viernes, 8 de febrero de 2019


CITAS DE PROUST: POR EL LADO DE GUERMANTES


Retomo las selecciones de obras de la literatura universal.  Ahora vuelvo a Marcel Proust, esta vez en su obra “Por el lado de Guermantes” (Du côté de Guermantes), de “À la recherche du temps perdu”.

Ces années de la première enfance ne sont plus en moi, elles me sont extérieures, je n’en peu rien apprendre que, comme pour ce qui a eu lieu avant notre naissance, par les récits des autres.
Ya no están conmigo esos años de la infancia temprana, son externos a mí; ya no tengo noción de ellos sino, como lo que pasó antes de nacer, por lo que otros me cuentan.

…les plus cruels de nos adversaires ne sont pas ceux qui nous contredisent et essayent de nous persuader, mais ceux qui grossissent ou inventent les nouvelles qui peuvent nous désoler, en se gardant bien de leur donner une apparence de justification…
…nuestros adversarios más crueles no son los que nos contradicen y tratan de persuadirnos, sino los que exageran o inventan noticias que nos pueden angustiar, esmerándose en darles una justificación aparente…

…ces visages des morts que les efforts passionnés de notre mémoire poursuivent sans les retrouver, et qui, quand nous ne pensons plus à eux, sont là devant nos yeux, avec la ressemblance de la vie…
…esos rostros de los difuntos que los esfuerzos apasionados de nuestra memoria persiguen sin encontrarlos y que, cuando ya no pensamos en ellos, se presentan a nuestros ojos, con apariencia de vida…

…la terre me paraissait plus agréable à habiter, la vie plus intéressante à parcourir depuis que je voyais que les rues de Paris comme les routes de Balbec étaient fleuris de ces beautés inconnues que j’avais si souvent cherché à faire surgir des bois de Méséglise, et dont chacune excitait un désir voluptueux qu’elle seule semblait capable d’assouvir.
…la tierra me parecía más agradable de habitar, la vida más interesante de vivir desde que vi que las calles de París, como las vías de Balbec, florecían con esas bellezas desconocidas que yo tanto había intentado hacer surgir de los bosques de Méséglise, cada una de las cuales suscitaba un deseo voluptuoso que ella misma parecía capaz de satisfacer.

…que la vérité n’a pas besoin d’être dite pour être manifestée, et qu’on peut peut-être la recueillir plus sûrement sans attendre les paroles et sans tenir même aucun compte d’elles…
…que la verdad no requiere ser dicha para manifestarse y que quizá se le puede captar con más claridad sin prestar atención a las palabras y sin tomarlas en cuenta para nada…

Traducción libre, con base en mi propia percepción de lo leído.
Se aceptan correcciones y discusiones.


miércoles, 6 de febrero de 2019


UNA TARDE PARA NO REPETIR
Relato


Constanza fue contundente; no deseaba salir con él esa tarde.  Bruno había aceptado no verla el sábado para que acudiera a tomar un café con sus antiguas compañeras de colegio.  Pero, esta vez, no había razones claras (quiero descansar…  está haciendo mucho calor para salir…   me está empezando un dolor de cabeza – tal como una esposa no ganosa).

Se quedó un rato en blanco.   Tenía al frente la pesada tarde de domingo y toda su soledad.   Se echó de bruces sobre la cama y no quería pensar en nada.   Sentía un taco en la garganta, casi unas ganas de llorar.   Tal vez dormitó un poco, pero el calor lo hacía sudar a chorros y se incorporó desesperado.

Vivía solo en un pequeño apartamento.  Se había quedado sin amigos porque primero estuvo dos años cursando una especialización en el exterior; al llegar, se fascinó con Piedad, se enamoraron locamente y durante dos años solo salía con ella.  Piedad repentinamente se casó con un “aparecido” y Bruno estuvo a punto de enloquecer; por poco no se suicidó, por poco no se alcoholizó.  Ahora Constanza, con quien también llevaba dos años, igualmente de “dedicación exclusiva”, estaba comportándose extrañamente y él no sabía cómo hacerla reaccionar; era un hombre de pocas palabras, no sabía cómo formularle su inquietud; además, la relación había sido siempre tan fluida, que nunca se le ocurrió que tuviera que hacer reclamos.

