jueves, 19 de diciembre de 2019

ELOGIO DE LA REDONDEZ
Relato



“Apenas un cinco, como por reconocer tu esfuerzo, pero no hay mérito para más; yo no veo ninguna elaboración geométrica que valga la pena en este trabajo.  Preséntalo al profesor de arte…  O al de literatura; eso es pura poesía, pero de la barata”.  Le dijo, arrogante, el profesor a Carolina cuando le devolvió su trabajo sobre el círculo, figura geométrica que le había tocado en suerte.  “¿Por qué no le reclamaste?” Le indagó su novio.  “No le ruego a nadie.  Mis méritos saldrán a flote”.

Las “dos bolitas del ocho” era lo que a la niña de cinco años más le atraía de los números que le enseñaban sus hermanos mayores; ella decía que representaban al Sol y la Luna, astros que le intrigaban, sobre los que no cesaba de formular interrogantes.  No es necesario describir el encanto que sintió cuando conoció ese mágico instrumento llamado compás que sacaba círculos de la nada y la fascinación que sentía en las clases de geometría en la primaria.

Con las órbitas de los astros comenzaba el malogrado trabajo de Carolina.  “Eran circulares para Tolomeo, Copérnico y Galileo, hasta que Kepler descubrió que son elípticas; al fin, de la misma familia”.  Me salto los detalles con que acompañó la chica estas afirmaciones, pero destaco su comentario sobre el parentesco de la circunferencia y la elipse, tema que desarrollaría más adelante.  No puedo pasar por alto su referencia a la esfera, sólido geométrico que resulta de la rotación de la circunferencia y que, para los mencionados astrónomos, era la matriz que contenía al sistema planetario.

Pasaba la muchacha a mostrar cómo el carácter cíclico del tiempo y la repetición de las estaciones provienen de la (aproximada) circularidad de las órbitas.  “Siempre volvemos a empezar cada año con un enero porque la Tierra ha completado su curva cerrada alrededor del Sol y luego volvemos a vivir un febrero, un marzo…  Denominamos las horas de la 0 a la 24 en una inagotable repetición porque la Tierra vuelve a empezar una rotación tras otra.  Las estaciones también vuelven gracias a un balanceo del planeta; balanceo este que también es cíclico, es decir, puede ser proyectado hacia un recorrido repetitivo a lo largo de una circunferencia”.

Los besos y caricias de la chica con su novio Nicolás (a quien llamaba Copérnico), sus peleítas y reconciliaciones, también mostraban un matiz cíclico, que era ajeno a sus conciencias pero siempre estaba ahí presente.  Nicolás, por cierto un tanto apartado de las matemáticas, le hacía la segunda a su queridita, cuando ella se lo pedía, entrando a consultar en la web, trayéndole libros de la biblioteca, ayudándole a trazar gráficos…

Se atrevió Carolina a formular la hipótesis de que los hombres primitivos no “inventaron” la rueda: la adaptaron de sus observaciones de la naturaleza; de la revolución de los astros en el cielo, del giro de los objetos que caían por una pendiente; pero, sobre todo, porque descubrieron que girando se puede avanzar linealmente; lo que no hallaron de la noche a la mañana, sino después de largo tiempo de maravillarse con las estrellas, de embelesarse con los atardeceres, de amarse a la luz de la Luna.

“Los deportes más entretenidos, más gratificantes, son los que se juegan con lo redondo” era otra intrépida afirmación de la muchacha en su tesis.  “El fútbol, basquetbol, voleibol, tenis… se juegan con esferas.  La libertad de movimiento de estos cuerpos, la dinámica de sus ‘efectos’, les introducen variantes inesperadas y emoción desbordada.  Con círculos se practica el ciclismo, el lanzamiento de disco, el frisbee, el hockey sobre hielo y no son menores las emociones.  Hasta circular es la forma de la medalla con la que son condecorados los triunfadores.  Siempre está ahí la redondez dándonos grandes satisfacciones”.

A propósito de una observación que le hizo Nicolás sobre la forma oblonga, nada circular, de los balones para algunos deportes, le respondió Carolina “también algunas partes del cuerpo que idealizamos como esferas son realmente oblongas, u ovoides; no te sientas aludido.  Ellas y los balones que mencionas son unos elipsoides; al fin, el círculo está jugando su papel: para producir un sólido de revolución hay que hacer un giro circular”.

