JACINTO Y SUS TRIBULACIONES
Relato
Jacinto Cuartas tenía una pequeña cafetería en el barrio Laureles, sobre una vía
arteria, y siempre llegaba a abrir antes de las 7 de la mañana. Allí se le veía muy
hacendoso disponiendo las mesitas de color, cada una con sus cuatro asientos de
madera pintados de tonos suaves, limpiándolas muy bien todas con un trapo,
barriendo, enderezando los cuadros que adornaban el local y colocando pequeños
individuales y bonitos servilleteros, todo ello en la más completa soledad, pues no
llegaban clientes a esa temprana hora, no obstante estar cercano a instituciones
universitarias, centros de exámenes clínicos y una iglesia muy concurrida en la
misa matinal.
La situación no mejoraba mucho en el transcurso de la mañana; alguien llegaba a
tomar un café, alguien una gaseosa; algún pastel se vendía, unos chicles, pero
hacia el medio día, a la caja habían entrado muy pocos billetes. Jacinto se
rascaba la cabeza y se preguntaba por qué estaban tan malas las ventas si sus
capuchinos eran más baratos que los de Doña Lolita, sus pasteles a mejor precio
que los de Los Tejados, los jugos de fruta como a la mitad del precio de
Cosechitas, sus ensaladas de frutas salían más favorables que las del Exitoso, y
todo ello de igual o mejor calidad.
Durante la tarde, todo seguía igual; la melancolía lo iba invadiendo pero se le
disipaba un poco cuando le llegaba algún amigo a hablar de fútbol o a rajar del
gobierno. Un amigo muy frecuente era Roberto, el único con quien se atrevía a
comentar sobre el mal estado de la cafetería, porque este sí se le había mostrado
comprensivo e interesado en lo suyo, no como el común de los amigos que solo
quieren mostrarse, en el sentido mas amplio de la palabra. Roberto le insistía en
que cambiara de negocio, pues tenía una competencia muy afianzada y muy
despiadada. Alguno de esos competidores es de larga trayectoria, le decía, y tiene
una clientela cautiva que ni se da cuenta del alto precio relativo de su oferta; los
otros son eslabones de cadenas también muy consolidadas, que igual tienen como
hipnotizados a sus clientes haciéndoles creer que adquieren los productos de
mejor calidad a un buen precio, y cuando logran percibir que es alto se engañan
pensando que están pagando por una buena marca, calidad y “punto”; “por eso
será que les dicen cadenas, porque tienen encadenados a sus compradores”.
Persistió muchos meses Jacinto, ilusionado con que lo iban a conocer poco a poco
y mejoraría sus ventas notablemente con el paso de los días. Tal vez estaba
“metiéndose mentirillas a sí mismo”, por el temor a cambiar. Entretanto, llevaba
por la noche a su mujer e hijos, para la comida nocturna y el almuerzo del día
siguiente, los jugos y pasteles que no se habían vendido y seguía acumulando
cuentas por pagar. Finalmente, ya ni el alquiler del local estaba pagando y le
pidieron que lo desocupara. Vendió “por palos de tabaco” el mobiliario y con ello
compró mercado para una o dos semanas.
Cuando era muchacho, de familia de clase media, estaba estudiando su carrera
universitaria, pagada por su padre, pero este falleció repentinamente sin dejarles
mayores recursos y Jacinto debió buscar trabajo para ayudar a su madre y sus
hermanos. Empezó trabajando en un banco, pero a los tres años salió liquidado
en una “reestructuración”; de esas que hacen las grandes empresas para
incrementar la “productividad" y la “competitividad” disminuyendo los costos y
buscando mayor eficiencia del recurso humano; es decir, Jacinto tuvo que enseñar
su trabajo a sus compañeros, pues fue suprimido su puesto de trabajo y se
distribuiría la carga entre los que quedaban, sometidos cada vez a mayores
exigencias, pero con el fatuo estímulo de pertenecer al banco más grande y
prestigioso del país, con las mayores utilidades (de billones de pesos, que desfilan
gota a gota por sus manos).
