo, pero no con los ojos del alma porque se ocultan a ellos.
Después de una discusión con mi pareja me encierro a pensar qué pudo haberme arrastrado a disputar y alzar la voz.
No me puedo mirar hacia adentro, mi piel es opaca. Mis ojos que me dan tanta precisión y detalle de todo lo que me rodea, cercano y lejano, son ciegos hacia dentro. No puedo ver de dónde salen mis pensamientos, cómo se forman mis enojos.
Después de mucho reflexionar descubro que todo ello proviene de un vecino que tengo ahí dentro de mí, y que no lo veo, no lo he conocido, no sé qué vida lleva. Ese vecino interno, ese extraño, califica mi conducta, define mis acciones. Mis apetencias y deseos, mis impulsos y resquemores, mis gustos y rechazos. La comida, las bebidas, el embeleso visual, el encanto auditivo, el hechizo de las fragancias, los juegos, el sexo…
No sé por qué me maneja y si le quiero preguntar no me entiende, hablamos diferentes idiomas, es un extranjero.
Despierto después de un confuso sueño, procuro interpretarlo y concluyo que son mensajes que me manda mi extranjero íntimo.
Saludo a mi pareja con uno de esos besitos mañaneros y nos disponemos a tomar el primer piscolabis, algún comentario mío no le gusta y se rompe el tempranero hechizo. Creo que algo me advirtió el extranjero en el sueño sobre su sensibilidad y no le hice caso.
Empiezo mis labores con diligencia para agradar al extranjero, hasta que tropiezo con algo que no me funciona y estallo. Atribuyo el estallido al extranjero y él me gruñe.
Hoy me toca almorzar solo en un restaurante que ella y yo frecuentamos y le digo al extranjero ya que ella no esta siéntate frente a mí y tengamos una franca discusión. Pero él no comprende mi idioma y sin palabras me hace entender que prefiere la tibieza del interior y que ahí se siente seguro para hacerme todos sus reproches.
Al primer trago de sopa me reclama por la sal, a mí me gusta así, tienes que soportarla y eso sí me lo entiende y me vuelve a gruñir.
Al trinchar la carne, él me recuerda a aquella chica que tanto me gusta ver pasar y me advierte del peligro de infidelidad, le digo que yo solo recreo los ojos y me contesta que arriesgo a querer solazar otras partes del cuerpo, para eso sí me entiende y se hace entender. Le pido silencio para terminar de comer tranquilo, accede, pero al postre me solicita que pida otra porción, tanto azúcar es dañino le digo, al diablo con el azúcar me responde.
De salida, me cruzo (¿nos cruzamos?) con una hermosa mujer y el extraño me invita a seguirla. ¿Ahora sí no vale la fidelidad?, vuelve a gruñir por toda respuesta.
Por la tarde el jefe me reprocha por algo y le contesto fuerte, azuzado por mi extranjero; el jefe recapacita y me suaviza las observaciones. Más tarde en una discusión con un agrio compañero sobre cualquier desacuerdo en la preparación de una propuesta el extranjero me reta a resolverlo a los puños y es el colega quien me pide que no pierda mis cabales.
Saliendo del trabajo pienso que es muy temprano para ir derecho a casa, el extranjero me hala hacia un bar y me hace antojar de una cerveza, que me sirven con deliciosos pasantes. Me deleito observando a las lindas chicas que llegan al sitio y me digo este extranjero tiene valía, voy a seguir tomándolo en cuenta.
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