sábado, 25 de agosto de 2018

DON DARÍO Y LOS VIEJOS MÁS JÓVENES
Relato


Don Darío apuró un sorbito del tinto que hacía rendir toda la mañana, para seguir hablando de Pompilio.  “Ya está viejo.  ¿No ven que está presentando papeles para la jubilación?”  Lo que calla el Darío son sus ochenta y cinco años de edad.  Le replican que pensionarse no es envejecer.  “¿Que no?  Como estará de viejo Pompi, que fue padrino de bautizo de mi sobrina Candelaria”.  Lo que no dice es que Candelaria es su sobrina-nieta.

La miscelánea de Marulo, donde don Darío se toma su tintico diario, acoge a diversos personajes del barrio que, por variados motivos, tienen largos ratos libres y se van a pasarlos allí, tomándose algún café o cerveza.  Todos tienen que ver con don Darío, el ‘decano’ del lugar, que tiene una labia impresionante y se empareja con ellos en discusiones de política, de deporte, de religión, de economía… posando, por supuesto, de sabihondo.  Pero todos los días, los contertulios apuestan a que el viejo “no pasa de este año”, mas no cuentan con que él está muy aferrado a la vida y no se piensa morir nunca.  Cuando le sacan a relucir su edad, él les jura que los ‘va a enterrar’ a todos.

Pompilio está en la cafetería de la empresa en tertulia con sus compañeros y aprovecha que su subordinado José Luis se va de regreso al puesto de trabajo, para comentar lo barrigón y lo calvo que está.  “Ya se le vinieron los años encima.  Ya no aguanta un largometraje”.  Lo que no toma en cuenta es que José Luis todavía juega en el equipo de fútbol de la empresa, mientras que él ya dejó el deporte hace años porque se acalambraba y se le aceleraba la respiración.  Para no reconocer que envejecemos, hacemos envejecer a nuestros menores.

“El pobre don Pompilio, le dice José Luis por la noche a su joven esposa, está en carreras con los documentos para la jubilación porque no resiste trabajar más; anda contándonos de todas sus vueltas y diciendo que no labora ni un mes después de la edad de retiro; así de viejo se debe de sentir”.  Lo que no les cuenta Pompi es que está montando una empresita con sus ahorros y su afán de pensionarse es por la necesidad de ponerse al frente del negocio, porque “yo todavía tengo fuerzas para moler otros veinticinco o treinta años y voy a conseguir como empresario la plata que no conseguí trabajando como un burro”.

Daniela, esposa de José Luis, se asombra el día que ve entrar al salón de belleza a Juanita, su amiga del colegio, a quien no veía hacía varios años.  “Como estás de joven, Juanita; creí que eras tu hermanita menor (como está de revejida, creí que era su mamá)”.  “Tu también, Daniela; el matrimonio no te ha sumado años (¡Huy, como está de arrugada!)”  – Nos sentimos intactos mientras a los demás les pasan los mismos años que a nosotros.  La niña manicurista se ríe para sus adentros de la conversación de este par de ‘viejas’.  Ella apenas va por el último año de la secundaria y no juzga jóvenes sino a las personas de su edad; cualquiera con más de dos años de ventaja es viejo para ella igual nos ocurre a todos, sea cual sea la edad que tengamos.  Mientras le va friccionando y embadurnando las uñas a Daniela, le pregunta si tiene hijos.  “Son dos: una niña de ocho y un niño de tres”.  “¡Santo Dios! piensa la chica, ¡Qué mujer tan curtida!”  “¿Y tu cuántos hermanitos tienes?”  “Tengo tres, pero tenemos cuatro papás distintos.  El mío se llama Pompilio y rara vez me da algunos pesitos”.  Daniela se espanta y no pregunta más.

Quince días después, José Luis acompaña a Daniela al salón, antes de seguir con ella a otras diligencias.  Esta le comenta que Janeth, la manicurista, es la hija de ‘ese don Pompilio’; él, por mera curiosidad (no exenta de malicia), le hace preguntas sobre el señor y le dice que lo conoce.  Cuando van a salir, la muchacha, se decide a pedirle, muy turbada, que interceda por ella ante su amigo, pues su situación es precaria y quiere tener la posibilidad de estudiar una carrera universitaria que la mamá no le puede financiar.  “No te puedo prometer nada, pero voy a ver cómo abordo al ‘cucho”.  La chica, feliz, les cuenta a sus compañeras que el ‘viejo’ le prometió ayudarle con su papá.