Al levantarse caluroso y sudando, resolvió tomar un baño para refrescarse.  Desnudo bajo el agua, recordaba los meses difíciles que vivió tras la ausencia de Piedad y tenía pánico de un nuevo abandono y volver a pasar por los durísimos momentos de entonces.  En esa oportunidad, rechazó a sus pocos amigos en lugar de refugiarse en ellos; buscó el alcohol; perdió el trabajo y solo un extraño golpe de suerte le permitió emplearse otra vez.  La dedicación a las nuevas responsabilidades y alguna ayuda de parientes le permitieron recuperar el equilibrio y poco después, casi por casualidad, conoció a Constanza.

Ante sí, esa tarde burlona; no sabía qué hacer con ella; la tenía para Constanza, y Constanza  la despreció.  No se le ocurría más qué hacer, porque nada tendría el sabor de su amada.   Con ella, planeaba salir a un lugar que les gustaba mucho, que les había regalado exquisitos momentos.  Anulada esa opción, se le cerraba el entendimiento, se le nublaba la vista, se sentía oprimido.

No quería volver a tenderse en esa cama ni en el sofá; ni sentarse a leer, a trabajar en el computador o a mirar televisión; tampoco tomarse un café o un trago; no quería nada de nada.  De repente se le hizo una lucecita en su mente:  Si salgo a caminar, disipo la tensión; si veo gente, movimiento, cambia mi estado de ánimo; quizá me deleite observando a las muchachas bonitas que caminan por este barrio.  Y salió.

Su cuadra estaba desierta; la quietud se podría vender por trozos para enfriar pescado; ni la viejita melancólica que solía pararse horas tras la vidriera de su casa mirando al vacío se encontraba esta vez allí.  Se sintió más solo que la viejita y corrió a doblar la esquina antes de que lo embargara la tristeza que ardía en sus vísceras.

La calle parecía en toque de queda; solo desmentían esta apreciación unos negocios que permanecían abiertos, con sus dependientes acodados sobre el mostrador, cansados de esperar algún cliente.  Se les podía escuchar la repiración; intercambiaron miradas vacías y Bruno siguió midiendo el andén a pasos cortos.  Si sigo tan lento, me alcanzará la angustia, que viene allí tras de mí.  Aceleró y se fue en busca del parquecito del barrio, donde deberían de estar los alegres niños jugando, las exquisitas nanas paseando sus cochecitos, los juiciosos lectores en las bancas, las parejas amorosas recostadas en el prado, los viejos vacilantes aferrados a sus bastones, las guacamayas coloridas chillando sobre las ramas de los árboles.

 ¡Qué quietud de parque!  Sí había una lectora concentrada y una pareja nada amorosa, aburriéndose sobre el césped.  Ningún niño; los juegos infantiles respiraban tristeza por este abandono.  Una pelota dormía en un rincón.  Los árboles tenían sus ramas mustias, como llorando porque las olvidaron las bulliciosas aves.  El cielo empezaba a cambiar a un azul más profundo.  Bruno se reventaba de morriña, quería pegar un grito, quería sacudir a la taciturna pareja, hacer que se besaran, que rieran, que se amaran allí mismo.

Decidió huir de allí por la calle más cercana.  Esta era una vía larga y ancha, completamente recta, con divisa en perspectiva.  ¡Sola también; silenciosa; aburridora; decepcionante!  Los semáforos trabajaban en balde.  Ráfagas de viento arrastraban polvo, hojas secas, papelitos.  En lugar de inspirarle paz, le infundía terror.  Fue recorriéndola, inmerso en su imagen de Constanza, que no se le iba de la cabeza.  El atardecer tomaba esa hermosa coloración ocre y violácea que, sin embargo, le provocaba tristeza.  Seguía su rumbo, vacilando entre devorar más terreno y devolverse a casa.  Al fin se decidió por esta última y giró hacia allá.  Mientras avanzaba, el cielo pasaba a un color ceniciento, lúgubre, que le inducía melancolía a esa alma atormentada.