No demoró mucho, afortunadamente, en encontrar un trabajo en una empresa de
entregas de pequeño tamaño, repartiendo correspondencia, pero en su propia
bicicleta y contratado por una intermediaria de servicios temporales, por el salario
mínimo, que se le reducía casi a la mitad con todos los descuentos que le
endilgaban. Además se sentía mal “haciendo mandados”, cuando ya había estado
en menesteres de oficina. El día que tuvo un percance con la bicicleta y se
presentó con raspaduras en piernas y brazos, su humilde vehículo casi destrozado
y la correspondencia sin entregar, fue inhumanamente despedido, sin apelación
posible.
Juzgó que el accidente fue una llamada de la suerte, pues al día siguiente fue
recomendado por un pariente rico para un trabajo como auxiliar de oficina en una
empresa de alimentos que se encontraba en pleno crecimiento; allí fue
enganchado, se fue haciendo a la rutina y al cabo de un tiempo le propuso
matrimonio a su novia María Elena. Unos meses después, todavía dotando el
hogar, ocurrió que la empresa fue comprada por la gran compañía de alimentos de
la región que ya se adueñaba del mercado nacional en varios ramos y progresaba
absorbiendo a empresas más pequeñas, de galletas, de helados, de confites, de
conservas, de carnes frías, de chocolates, de empaques, de distribución, después
de hacerles jugadas de mercadeo que las ponían a tambalear. Tambaleando
quedó también Jacinto con su despido por causa de la “racionalización” impuesta
en la planta de personal por la compañía absorbente.
Ahí se dio la primera temporada familiar de privaciones y ansiedades. La madre
de Jacinto les ofrecía algunas sopas a la semana y el padre de María Elena les
ayudaba para el alquiler; esta empezó a colaborar por unos pocos pesos en el
pequeño restaurante de una amiga, renunciando a sus estudios de secretariado y
Jacinto seguía buscando desesperadamente empleo; muchas hojas de vida
distribuyó y en muchas agencias de servicios temporales se registró y de a poco lo
fue envolviendo la niebla de la depresión.
Toda la familia estaba ansiosa con la situación de Jacinto y María Elena y recurrían
a amigos y conocidos en busca de una oportunidad de empleo, hasta que José
Heriberto, primo segundo, le propuso al muchacho recomendarlo con una empresa
de taxis de un amigo que estaba buscando conductores. Jacinto hizo, pues, los
trámites de adquisición del pase de taxista, con dinero prestado, y comenzó a
manejar un vehículo viejo y desajustado que le entregaron. No había día que no
tuviera que arremangarse a limpiar el carburador o calibrar las bujías, tensionar la
guaya o los frenos, ajustar las válvulas o cambiar algún cable y muchas veces le
tocaba llevar el carro al taller para un arreglo de mayor complejidad; esto le valía
discusiones con el propietario, quien se asustaba con los costos y lo acusaba de
maltrato al aparato.
En fin, algún par de años estuvo manejando el taxi, hasta que el propietario,
atravesando alguna dificultad económica y cansado de los gastos que le daba el
viejo tiesto, resolvió venderlo y dejó a Jacinto nuevamente “en el asfalto”. Por
suerte, en pocos días se enlazó Jacinto otra vez con un grande, una compañía de
seguros orgullo de la región. De hecho, le tocaba trabajar una vez más como casi
que mandadero, pues debía hacer muchas visitas para colocar nuevas pólizas de
seguro y así devengar comisión, pero le pintaban el maravilloso panorama de la
solvencia económica alcanzada por don Manuel y don Rigoberto (que llevaban 40
años con la compañía y ya tenían acaparada la mejor clientela). La prepotente
compañía mostraba balances billonarios mientras Jacinto tenía que defenderse
con unos pocos miles, esto cuando lograba vender o renovar pólizas que las
águilas de la misma y de otras compañías no le arrebataban de las manos.
Se quejaba Jacinto de lo bajos e inestables que eran sus ingresos en los seguros,
sobre todo desde que llegó al país la internacional “Mafdre”, y lo escuchó su amigo
Gilberto, quien le sugirió entrar a estudiar programación en horario vespertino en
un instituto. “Con la libertad de horario que tienes puedes ponerte a estudiar y
dentro de un año vas a poder trabajar en sistemas; los sistemas son lo que está
dando ahora”. Se metió pues el muchacho a estudiar programación y al cabo de
un año, sin haber dejado sus seguros, salió muy diestro en desarrollar código en
uno de esos lenguajes tipo “Visual”.
