domingo, 15 de diciembre de 2019

OSWALDO Y SUS RUIDOS

Relato



Oswaldo vive solo en un apartamento espacioso y se da ínfulas, pero, en lo más íntimo, se mantiene en zozobra por los frecuentes ruidos y sombras que lo rondan cuando se encuentra allí solo.  Él no es supersticioso ni de creencias religiosas, pero le intrigan los crujidos que escucha cuando está en silencio, el sonido de una puerta que nadie ha abierto, la sensación de que alguien se ha sentado en su sofá, la idea de haber visto por el rabillo del ojo a uno que pasaba detrás de él, los maullidos angustiosos del gato.

Por las noches, concentrado al computador, le parece escuchar que caminan sobre el piso de tablas de la zona social; piso nuevo, que colocó para enlucir ese ambiente y darse tono frente a sus visitantes.  Apaga la música, para diferenciar bien el sonido; este cesa, vuelve a poner la música y vuelven los pasos.  Se levanta rápidamente y se va, prendiendo luces, a recorrer la vivienda; encuentra todo en paz, todo en orden; el gato está plácidamente dormido sobre su pequeño tapete.  “Fue mi imaginación; tal vez me he excedido en vino”, piensa, igual que todas las veces anteriores, y vuelve a su puesto.

Ha pensado en reclamar a los que le instalaron el piso, porque pueden ser desajustes de las tablas, pero también se le ha ocurrido que quizás algún antiguo habitante del apartamento, muerto trágicamente, esté haciendo rondas por sus lugares queridos.  “Lástima que ya no existe mi mamá, que tenía tan buena sensibilidad para esos fenómenos de ultratumba; ella sí me sacaría de la duda”

Entre tanto, se siguen presentando los hechos extraños; con frecuencia siente, de día o de noche, desde el dormitorio o desde la cocina, que alguien se sienta en el sofá, que descarga el cuerpo con energía, como si viniera muy cansado de la calle.  Oswaldo corre hacia la salita, pero no encuentra ningún visitante y todo está en orden.  Ha comprado el sahumerio que le recomendó su amiga Teresita, lo enciende y vuelve a su interrumpida ocupación, no completamente tranquilo.  Con Teresita coincide en que no se trata de almas del purgatorio ni de espíritus malignos, sino solamente incomprensibles energías que los humos incensales ayudan a disipar.  Por fin, la concentración en el trabajo le hace olvidar el ruido, vuelve la serenidad, se va a la cama a media noche y duerme plácidamente.

Otra noche es el turno de la puerta.  La puerta principal del apartamento.  Como si se hubiera quedado desasegurada y chirreara un poco al tratar de abrirse lentamente.  Oswaldo se apresura, llega a la entrada y encuentra que la puerta está muy bien cerrada; lo verifica con sus propias manos, para estar bien seguro.  Entonces, la indaga con los ojos.  Ella le responde en un susurro…

–Yo anhelo dejar salir a todos los que rechazas.
–¿A quién voy a rechazar si estoy solo?
–Me refiero a sentimientos, condiciones, lo negativo que llevas dentro.
–¿Cuáles no rechazo?
–En primer lugar, tus miedos.  No has querido deshacerte de ellos.  Deseo dejar salir uno cada noche.
–Yo no le temo a nada.
–Temer es otra cosa.  Pero sí tienes temores, aparte de miedos; yo los veo entrar, también, uno por noche; no sé cómo no te enloquecen.
–¿Y qué más quieres despachar, sabihonda?
–Tus culpas.  Son muchas y no las quieres abandonar.
–¡Qué tan servicial eres!  ¿Qué otros visitantes tengo?
–Tus dudas.  No me digas que no vives lleno de vacilaciones.

Oswaldo suda y tiembla y se abstiene de continuar el diálogo.  Abre su bar y se toma un trago fuerte.  Vuelve al estudio a retomar la tarea interrumpida.  Hace un rato estaba tratando de programar algo, pero ya no se concentra.  “¡Qué carajo!  Le perdí el hilo.  ¿Ahora qué pasa?  ¿Por qué chilla esta noche ese gato?”.  Sale furioso y le grita a su lustroso gato negro, llamado Tizne, pero este se queda mirándolo a los ojos, muy mansamente, con esa expresión de solicitud que saben mostrar ellos; el hombre, ya calmado, se va a revisarle sus recipientes de cuido y agua.

–Tenías comida, Tizne.  ¿Qué es lo que te pasa?
–Me ha visto a mí, dice una voz que viene de atrás.
–¿Quién está ahí?  Dice Oswaldo, girándose bruscamente, mas no ve a nadie.
–Soy tu ángel.
–¡¿Quéee?!  ¿Ángeles a mí?  ¿Quién quiere hacerme una broma?  ¡Salga de donde esté!
–Estoy alrededor de tí.  Te acompaño a todas partes.
–Mira, el ángel de la guarda era un cuadrito que mi mamá me tenía colgado en mi cuarto, pero ya lo lancé a la basura hace mucho tiempo.  Allá deberías estar.
–Quítale el contexto religioso.  No soy un ángel de la guarda.  Soy un espíritu gemelo al tuyo; él es interno, yo soy externo.  Pero nacimos contigo y moriremos contigo.
–¿Y para qué me eres útil?
–¿Por qué juzgarlo en términos utilitarios?  Yo voy a tu lado y estoy en todo momento coordinando con tu espíritu lo que son tus percepciones sobre lo que captas con tus sentidos; también indago, de los ángeles de las personas con las que entras en contacto, sobre la esencia de ellas y sus intenciones; por eso tu espíritu alcanza a formarse una idea de su naturaleza y su conveniencia para tí.
–No sé qué decir…
–Yo sí sé qué decirte sobre los ruidos y sucesos de los últimos días, que te han quitado la paz. 
–Ahora resulta que tengo guardián en mi heredad.
–No seas cínico.  Aunque llores, nunca me podrás desprender de tí.
–Háblame, pues, de mis tormentos.
–Empecemos por la puerta: ella es un ser inerte y no habla; te hablé yo; nunca debería intervenir en tu vida, pero quiero ayudarte a superar tu lado negativo.  Aproveché que te asustabas con los chirridos de la puerta del vecino.  También un vecino, el de arriba, descarga objetos en el piso que en lo tuyo se sienten como sobre un sofá.  ¡Mira las que te juega tu imaginación!
–Pero esos pasos en el entablado…
–Desajustes.  El trabajo no quedó bien hecho; las dilataciones por temperatura, el paso del gato, pequeñas vibraciones del edificio, producen esos crujidos que interpretas como pasos.  Sí debes hacer el reclamo antes de que se venza la garantía.

Con esto, Oswaldo se despojó de recelos y se atrevió a preguntarle por los miedos, culpas y otros asuntos íntimos.  Conversaron largamente, hasta que el muchacho quedó en un sopor y perdió toda noción de sí.

Despertó en el sofá, con la cara bañada por la luz del sol que se filtraba por entre las cortinas.  Estirando los brazos y bostezando larga y escandalosamente, le vino el recuerdo de aquel extraño ser, sus recomendaciones de quererse menos a sí mismo, dejar el egoísmo, salir más a la calle, tener verdaderos amigos, amar de verdad a su novia, dejar las aventuritas, convertir sus aficiones informáticas en proyectos productivos…  “¡Qué consejero espiritual me he conseguido!  Ojalá no empiece a echarme cantaleta todos los días.  Pero… ¿sí sería real?  ¿no fueron sueños?  ¿cuánto vino tomé anoche?”.

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