domingo, 22 de marzo de 2020

NO ES DIFÍCIL UBI-CARLA
Relato

Las preguntas verdaderamente serias son aquellas
que pueden ser formuladas hasta por  un  niño.
Solo las preguntas más ingenuas son verdaderamente serias.
Son preguntas que no tienen respuesta.
Milan Kundera.  La insoportable levedad del ser.

Agustín quería mucho a su esposa Catalina, bella mujer con quien se había conocido gracias a una de esas que llamamos felices coincidencias; habían quedado flechados desde el primer momento, se casaron un año después y tuvieron un precioso y vivaz niño, que ambos adoraban.  De seis años, el niño quiso saber por qué se casó con mamá; él simplemente le dijo que era la mujer más bonita que conocía y ella les regaló una amplia y luminosa sonrisa y sendos besos.

También una coincidencia lo llevó, con ocho años de matrimonio, a reencontrar a Carla, antigua compañera de universidad, una mujer bonita, sensual y coqueta.  En este caso, no hubo propiamente flechazo de Cupido, sino ardientes deseos que cada uno de los dos reprimió en el primer encuentro, pero que llevaron a que cada uno de los dos buscara afanoso un nuevo encuentro “casual”.  Y claro que una casualidad tan rebuscada se presentó; los dos seres conectaron muy fácil y se siguieron viendo.

La primera cita fue arrasadora; la segunda, encantadora; la tercera, consolidante.  Saliendo de la segunda, Agus se cruzó con una hermana de Cata, mas quedó tranquilo, pensando que no había motivo para que le surgieran sospechas.  La recogió para la tercera una tarde que traía al niño de una clase de natación y le inventó al chico cualquier disculpa para dejarlo en casa y seguir camino con ella.  No se quedaron las cosas así; cierto día la esposa le indagó, aparentemente por curiosidad nada más, quien era la señora que recogió cuando traía al niño –¿alguna compañera del trabajo?  Poco después, en una reunión familiar, su cuñada buscó estar a solas con él para prevenirlo de las dificultades que podría tener si Catalina se percataba de sus “voladitas”.  “Descuida, que por mí no lo va a saber, pero las brujas…”

Se puso alerta y resolvió cambiar los sitios de encuentro y los medios de transporte.  A la Carla no le gustó que le diera tanta importancia a “las habladurías” y empezó a mostrarse recelosa, después menos cariñosa y finalmente conflictiva.  Agustín vio que ya era tiempo de dejarla y lo hizo sin previo aviso.  Creyó que ella correría a llamarlo, pero no ocurrió.  Entonces, se tranquilizó y quedó convencido de que había salvado su relación conyugal.  Le costó sa-Carla de su corazón, pero lo logró.

Unos tres meses después, al entrar a su oficina, la encontró sentada en su silla, mirándolo con ojos coquetos y labios tentadores.  Todo se le derrumbó y se dejó caer en sus brazos.  Fueron otros tres meses de dicha y locuras, hasta que un día se percató de que su esposa lo vio saliendo con ella de un lugar y se le heló la sangre en las venas.  La ruptura con Carla fue dolorosa; los cuentos que le inventó a su mujer fueron garciamarquianos, pero logró convencerla de su “inocencia”.

Las costumbres familiares volvieron a su curso normal; en el trabajo, el desempeño seguía siendo de lujo; el niño lo quería cada día más; Catalina lo “mostraba” como esposo modelo en las reuniones sociales y de familia.  Todo estaba muy bien en la superficie, pero por dentro bullía la desazón.  Para reprimirla, programaba todo tipo de actividades con los suyos, emprendía novedosos proyectos, se afiliaba a cuanto grupo nuevo aparecía.

Un día, el volcán interior explotó y el hombre volvió a buscar a su querida Carla; no era capaz de arrancar de su parte más íntima esos impulsos que lo arrastraban hacia ella; eran más fuertes que él; sobre todo, parecían tener espíritu táctico, pues no se le presentaban de lleno; solo le disparaban el recuerdo de su sonrisa, o de su excitante olor a hembra, o de su rítmico caminado; él se complacía en la consabida imagen y entonces venía el golpe de gracia: parecía que le ordenaban “búscala”.  Inútil describir la noche que pasaron; sepámosla, más bien, reflejada en la contrastante mezcla de remordimientos y regustos que lo asaltaron durante la madrugada, desvelado en el lecho al lado de su durmiente esposa.