Acercándose a la puerta del edificio, vio todas las ventanas oscuras, todos los balcones cerrados; no sintió ladrar a ninguno de los bulliciosos perros de sus vecinos; el corredor de entrada estaba a oscuras.  ¡Qué imagen de muerte la que se le presentaba!  No quería ingresar… ¿Lo acecharía la pelona en su apartamento?  Se negó a tomar el ascensor; subió lentamente por las escaleras, como aplazando la llegada a ese tórrido, para él gélido, cuarto.  Entró prendiendo luces; iluminó la vivienda por todos sus rincones para ahuyentar esos espíritus macabros que lo rondaban y activó la ventilación.  Puso música, su compañera inseparable, y se sirvió un trago, en el supuesto de que uno bien fuerte le templaría los nervios.

Se quedó con la mente en blanco por un buen rato.  En realidad, no tan “en blanco”, pues estaba prestándole atención a las fascinantes notas de la pieza musical que había puesto.  Lo sacó del arrobamiento un timbrazo; esperó un poco y tomó el teléfono sin ganas; ya habían colgado; miró el origen de la llamada: Constanza.  No estaba como para contestarle; dejó las cosas así.  Siguió tomándose su trago y escuchando música hasta que el sueño realizó la magia de hacer desaparecer para siempre ese día endemoniado.

Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com

domingo, 3 de febrero de 2019


TERREMOTO ENCARGADO
Relato


En el pequeño municipio de Brisas de Gulcán había revuelo por la noticia de la mina de oro hallada por la Angels Mining Company y su inminente explotación, que los podría hacer a todos muy ricos, según rumores.  Lo cierto fue que encontraron una gigantesca veta del metal a una profundidad mayor a la usual y la compañía estaba estudiando la forma de explotarla de una manera económicamente viable.

Unas semanas después, llegó el cura de una visita al titular de su diócesis con la noticia bomba:  la mina sería explotada por fracking, según informó “confidencialmente” el gobernador del departamento al señor obispo.  Los comerciantes del pueblo se alegraron imaginando ya el movimiento económico que tendría el municipio con la llegada de centenares de funcionarios y trabajadores de la minera; los agricultores se mostraron preocupados temiendo la destrucción de sus tierritas.  Los políticos corrieron a promover la idea de un “distrito especial minero de Brisas de Gulcán”, sin saber siquiera para qué serviría eso.

Como hubo tanto revuelo desde que se mencionó lo del fracking, los periodistas viajaron a buscar al mismísimo Mr. Swindle, presidente de la compañía minera.  El gringo se dio el lujo de no recibirlos, diciendo que él no se ocupaba de esos detalles.  “Para eso hay un director de nuestra subsidiaria en su país, Mr. Tangle; él les da toda la información”.  Con mil cámaras y micrófonos fue la entrevista a Mr. Tangle, quien les explicó que el fracking era solamente parcial, que no había lugar a temer perjuicios de ninguna índole para el subsuelo, ni para el casco urbano del municipio.  Agregó que ya tenía las licencias en regla por parte de la Agencia Ambiental del Ministerio de la Minería.

Unos meses después, la dicha fue grande en el pueblo cuando les ampliaron la carretera, lo que nunca habían podido conseguir.  A poco empezó a llegar toda la maquinaria pesada rumbo a la vereda Horizontes, donde se decía que se encontraba el yacimiento a muchos metros bajo tierra, en las fincas de don Estanislao Bedoya y don Apolinar Pataquiva, que les habían sido expropiadas para abrirle paso al “progreso”.  La compañía abrió oficinas en una casona que alquiló en el parque principal y publicó la convocatoria de reclutamiento de personal.  Cuando empezaron a presentarse ingenieros, médicos, contadores y abogados, los despacharon de una vez, porque no necesitaban personal calificado “que lo hemos traído todo de nuestro país”; solo hacían falta peones.

En fin, comenzó a laborar la compañía, con empleados extranjeros y muchos trabajadores del pueblo y de la región.  Los dirigentes locales, para celebrar la “nueva era de progreso” organizaron unas fiestas que llamaron “Las Fiestas Doradas”, que se realizaron durante tres días, con bailes, cabalgatas, concursos, reinado “del oro” y condecoraciones a los directivos gringos y al político local que supuestamente había atraído a la compañía para las exploraciones iniciales.  Las prostitutas del poblado y los caseríos vecinos hicieron su agosto en ese mayo y de una vez decidieron quedarse para seguir lucrándose los fines de semana de los salarios de los operarios.