Y aprovechó la chica este tema para pedirle algo al enamorado, cosa nada extraña en ellas:  “Invítame a un cono y te doy una clase muy interesante”.  Llegaron a la heladería y ella pidió dos bolas sobre el cónico barquillo (siempre las dos bolitas del ocho), una de limón y una de cereza.  Al terminar el muchacho su bola de coco, ella le arrebató el barquillo y lo puso bajo el suyo, punta con punta.  “Aquí está el cono completo; tiene dos cuerpos opuestos por un vértice”.  Acto seguido, pidió plazo para terminar su gélido placer; luego tomó prestada la navaja de Nico y empezó a dictar cátedra…

“Una línea que atraviese los conos por su centro y pase por el vértice se llama eje.  El borde de nuestros barquillos está en un plano perpendicular al eje y, como ves, tiene  forma de circunferencia; ahora, si hago un corte un poco inclinado respecto al eje (va cortando…) tendrás una elipse, pero cuando el corte se inclina más, se llega un momento en que la curva no es cerrada sino abierta y se llama parábola y cuando el corte se hace paralelo al eje, tendrás dos curvas opuestas y abiertas, una en cada cuerpo del cono; esas dos curvas forman la denominada hipérbola”.  “No me aburras más, dijo el muchacho, comamos los restos de las galletas y vamos a jugar algo”.

En su trabajo escrito, propuso la atrevida estudiante no buscar estas curvas en los tediosos cortes geométricos sino, más bien, en imágenes llenas de vida.  “En El Nacimiento de Venus, de Boticelli, viva y sensual pintura que perdurará milenios, nos llenan los ojos las circunferencias que rodean los pechos de la diosa; círculo, símbolo de la perfección; la forma de su vientre, una elipse no muy excéntrica, como las órbitas planetarias, símbolo del eterno retorno del tiempo; pubis, trazado en hipérbola, en rama  única, sin compañera, símbolo de soledad humana; en el traje florido de la Hora a su diestra, en la región púbica se hace un pliegue de bella parábola, símbolo de recolección”. 

“Sin conocer las matemáticas que posteriormente describirían a estas bellas formas, Sandro las sembró en todos los rincones de sus cuadros.  Una espléndida elipse es la concha que transporta a la diva.  En los mantos de Céfiro,  Cloris y la Hora, hay profusión de hipérbolas y parábolas.  En los mismos mantos, en las olas del mar, en la costa y la vegetación abundan las curvas más caprichosas que solo la geometría analítica podría describir más tarde”.

Sugerencias de Nicolás hicieron saltar a la chica a un artista contemporáneo que hizo suya la redondez en su más atrevida expresión.  “Fernando Botero supo juntar la redondez y lo pesado en sus creaciones, resaltando lo primero y redimiendo lo segundo.  Puede que no sea completamente original en su propuesta, pues los críticos le encuentran similitudes con su admirado Piero della Francesca, pero significó un radical cambio en el rumbo que tenía el arte en el siglo 20:  ante lo abstracto, hizo pensar de nuevo en lo figurativo; ante la necesidad de adivinar representaciones en las imágenes, mostró directamente lo que quería representar, pero nos puso a pensar en el significado que  él quería le diéramos a esas representaciones (lo que no es nuevo en el mundo del arte, por supuesto); sobre todo, puso a la redondez en el centro, como si quisiera producir un salto cualitativo de la manera aguda, cuadriculada de ver el mundo y sus problemas a una forma más suave pero más abarcadora; eso sin renunciar a la denuncia que claramente se da en sus obras.  Concluyo esta pequeña reseña llamando la atención hacia sus gafas de aros redondos, su barba haciendo círculo alrededor de boca y mentón, su figura corporal toda, ya redondeada por los años: él mismo es un personaje de Botero”.

Por la afición de su padre a la música clásica, le tocaba a la chica escuchar muchas piezas de ese género y, después de un concierto de obras de Beethoven al que él la invitó, ella quiso comentarle a Nicolás sobre la redondez en las sinfonías del genio alemán; él le pidió que lo dejaran para otro día y se fueran, más bien, al parque de diversiones a montar en la rueda.  Allí disfrutaron de esta y todas las demás redondeces que ofrecen en estos parques; disfrutaron de la dicha de estar juntos y de todos esos planes de los muchachos.


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