Por fin pegó los ojos como una hora, la última antes de la dura cita con el despertador, pero eso fue suficiente para levantarse con ánimos.  Mas Catalina se levantó con “calladera”, sirvió el desayuno del niño y lo despachó para el colegio con una revisión de maletín y lonchera y un beso cariñoso; a Agustín, lo dejó que se preparara lo suyo y, entre tanto, lo miraba con ojos de Medusa.
–¿Qué es lo que pasa, que me quieres tragar vivo?
–Nada.
–Entonces es mucho.  Inicia la lista.
–Cínico.

Cuando se desató ese típico nudo introductorio, ella le habló de la “vieja esa” con la que él tenía su “asunto”, él le rogó que no fuera tan suspicaz, le aseguró que solo saludaba con afecto a su antigua compañera de estudios, etc. y la discusión se prolongó mucho rato, hasta que llegaron a un supuesto entendimiento, con bellas promesas de parte y parte.

Llegó muy tarde a su trabajo y apenas sí le alcanzó el resto de mañana para revisar correspondencia y embutir en el computador algunos comandos de “work flow”.  Después almorzó con los colegas de la empresa filial, con quienes tenía que pactar algunas acciones comunes y ellos extrañaron que no exhibiera el buen humor acostumbrado; hasta se le deslizó una que otra respuesta cortante.
–¿Desayunaste alacranes hoy?  Si no fuera por las excelentes propuestas que has planteado, diríamos que no tratamos con Agustín, sino con un impostor.
De vuelta a su oficina, Agustín no se hallaba; empezaba un informe y lo dejaba; le pedía una llamada a su secretaria y al poco le daba contraorden; lo llamaron de Gerencia General y pidió que dijeran que había salido.
–¿Salir?  ¡Eso es!  Voy a salir ya a buscarla.  …Bus-Carla… ¡Qué bonito suena!

Y se fue.  No le importó si por casualidad el gerente general se asomaba a su ventanal del piso más alto del edificio y lo veía saliendo a la calle.  Había tomado una decisión súbita y él era un hombre de resoluciones intempestivas.  Atravesó la calle, entró a los parqueaderos y salió en su vehículo, tan precipitadamente que no entendía por qué la barrera no se levantaba; olvidaba que tenía que insertar la tarjeta como siempre.
–La voy a llamar… ¿Dónde tengo ese carajo celular?  ¡No!  No la llamo.  Que opere el factor sorpresa.

Pasaron un rato delicioso.  Como si ella lo hubiera estado esperando y se hubiese preparado para darle lo mejor de sí.  Primero, en un café, donde él pidió doblar el chorrito de licor en cada uno de los Capuchinos y le suplicó a ella doblar cada beso que le daba.  Después se la llevó al sitio acostumbrado, donde los miraron con asombro, por la hora; siempre iban allí de noche.  Pidieron el licor acostumbrado; se regocijaron en las acciones acostumbradas y el recobró el excelente humor acostumbrado.

Salieron a lo largo de una avenida principal, rumbo a dejar a Carla en su apartamento; había mucha congestión y se quedaran un buen rato plantados al costado de un bus escolar; aprovechaban la parada para acariciarse y besarse, sin recato alguno, mientras los niños los observaban desde sus ventanillas.  Quiso la torva suerte que este bus fuera precisamente el de la ruta escolar del hijo de Agus, quien fue uno de los espectadores de la presentación gratuita. 

Llegó a casa haciendo alarde de un día de duro trabajo, no haber descansado un minuto, necesitar pleno reposo en camita.  La mujer pareció no escuchar y le habló de un comunicado que llegó de la administración del edificio.  El niño también cambió el tema: delante de Catalina, le disparó una pregunta que lo traía preocupado.
–Papi, ¿esa señora con la que te abrazabas es más bonita que mi mamá?

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