No bien pasaron las fiestas, comenzó un desfile de camiones que cargaban unas cajas muy bien selladas y venían custodiados por fuerte escolta.  Pronto se descubrió que se trataba de dinamita y cundió el pánico entre la población.  El coordinador general llamó a la calma, explicando que los explosivos se utilizarían en el área de la mina y, además, no en superficie, sino en profundidad; explicó, también, que la dinamita posibilitaba minimizar los daños del fracking, pues este se haría sobre estratos muy profundos, para completar luego la fragmentación, en los estratos superiores, con este explosivo.

Los más perspicaces maliciaron la magnitud del daño por llegar.  Organizaron una campaña en contra, se hizo un paro cívico, el gobierno llamó a negociaciones que no fructificaron, comenzó la represión y después vinieron las promesas, como un caramelo que los calmó mientras seguían avanzando las fases de pre-producción. 

Nada paró a la minera, la perforación comenzó, un día se inició el fracking, al día siguiente se perdieron aguas en muchos predios, los campesinos reclamaron, la compañía se lo atribuyó al prolongado tiempo seco y el ministerio le dio la razón.  Los periodistas llegaron a indagar al director general por las diez mil toneladas de dinamita que se utilizarían en la siguiente fase.  “¡No, no, no!  Son solo cinco mil.  No harán cosquillas”.

Culminada la fase de fracking, se invirtieron varias semanas en la minuciosa colocación de la dinamita en las profundidades, en las grietas resultantes de aquella fase, a intervalos dizque muy bien calculados para que se pulverizara la roca y quedaran libres las menas de oro, que ya serían fácilmente extraíbles.  Para el 31 de octubre se programó la detonación del explosivo, lo que suscitó cábalas de los adivinos y agoreros, pues se estarían perturbando las celebraciones que esa noche realizarían las brujas, los duendes y demonios en las profundidades infernales.

Se llegó la tarde esperada.  En ceremonia especial, el mismísimo Mr. Tangle activó el mecanismo de mando explosivo desde un punto situado a quince kilómetros del lugar (siempre era que temía volar en pedazos) frente a las autoridades locales, departamentales y hasta el presidente de la república, más la infaltable nube de periodistas.  Se escuchó un ruido atronador, se produjo un pequeño temblor de tierra, el gringo dijo irónicamente “¿esta era la horrible terremoto que esperaban?” y recibió efusivos aplausos. 

Salieron a celebrar con champaña, mientras en los poblados cercanos a la mina llovían trozos de oro que los campesinos recogían frenéticamente, peleándose entre sí por alcanzar los más grandes.  No había quien los controlase porque los funcionarios y trabajadores de la mina habían sido alejados por “medidas meramente precautelativas”.  La noticia les llegó a los grandes señores en su fiesta, seguida inmediatamente por otra más alarmante:  un gran terremoto había devastado la capital de la república.  Fríamente dijeron los geólogos que tuvo que ser que la onda de choque viajó, por alguna razón desconocida, a través de la litosfera y algo la hizo rebotar hacia la planicie donde se encontraba la capital.

Carlos Jaime Noreña
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lunes, 21 de enero de 2019

¿AL RESCATE DE QUIÉN?
Relato


El hombre que apareció ante ellos no era un ser humano, era una sombra.  Así de liviano y desfigurado era este esperpento que salió a enfrentar el bullicio que le habían producido desde la entrada de la caverna.

La bruja les había dado las señas del lugar al leerles la baraja.  Fueron a ella solo por curiosidad, a disfrutar de las disparatadas predicciones y apreciaciones que solía recitar esta mujer por unas cuantas monedas.   Empezó calificando a la una de tímida y misteriosa; al otro, de derrochador e irresponsable; a una más, de generosa y encantadora, pero muy enamoradora.  Continuó con anuncios de viajes, de matrimonios, de pronta satisfacción de un aspiraciones laborales…  Se congelaron cuando les dijo que su amigo vivía en una gruta no lejana, que no había perecido, que se alimentaba de hierbas y que ellos dos se comunicaban con frecuencia.

