viernes, 27 de septiembre de 2019

No me vengas con cuentos
Relato


Nunca un cuento suyo recibiría un premio, excepto el que todos los días le darían los lejanos y desconocidos lectores, visitantes de su blog, con sus elogiosos comentarios.  Eso le bastaría para no volver a concursar.

Gastón usaba el lápiz apenas sí para hacer listas de compras, y el computador, para elaborar informes y hacer búsquedas.  Un día, yendo por la calle, vio a un indigente con los zapatos de colores diferentes y se le vino súbitamente la idea de narrar ese hecho con sus propias palabras, pero en forma de cuento.  No bien llegó a casa, se sentó a escribir todo lo que se le había ocurrido en el camino.

Emocionado, le presentó a su esposa “Los zapatos del vagabundo”, cuento en el que un vago encuentra un zapato izquierdo que cayó de la ventana de una casa y lo calza junto con uno derecho, también hallado, pero de color diferente, que tenía guardado; después aparece el muchacho dueño del zapato y se presenta una curiosa negociación entre ambos.
–Estás muy lejos de Chéjov o Cortázar.  No te creas escritor; dedícate a lo tuyo.
–En algún momento se puede empezar, ¿por qué no?
–Hace falta nacer con esa facultad.  Tú no la tienes.

Turbado por esta descalificación, pensó que la literatura no era lo suyo (tal vez esta mujer tampoco) y estuvo preguntándose si tendría éxito con la pintura, la talla, la música…  Esto le inspiró un nuevo relato, donde un chico ensayaba suerte con un arte y con otro, sin hallarse, hasta que elaboró un cuentecito y fue amorosamente estimulado por su novia a seguir escribiendo.  Para buscar, de nuevo, un concepto ajeno, le llevó el relato a su mejor amigo, seguro de que este sabría reconocerle su habilidad.

–Yo me dedicaría a practicar un nuevo deporte.  Tú tienes cuerpo para eso; la mente, no la malgastes en lo intelectual.
–¿Tan horrible te pareció?
–No es que sea propiamente horrible, pero el relato no tiene coherencia; salta de una cosa a otra; empieza como un asunto personal y termina como una historia de amor.
–Precisamente, refleja situaciones de vida; ellas no tienen un orden preestablecido.
–No me convences.  ¡Zapatero a tus zapatos!

Pero él tampoco se convence de los criterios del amigo y se dedica a buscar un tema para un nuevo escrito.  Se le antoja buscar una gruta para esconderse, donde pueda estar tranquilo para concebir nuevos cuentos.  No es nada practicable la idea de la gruta, pero se le convierte en inspiración para un cuento: un muchacho se les pierde a su familia y amigos por mucho tiempo; un día, a estos les da por irse a buscarlo en unas grutas donde acostumbraba esconderse cuando chico; allí lo hallan y se les lamenta de la muerte de su dragón, que vivía con él en aquella oquedad; lo invitan a dejarla porque el monstruo ya no está con él, pero les revela que padece una enfermedad terminal y quiere morir allí.

Terminado el relato, lo envía a un club de escritores que descubrió recientemente en la web.  ¡Cuántas destructivas críticas no recibió!  Que de dónde sale el dichoso dragón, al que no había presentado al comienzo del cuento.  Que cómo se le ocurre que un hombre de ciudad se va a vivir en una cueva.  Que el desenlace es muy precipitado.  Y le ven otros mil errores e incoherencias.  Además, cada uno le propone una “mejor” caracterización del protagonista o un artificio distinto al del dragón o un desenlace diferente…

Desorientado por estas necedades, resuelve matricularse en un taller de escritura, dizque para aprender el arte del buen escribir.  Allí lo entrenan en esas construcciones típicas, con rígidas reglas de introducción, meollo y desenlace (lo que percibe como de acto de clausura de año escolar); la presentación inicial de los personajes; el obligatorio conflicto, que se supone le confiere interés al escrito (y los ve como unos cazapleitos); la necesidad de airear al lector con diálogos; la coherencia en los tiempos verbales, la prohibición de asumir postura como narrador…

