jueves, 21 de junio de 2018

HÉCTOR LECTOR

Relato


Las palabras de los libros han construido mi vida, eliminarlas sería desaparecer.
Diego Aristizábal. 

“Etícor, vení a comer que se te enfrió” le decía la mamá cuando el muchacho, por estar pegado de un libro, no hacía caso del llamado a comer; estaba tratando de terminar un capítulo antes de bajar al comedor, pero la insistencia de la madre lo obligaba a dejar una señal para correr a tragarse el alimento lo más rápido posible y no desconectarse de ese mundo virtual que estaba viviendo.  Sí, virtual, porque la hoy llamada “virtualidad” no nació ayer con el registro y transmisión de imágenes y sonidos por medios electrónicos; nació hace muchos siglos, cuando la humanidad comenzó a representar la realidad en pinturas y en escritos.  Más especialmente estos últimos, porque cuando recorremos las líneas de una novela, un libro de historia, el recuento de un partido de fútbol, nos hacemos una representación mental y la vivimos como una realidad en ese momento.

De niño, Héctor seguía, en las imágenes de los cuentos infantiles, todas las peripecias de los coloridos personajes que los mayores le leían.  Esa fue la primera vez que aprendió a leer: leía los hechos del cuento en las expresiones faciales de los personajes, en el estado pictórico de la naturaleza y de los objetos.  Su imaginación fue potenciada de tal manera que podría seguir viviendo si le quitaran los alimentos, pero no viviría sin los cuentos.  Y podemos decir que desaprendió la lectura en los bancos escolares, cuando le enseñaron a juntar letras y lo pusieron a decodificar, obligado, incomprensibles retahilas.

Aprendió a leer por segunda vez a los 12 años, cuando lo capturó un libro de Julio Verne prestado, que empezó a revisar con pereza una tarde que no tenía nada más qué hacer.  En esta obra volvió a percibir las expresiones de los personajes, no solo las faciales, sino las anímicas; volvió a ver pintada la naturaleza, pero en las detalladas descripciones y cautivantes narraciones del autor francés.  Pasó a La Isla del Tesoro, los Viajes de Gulliver…  También devoró Corazón, de Edmundo de Amicis, de otro estilo muy diferente.  A partir de entonces, quedó atrapado por el hechizante silencio de los libros.

Volvió a las obras fascinantes de Verne que lo paseaban por la geografía mundial; lo entretenían con aventuras realistas vividas por personajes comunes, sin héroes fantásticos ni hechos sobrenaturales, y lo acercaban a los principios de la ciencia con, esos sí, asombrosos artefactos que salían de la potente imaginación del genio.  Obras tan diferentes entre sí como La Isla Misteriosa, 20.000 Leguas de Viaje Submarino, Los Náufragos del Johnatan, De la Tierra a la Luna, los Hijos del Capitán Grant, Viaje al Centro de la Tierra, Miguel Strogoff, La Jangada…

Cuando le regalaron La Vorágine, esta significó la oportunidad para pasar de las aventuras y la ficción científica, de los relatos idílicos y románticos, a las pasiones humanas.  Y esta obra fue un buen puente, pues lo trajo de las aventuras en tierras extrañas, con personajes idealizados, a los acontecimientos en nuestra propia geografía con personajes realistas, y lo trasladó de los mundos románticos al crudo romance del amor.  Aprendió, entonces, que podemos encontrar la mejor Historia en la Literatura, porque esta nos la trae desde los ojos y oídos, desde la pluma, de esas personas sensibles e interpretativas que se adueñaron de unos hechos, de unos personajes, y los reelaboraron para nosotros.

Pasados unos años, las visitas a librerías y también el cine le fueron abriendo su abanico de preferencias literarias; leyó La Montaña Mágica, Cumbres Borrascosas, El Retrato de Dorian Gray…  También se interesó por los cuentos; leyó a Poe, a Onetti, a Chéjov, a Cortázar, a Kafka, a Hemingway, a Andersen, a Asimov, a Borges, a Wilde… Con estas lecturas, se obsesionó por algunos de estos autores y se le abrió la puerta hacia Rayuela, La Metamorfosis, Por Quién Doblan las Campanas, Cien Años de Soledad, El Amor en los Tiempos del Cólera…. Empezó a pregonar, con Alberto Ruy Sánchez, que sin el amor de un lector, de uno por lo menos, los libros prácticamente no existen. 

Por cierto, el muchacho salía muy poco; la lectura le robaba tiempo a la calle; sus amigos lo tenían que arrastrar a un paseo callejero, a tomar una cerveza, a jugar billar.  Se incrementó el encierro cuando su primer intento de conquista amorosa resultó en un fracaso; la chica, después de haberle aceptado varias salidas juntos, de regalarle una foto, de invitarlo a un baile, sorpresivamente le salió, el día de la declaración amorosa, con que estaba interesada en otro muchacho que la estaba cortejando.  Él se quedó dudando de si fue su propia culpa porque el día anterior la había, prácticamente, obligado a quedarse leyendo con él toda la tarde un largo trozo de En Busca del Tiempo Perdido, precisamente en donde Proust se queda describiendo una visita a su amigo Robert de Saint-Loup en el cuartel, los detalles de la vida militar, las conversaciones con algunos de sus compañeros, los ejercicios marciales… algo realmente aburridor para una chica que solo miraba telenovelas.  Se remordía de haberlo hecho; “me le presenté como todo un latoso”, se decía y le asomaban lágrimas a los ojos.