–¿Por qué sabes que es un amigo nuestro?
–Porque he visto colores de su aura adheridos a las auras de ustedes.
–¿Por qué no nos habías avisado antes?
–¡Qué ridiculez!  Yo no los conocía.  Hoy me llegaron aquí.
–Pero Lorenzo te debe de haber hablado de nosotros; te debe de haber pedido buscarnos.
–Nunca me ha dicho su nombre; nunca me ha hablado de sus amigos y seres queridos y no me ha pedido buscar a nadie.
–Llévanos a donde está.  ¡Queremos verlo!
–Solo les indicaré cómo llegar a él.

Juliana, Jorge, Jimena y Juan Fernando eran los mejores amigos, “la barra” de Lorenzo, quien había desaparecido misteriosamente cinco años antes.  Lo buscaron intensamente en compañía de sus parientes y nunca lo hallaron.  Por supuesto que acudieron a la policía y pidieron a los bomberos explorar por cuevas, túneles, pozos y precipicios donde hubiera podido ir a dar el extraño muchacho.  La recompensa que se ofreció por su hallazgo nunca fue cobrada.  El paso del tiempo les fue extinguiendo las esperanzas y el torbellino de la vida los llevó finalmente a olvidar a su entrañable compañero.

En ese entonces, Lorenzo había estado refiriéndose a un dragón, con el que había establecido una relación misteriosa, al que visitaba en su cueva con frecuencia, pero a nadie le quería contar en dónde estaba situada la tal guarida del extraño ser.  Comentaba que le confiaba sus cuitas al dragón, que le daba a guardar objetos, que le pedía consejo, que compartían delicioso ratos… y hasta decía que si se casaba, sería con una mujer que aceptara vivir con él en la cueva.  Un día resultó con el cuento de que el pobre dragoncito estaba enfermo y tenía que irse a cuidarlo y, después de esto, nunca más apareció en su casa, ni en su trabajo, ni con sus amigos.

Ahora, los cuatro camaradas se encontraron, sin proponérselo, frente a la sobrecogedora misión de ir al encuentro de su querido amigo, que se hallaría en quién sabe qué deplorable estado.  Lo pensaron mucho, lo discutieron varias veces, temían muchas cosas, pero al fin se decidieron a partir hacia el lugar indicado por la adivina.  La caverna a donde los envió tenía una entrada estrechísima y muy bien disimulada entre los matorrales de la pendiente de una colina solitaria.  Desde la propia entrada se percibía la más completa, la más espantosa, oscuridad; intentaron avanzar a la luz de las linternas y aun así era difícil encontrar paso franco; el suelo era liso, las paredes irregulares y pegajosas; encontraban ramificaciones en diferentes direcciones y no sabían por cuál seguir, además de que temían no encontrar el camino de regreso.

Lo intentaron varias veces.  Después de cada frustrado ensayo, se reunían a discutir alternativas.  Se fueron a pedir ayuda a los bomberos, a la defensa civil, pero los trataron de locos; intentaron andar atados a una cuerda que les sirviera de hilo de Ariadna para tener regreso seguro, pero las condiciones de los socavones y alguna sensación de falta de oxígeno los hicieron retornar.

En una de sus discusiones, la solución llegó de la siguiente manera, donde alternaron, sucesivamente, Jimena, Jorge, Juliana y Juan Fernando:

–Podemos hacer una fogata a la entrada de la caverna para invadirla de humo; se verá obligado a salir.
–¿Cómo se te ocurre?  ¡No debemos hacerlo!  Podemos producirle asfixia.  
–Llenémosla, entonces, de luz. 
–Toma en cuenta que la luz no se curva en el camino; no le llegará.  
–Pero el sonido sí “dobla las esquinas”.  Podemos hablarle en una grabación a alto volumen desde la entrada, invitándolo a salir.  
–Por el estado sicológico en que muy posiblemente se encuentre Lorenzo, no hará caso a las recomendaciones.  
–Pues bien, no le digamos nada que sea comprensible.  Inundémoslo con un bullicio perturbador que lo expulse atontado.

Pensaron en conseguir prestados unos tambores y trompetas para irse a tocarlos al frente de la cueva, pero luego se les ocurrió una mejor idea, una grabación de alguna música muy estruendosa.  Así, pues que juntaron reproductor, amplificador y bafles de unos y otros y consiguieron unas grabaciones apropiadas; solo les quedaba faltando la energía eléctrica, que se la procuraron con una batería alquilada.  Se fueron, pues, a hacer toda la instalación y ejecutar el “concierto” frente a la caverna.  El eremita resistió tres horas y salió notoriamente alterado a enfrentar el ataque.