José Luis no quiere tocarle ese tema a su jefe, pero su esposa le insiste todos los días; “tenemos que ayudarle a esa pobre muchachita; que no se quede en ese oficio toda la vida; don Pompilio tiene con qué ayudarle; además, si se puso a tener hijos por ahí, que responda por ellos”.   Por fin, en un momento en que Pompi comenta que la resolución de pensión está por salir, se decide a echarle una ‘indirecta’: “Ahora sí le va a quedar buen tiempo para los hijos”.  “¡Nooo, ya están todos criados!  Yo me voy a dedicar a lo mío”.  No se atreve José Luis a decir nada más, teme enfrentar al jefe.

Se llega la fiesta de despedida de Pompilio en la empresa; desde el gerente general hasta la más humilde aseadora asisten esa noche a un restaurante, todos muy agradecidos con el ‘viejo’, que ha sido siempre muy amable.  Entre un trago y otro, mencionan lo generoso que fue Pompilio; nunca escatimó ayudarle a este o aquel cuando estaban en dificultades; les facilitó dinero a muchos para sacarlos de sus apuros…   Una secretaria relata como ayudó a educar a los niños de Dioselina, la del archivo, secreto muy bien guardado hasta ese momento.  “Esta es la mía”, piensa José Luis, que ya se siente valiente por las copas.  “Voy a hablarle ahora que está con tragos y lo comprometo porque lo comprometo”.  Se acerca y lo elogia por su buen corazón, le dice que, como esos, hay muchos jóvenes sin posibilidades de estudiar, que él conoce a una niña  Janeth que trabaja haciendo manicura y quiere estudiar… bla, bla, bla.  Pompilio se sorprende, se le ‘pasma’ la borrachera, “¿usted por qué la conoce?”.  “Ah, ¿es que usted la reconoce?”  Después de muchas vueltas, el Pompi le dice que la madre de la niña nunca le aceptó ayuda (José Luis lo duda); que ahora no le queda fácil, viviendo de una pensión; que no quiere que su familia se entere… “Pero, ¿sabe qué?  Déjeme pedirle consejo a don Darío; el ‘cucho’ es muy bueno para manejar estos casos; hablamos la semana entrante”.

Llega el hombre a decirle a la esposa que don Pompilio se salió por la tangente, que ya no sabe cómo lo va a convencer de ayudarle a la niña, “pero ya hice todo lo posible, no creas que no te hice caso”.  “Quién sabe cuánto trastabillaste y él se aprovechó de tu debilidad para disimular la suya.  Esta gente sí es muy floja; la una acude a un señor porque no es capaz de hablarle al papá; el señor teme enfrentarse al viejo y el viejo no sabe qué resolver y se tiene que apoyar en el más ‘cucho”.  Al fin se duermen muy abrazados porque tampoco se trata de reñir por eso.

Amanece el sábado con pleno sol y pícaras nubecitas blancas.  Pompilio se baña cantando y desayuna muy animado; sale a media mañana a hacer “unas vueltecitas” y cuando se está acercando a lo de Marulo recuerda lo que tiene pendiente con don Darío y siente un vacío en el estómago; no sabe cómo abordar el tema, se devuelve y da un rodeo para no pasar por allí, como si Darío supiera del caso y lo fuera a llamar desde su ‘balcón’ (el sitio que siempre ocupa).  Después de una de sus diligencias, resuelve afrontar el entuerto de una vez por todas y se dirige a la miscelánea; faltando media cuadra se topa con Nicanor, que viene de allá y le pregunta si está don Darío.  “Querido Pompilio, ¡qué tristeza!  Don Darío se quedó dormido sobre la mesa, como muchas veces, pero ahora fue para no despertar más.  Ya lo recogieron y esta tarde nos avisan donde será la velación”.  “Ahora nosotros somos los más viejos, querido Nicanor.  Nos toca tomar el relevo”.

Carlos Jaime Noreña

ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com

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