En cierta ocasión, se les ocurrió a las entidades que manejaban la educación y cultura en la ciudad crear el reconocimiento de “El Lector Vector”.  Consistía en distinguir a la persona que más hiciera por difundir el hábito de la lectura.  Abrieron las postulaciones, que podrían ser hechas por bibliotecas y entidades culturales y educativas y deberían estar respaldadas en documentos y testimonios fehacientes que mostraran que la persona sí actuaba como todo un vector que llevaba el constructivo hábito de la lectura a personas y comunidades.  A nadie extrañó que Héctor se ganara el galardón, pues, además de ser conocido por su obsesiva afición a las letras, había estado también desplegando actividades de promoción de bibliotecas en muy diversos sitios y consecución de fondos de apoyo para las mismas, entre otras cosas.  Sus amigos lo bautizaron “Héctor-léctor-véctor”.

Seguía solterón Héctor porque su trabajo principal y su afición a la lectura no le daban tiempo para enamorar en serio, pero un día encontró en una estación del metro a una antigua conocida que lo recibió con una amplia sonrisa; conversaron animadamente en el tren y, entre otras cosas, cada uno de los dos se enteró de que el otro estaba muy “solterito y sin compromiso”.  Ella se bajó una estación antes y él quedó embelesado con la deliciosa conversación de esa mujer, su bella espiritualidad y su atractiva figura, que nada se había deteriorado en esos años.  Poco después la encontró de nuevo, para grata sorpresa; le preguntó si tomaba el tren con frecuencia en esa estación.  “Todos los días, desde que me pasé a vivir hace un mes a este barrio; me queda de perlas para ir a la universidad donde trabajo”.  Conversaron de nuevo animadamente en el trayecto y de allí en adelante se las arreglaba Héctor para encontrarla “por casualidad”, hasta que se decidió a invitarla a tomar café.

Tras el café vinieron más encuentros para ir a cine, al teatro, y terminaron enamorados.  Ya pasaban el fin de semana juntos y, para ampliar las opciones de disfrute del tiempo, ella le propuso la lectura de buenas obras, invitación que fue acogida con entusiasmo y le fue grato a Héctor descubrir en ella a una juiciosa y profunda lectora.  Además de las obras que recorrían juntos, comentaban sobre las lecturas individuales de cada uno y descubrieron que tenían gustos diferentes, pero se interesaba cada uno por lo que el otro estaba leyendo.  Él gustaba más de los autores ya considerados clásicos, especialmente del siglo 19 y principios del 20, mientras ella buscaba a los nuevos escritores de la época.  Él prefería obras que se detuvieran en las relaciones entre personas y ahondaran en las emociones y las pasiones, a más de describir minuciosa y poéticamente los lugares, mientras ella se inclinaba por aquellas que narraban acontecimientos, hacían historias de vida y manejaban intrigas.  Ambos coincidían en algo: estar leyendo varias obras al tiempo; ya no estaban en sus años de adolescencia, cuando uno se puede sentar a leer un libro de principio a fin en unas horas, incluso sin dormir; más bien, les proporcionaba descanso el cerrar un libro y retomar otro de tema muy diferente; y no les perdían el hilo.

 Cualquier día, en tertulia con la directora de una importante biblioteca de la ciudad, con la que había establecido buenos nexos, le presentó la idea de convocar una “maratón de lectura”, como estrategia para hacer mayor promoción de esta significativa actividad humana; obtuvo su apoyo y la fijaron para seis meses después.  Consiguieron una respuesta muy alentadora: cinco mil inscritos y quince patrocinadores con jugosos aportes.  No cabían en sí de la dicha.  La naturaleza de la competencia privilegiaba la lectura responsable: no se estimulaba de ningún modo la velocidad, sino la calidad; el participante debía leer una cierta cantidad de páginas dentro de un rango de tiempo fijado, dejando unos mínimos rastros de lo leído, cada cierto tiempo, y entregando al final un resumen muy corto, una apreciación personal en estilo libre y respuestas a un breve cuestionario; el ganador no sería quien terminara todo esto antes que todos los demás, sino con los mejores resultados, bajo la evaluación de un jurado.  Además de la satisfacción personal e institucional por el éxito del evento, recibieron un premio nacional y reconocimientos internacionales.

Lo decepcionante fue que, en este país de envidiosos, se dejaron venir una serie de críticas mordaces a través de todos los medios y hasta morbosas acusaciones de peculado, con la deplorable consecuencia de que Héctor y el equipo no lograron conseguir suficientes apoyos, ni institucionales ni empresariales, para lanzar una nueva maratón al año siguiente.  Se conformó, pues, Héctor con seguir practicando sus actividades de lectura personales y las compartidas con su novia, publicando en su blog sus análisis de aspectos diversos de las obras leídas y participando en algún par de tertulias que le pidieron tener el honor de su compañía.  Y, lo más importante de todo, se sentía pleno de contar con esa compañera de vida que había encontrado “en el camino” y que no solo compartía con él lo rutinario, las amistades, lo familiar, lo afectivo, lo sentimental, lo pasional, sino que también le daba pleno apoyo a sus aficiones intelectuales.

Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com


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