Después de la conmoción que les causó la aterradora figura que se les plantó al frente, ninguno de ellos se atrevía a romper el helado silencio que separaba al hombre y al grupo.  Se miraban unos a otros y lo miraban a él, que tenía unos gigantescos ojos fijados en ellos.  Por fin, él habló primero.

–¿Por qué vienen a hacer su fiesta frente a mi pacífica habitación?
–Queremos hablar contigo.
–En ese estado de alteración, no hay diálogo posible.
–No sabíamos cómo hacerte venir a nosotros.
–El que no sabe yerra.
–Danos una oportunidad.
–¿De vivir conmigo?  Deben cumplir muchos requisitos.
–No.  Una oportunidad para rescatarte.
–Ustedes son los que necesitan ser rescatados.  Juliana, de su afán por conquistar hombres; Jorge, de su manía compradora de objetos inútiles; Jimena, de su exagerada glotonería; Juanfer, de perseguir muchachitos.
–¿Por qué juzgas a la ligera?
–Los he estudiado largo tiempo.
–¿Y crees que tú, un hombre encerrado, sin experiencia de vida, nos vas a rescatar?
–No lo he pensado así.  Los pueden rescatar sus seres más queridos o ustedes mismos.  Pero no se pongan en plan de rechazarme; los quiero mucho y por eso me preocupan.

Con esto, ingresó de nuevo a su guarida, no sin antes pedirles que vinieran, sin ruidos, el miércoles siguiente a la misma hora, para anunciarles algo importante.

No faltaron el miércoles.  Sin rodeos, Lorenzo les anunció su próxima muerte, por causa de una enfermedad terminal.

–Su aparición fue la causa de mi desaparición.  Tan pronto me la decretaron los médicos, decidí cambiar a una vida serena al lado de mi dragoncito.
–¡Qué tan iluso!  Solo la medicina podía salvarte.
–No hubiera vivido un año.  La calma y mis propios tratamientos con hierbas medicinales me permitieron sobrevivir estos cinco años.  Además, aprendí mucho.
–Ya es hora de que te llevemos a los médicos verdaderos.  Permítenoslo.
–Ya tengo sentencia inexorable de muerte.  Se ejecutará el domingo próximo a las doce.
–¿Cómo lo sabes con precisión?
–Conozco mi estado y percibo cómo me abandonan las fuerzas y la lucidez, momento a momento.  Igual a como me abandonó mi dragón hace poco tiempo.  Por ello, voy a facilitarle el trabajo a la naturaleza.  El domingo bebo mi pócima y quiero que ustedes, mis viejos amigos, estén aquí conmigo.
–Nos abandonaste hace años.  ¿Por qué nos quieres ahora?
–Creía que nadie me quería.  Pero he visto que sí tengo cuatro amigos, por todo lo que hicieron para venir a mí.  ¡Acompáñenme en mi partida!

Ese domingo, a las doce del día, los cuatro amigos presenciaron, en completo silencio, la despedida de Lorenzo al mundo que lo despreció con una mortal enfermedad temprana.  Él no se despidió del mundo; él despidió al mundo, según sus últimas palabras.

Carlos Jaime Noreña
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lunes, 14 de enero de 2019


ESTE MUNDO Y EL OTRO
Relato


La cirugía de Juan Guillermo no era compleja ni riesgosa; se trataba de un tumor benigno, pero este crecía y podía afectar órganos vecinos.  Su tranquilidad para afrontar la “sentencia” médica no la tenía Rocío, su hermana; ella estaba hecha un mar de nervios; lo acompañó a todos los trámites y exámenes y a la cita definitiva en el quirófano, no sin regalarle algunas retahílas por su frescura respecto a un hecho tan vital, según ella.  “¿Cómo eres tan impasible?  Mira que puede suceder que nos dejes para siempre”.  Un “nos” que significaba “me”.

En instantes perdió la cuenta del soporífero, hizo efecto la anestesia y fue un objeto inerte para el cirujano.  Pero al cabo de unos segundos (¿minutos?  ¿horas?), lo sorprendió un hermoso resplandor, situado al final de un pasadizo brillante que infundía una dulce serenidad y emitía unas suaves armonías; todo invitaba a recorrer el pasadizo en dirección a los destellos.  Se puso, pues, en marcha sobre un piso que resultó ser deliciosamente blando y, a medida que avanzaba, la música se hacía más dulce y penetrante.  “Esto, pensó, es igual a los relatos que publican de personas que supuestamente han estado en el ‘túnel’ hacia el más allá”.