El primer cuento que se atreve a poner en las fauces del coordinador es destrozado públicamente por violación de todas, ¡todas!, las reglas anteriores.  Acto seguido, el mandacallar les pone como ejemplo un relato de su autoría, sobre el repetidísimo caso de la campesina en trance de parto, que viene sola en una mula hacia el pueblo, sin la compañía del fugado padre ni de los ofendidos abuelos, y cuya criatura no alcanza a conocer una sala de partos.  Escrito, sí, con la escrupulosa aplicación de todas las reglas y narrado en el estilo romántico y envolvente de los típicos cuentos de folletín.

Los entrena, pues, este señor, en la producción de escritos llenos de símiles, metáforas, forzados adjetivos…    “Una conversación pastosa”… “Las horas se desgajaban una a una sobre él”… “Un calor que se podía empacar en cajas”… “La acusadora mirada de un buho”…  Además, les hace énfasis en el impacto que debe causar el desenlace y los vuelve duchos en esos finales de contradicción, magia o milagro.

Resiste hasta el último día, pero sale empeñado en desarrollar un estilo propio “anti-taller”.  Escribe cuentos que empiezan por el desenlace, pero van presentando hacia atrás todos los hechos que llevaron a él, en una exquisita narración que llena de intrigas al lector, no obstante que ya conoce el final.  Hace relatos que utilizan analepsis (flashbacks), retando al lector a no perder el hilo; tal como en el cine.  Sus historias con final inacabado invitan a poner a volar la imaginación, buscándoles muchos posibles desenlaces.  Logra escribir algunos relatos sin conflicto, donde es el desarrollo de una serie de acciones, inmersas en escenarios exquisitamente descritos, el que cautiva la atención del lector hasta llegar a una conclusión a veces maravillosa, a veces trágica.

Lleno de ilusión, le lleva uno de sus nuevos cuentos al amigo aquel, que sigue posando de saber de literatura.

–Tal vez has mejorado un poco, pero yo reduciría la cantidad de personajes, cambiaría los rasgos de la amada, haría un desenlace más romántico…
–No voy a cambiar ningunos rasgos; más bien voy a cambiar el evaluador.

Sin embargo, queda vacilante y es su nueva novia quien lo alienta a enviar otro relato a un verdadero crítico literario que ella conoce.  El crítico le dice que hay que ser más conciso y utilizar un lenguaje más directo y le recomienda asistir a talleres para que encuentre un estilo propio.

–Precisamente eso es lo que tú tienes, un estilo muy propio.  (Le dice su amada).   Sigue el consejo del israelí Etgar Keret "Oye lo que todos tienen que decir, pero no escuches a nadie (excepto a mí)".  Si participas en un concurso, te van a reconocer tu estilo.
–Y, si no soy reconocido, ¿me pego un tiro?

Como tercer y último intento de su “nueva época”, somete algunos de sus escritos a un concurso regional de cuento.  Esperan ambos, ansiosamente, todo el plazo, y llegan expectantes a la ceremonia de premiación, aunque ya saben que Gastón no ha alcanzado ningún galardón, porque no ha sido avisado previamente, como es costumbre.  Quizá le toque una mención de honor.

Al salir del acto, en lugar de lamentarse, se ponen a analizar las características de los cuentos premiados.

–Les gustan mucho las tradicionales filigranas.
–Y las descripciones conmovedoras de los personajes.
–El conflicto, mientras más rebuscado, más llamativo.
–Tienen que ocurrir cosas increíbles, darse fenómenos extraños, aparecer conductas inexplicables de algún personaje.
–Y los finales tienen que ser de alto impacto, con una resolución imprevisible del conflicto, prácticamente absurda.
–Nada mejor que la resolución del conflicto con mi exesposa, quien me creyó chiflado y me llevó al siquiatra, porque escribía cuentos, y terminó en brazos de un pragmático banquero, mientras que yo te hallé a tí, mi linda y estimulante compañera.



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