Como se le seguían agotando las “cuentas” que manejaba de seguros, buscó
trabajo en las compañías de desarrollo de software, hasta que por fin fue
enganchado como programador en una cuyos pomposos nombre y lema daban a
entender que solucionaban problemas del cielo y de la tierra. Se sembraba Jacinto
a las 7 de la mañana en su asiento frente al computador, contiguo a otros cuatro
compañeros y delante y detrás de otras varias filas de laboriosos digitadores. La
bella ilusión de crear soluciones ingeniosas en la mágica máquina se esfumó:
tenía que limitarse a escribir instrucciones de código en formato preestablecido
para desarrollar las operaciones indicadas por las especificaciones que ya venían
definidas por el analista. El bello cuento de que los sistemas son los que “están
dando” también se vino al suelo: salario mínimo por salir a las 6 de la tarde, después de la agotadora jornada, porque había que trabajar las 48 horas precisas
de lunes a viernes para poder tomar el sábado libre y no le tomaban en cuenta la
hora que podía utilizar para almorzar.
No llevaba más de un año Jacinto en este empleo y ya estaba casi a punto de
buscar sicólogo, cuando Margarita, una amiga de la familia, lo ilusionó con la idea
de las ventas por catálogo; ella tenía trayectoria de seis años con Armwave y
nunca le habían faltado recursos para alimentarse junto con su hijita y darle el
estudio y además “se pueden ganar premios fabulosos – yo ya hice dos viajes con
la niña”. Y sin mucho insistirle lo convenció de renunciar a su trabajo y arrancar
con las ventas y lo recomendó en la compañía. “Toma en cuenta además la
libertad de movimiento que vas a recuperar – Tú manejas tu tiempo, como cuando
vendías seguros”.
Empezó, pues, Jacinto con una sesión de entrenamiento en las técnicas de ventas:
cuidado de la imagen personal, ofrecer ventajas y no productos, saber convertir las
negativas en aceptaciones, conservar la calma... Al día siguiente salió a visitar con
sus folletines a sus antiguos colegas de trabajo en la compañía de alimentos, el
banco, los seguros, etc. Solo logró colocar revistas en algunas manos, con la
promesa de que las estudiarían cuidadosamente para definir qué les interesaba.
Llegó desanimado a donde María Elena, pero ella lo tranquilizó explicándole
amorosamente que así funcionaba ese sistema, que nadie compraba de una vez, y
le prodigó algunas tiernas caricias que al fin los llevaron a la cama.
Continuó el hombre con la campaña, revisitando amigos que se habían mostrado
dudosos, visitando amigas de María Elena, recorriendo toda la familia de el y de
ella y hasta aventurándose con desconocidos. Además, hizo más cursillos
apuntando a mejorar su efectividad vendedora. El hecho es que después de
muchas fatigas le comenzaron a caer pedidos; cositas baratas, pero “por algo se
empieza”. Un tiempo después, se iba consolidando, pero también iba creciendo la
cartera porque comenzó a dar “fiados”, es decir, vender a crédito, mientras le tenía
que pagar en efectivo a la compañía promotora. María Elena le rogaba que no
fiara mas, pero el era muy confiado y, con tal de colocar productos, daba largos
plazos para el pago. Al final, en lugar de sacarle ganancias a las ventas, tuvo que
comenzar a hacer préstamos para cumplirle a la compañía, hasta que reventó y no
pudo vender mas.
Fue un viejo amigo, Bernardo, quien hacía tiempo no lo veía y lo encontró al borde
del suicidio, por así decirlo, quien se compadeció y le propuso montar la cafetería
con dinero que el mismo le prestó. Se animó y buscó local en un punto que
parecía muy estratégico, arrancó con el negocio y a duras penas fue librando muy
despacio la deuda con el amigo, pues las ventas no “despegaban” en forma; siguió
malcomiendo con su familia hasta que llegó a la situación que ya conocemos y
quedó nuevamente desocupado y desprovisto de medios, buscando
angustiosamente un empleo o una nueva oportunidad en este medio donde su iniciativa privada no prosperaba por las pobres condiciones del mercado y el
alquiler de su capacidad de trabajo no le producía justas contraprestaciones; y, en
ambos casos, las causas se podrían hallar en la fuerte distorsión introducida por
los poderosos acaparadores.
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