viernes, 27 de marzo de 2020

DE NARICES Y MENTONES
Relato
Presentado a Literautas en marzo de 2020

De chicos, Aleyda manifestaba su cariño a Daniel tocándole la nariz.  El muchacho tenía una bien proporcionada que era la admiración de toda la familia y la chica casi la consideraba de su propiedad; para saludarlo, le tocaba suavemente la punta; para hacerlo caer en cuenta de algo, le apretaba esa misma punta, como un timbre; si quería reprenderlo, se la atenazaba con pulgar e índice y se la movía de lado a lado.

El muchacho hacía lo propio con el delicado mentón de la niña, redondeado, levemente saliente, hendido con un tierno huequecito que le ponía un toque atractivo a ese rostro, enmarcado con unas trenzas cobrizas, y le hacía sentir al muchacho algo que él no sabía definir.  Además de las acciones homólogas a las de ella con su nariz, él le mordía con suavidad ese pequeño promontorio para manifestarle cariño, y esto fue lo que en poco tiempo los llevó a sentir un picante morbo en esas acciones.

Cierta vez, en el acercamiento para la mordida, se cruzaron las miradas del par de ojos dorados del muchacho con los azules de la chica y se produjo un corrientazo; se separaron velozmente y les quedó una desazón tormentosa.  En la ocasión siguiente, en lugar de separarse, un extraño magnetismo pegó sus cuerpos, uno contra otro; los sorprendió una tía de la niña, los separó y la hizo entrar a su casa.  A partir de ese momento, se las ingeniaron para mantenerlos separados.   Ellos, embargados por una acuciante curiosidad, empezaron a buscar la sensación en otras compañías, pero no sentían lo mismo.

Cada uno siguió su vida.  Ella llegó a ser cirujana plástica; fue exitosa componiendo nalgas y senos y terminó remodelando narices, en las que encontraba mucho placer.  Él se dedicó a la fotografía; en las modelos, destacaba los mentones y luego pasó a resaltar otras prominencias: rodillas, traseros, pechos…  Se volvió un cotizado fotógrafo de desnudos.  Vivían en ciudades distintas casi desde que los separaron; se olvidaron más o menos pronto el uno del otro y ni la casualidad los quería volver a juntar.

Con el tiempo, ella, insatisfecha con su pareja, le abandonó.  No valieron los ruegos del hombre; esta mujer era decidida y no echó pie atrás; dijo que prefería vivir sola el resto de sus días y trasladó su consultorio a otra ciudad, para estar lejos de él.  Daniel, insatisfecho con algo que él no sabía qué era, se volvió voyeur fotográfico; hay que ver las imaginativas piruetas que realizaba, casi arriesgando la vida, para sorprender a actrices en el acto de desvestirse, a parejas famosas consumando el acto amoroso, a políticos importantes conquistando jovencitos.  Y se llegó el día en que le aplastaron la nariz y le destrozaron la cámara.

La monstruosa nariz que le obsequiaron necesitaba una buena cirugía para volver a ser la admiración de todos.  Averiguando mucho, le dieron los datos de una doctora Aleyda, excelente escultora de narices.  “Tiene unas manos mágicas; convierte cualquier masa en una belleza”.  La buscó, ignorante de que se trataba de su adorada amiga de la niñez.  Al acudir a la primera cita, se reconocieron de inmediato; ella lloró por el esperpento en que había quedado convertido aquel apéndice que en secreto había seguido venerando, que le había producido excitación más de una vez, que la había llevado a dedicarse a la reconstrucción de narices, exclusivamente.

Él también retrotrajo su morbo por el divino mentón y no tuvo que llorar, por cierto, pues Aleyda lo conservaba hermoso, reluciente, excitante.  Después de la sesión para fotografiar y tomar medidas a la monstruosa nariz, se dedicaron a rememorar aquellos pellizcos y mordidas, aquellas pícaras miradas, y a confesarse lo que sufrieron con la separación, lo que se desearon y la cobardía que no les permitió buscarse de nuevo.  Terminaron enamorándose locamente.

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