Llegado al origen del resplandor, después de una caminata que le pareció bastante prolongada pero nada agotadora, se vio situado como sobre un podio, desde donde observaba una verde y tersa llanura, atravesada por un caminito serpenteante que partía del podio mismo y se perdía en lontananza.  Juan Guillermo se sintió atraído hacia ese camino, con una fuerte pulsión a recorrerlo; en eso se puso.  La vía se sentía tan suave como el corredor previo; el piso era como de una arenilla blanda; el cielo, resplandeciente y al mismo tiempo salpicado de estrellas, como si fuera de noche; la llanura, de un verde fértil, con profusión de flores multicolores.

Después de un largo rato, el sendero se empinó hacia una colina y ahora el muchacho sí comenzó a sentir algún leve cansancio, similar al de sus caminadas matinales; mas empezó a sonar un canto lejano que le servía de bálsamo.  Al proseguir, el canto se hizo más nítido, distinguió en él las voces de un coro que, muy armónica y afinadamente, entonaba cantatas como las de Bach.  
Embelesado como estaba con esta música, demoró en notar una muchedumbre que, a lo lejos, ascendía por la pendiente del mismo sendero.

Intrigado, llegó a la cima de la colina y vio que hacia abajo se extendía un inmenso teatro al aire libre, ya completamente lleno por la muchedumbre que había llegado un poco antes que él.  Una linda mujer se corrió un poco y le hizo señales para que se sentara a su lado; la acompañó y se extasiaron por largo tiempo escuchando a los impecables coros que allí cantaban.  Al terminar, la multitud caminó en descenso para retomar el sendero, que continuaba más allá del teatro.  Le inquirió a la muchacha para dónde iban todos y ella le dijo que en busca de Dios y su cielo.  “Será que estoy muerto?”  Se preguntó aterrado.

Como atontado, siguió tras la heterogénea masa, al lado de la chica.  Eran hombres y mujeres de todas las edades, todas las razas, todas las expresiones, desde las más dulces hasta las más agrias.

–No todos van a entrar al cielo, le decía a ella y le provocaba sonrisas.

La tomaba de la mano y le provocaba rubores; le decía lisonjas y le provocaba confusión.  En cierto momento, le dijo ella:

–¡Allá va él!  ¡Míralo!  ¡Qué hermoso!

Un viejo de luenga barba y prístina sonrisa, una túnica blanca descuidada, un hacha en una mano y un haz de leña en la otra…

Se horrorizó Juan Guillermo al recordar el Dios viejito y humilde del cuento “La eterna sonrisa” de Lagerkvist y huyó a toda velocidad por un deshecho; no quería afrontar el reto de la vida eterna; no quería enfrentar la desazón que se apoderó de aquellas gentes que buscaron por una eternidad al todopoderoso, mas luego, cuando creyeron encontrarlo, quedaron desconcertados.

Estuvo vagando por las breñas, buscando con ansia las verdes planicies, sin suerte.  Ahora sí sentía agotamiento y, cuando estaba a punto de echarse a descansar, encontró un camino empedrado, que le dio nuevos ánimos.  Andando por este, en un recodo, se encontró con una bella y sensual mujer y el corazón le dio un salto; ella se le acercó suavemente y él sintió su exquisita fragancia; la mujer le habló con una voz musical y Juan Guillermo sintió que perdía el control de sí mismo; se lanzó hacia ella, que lo recibió en sus brazos abiertos; era toda una hembra, vibraba, le comunicaba calor, lo abrazaba con fuerza, lo besaba con pasión; se dejaron desplomar al suelo y se fundieron en uno solo.  Apenas sí el frío de la noche los obligó a cubrirse de nuevo.  En el tibio amanecer, turbado, Juan Guillermo le preguntó su nombre.

–Soy todos los nombres, le respondió ella; escoge el que más te guste y esa, la que porta ese nombre, soy yo.

–¿Quién te ha enviado a mí?

–El gran guía.

–Y ¿él qué quiere de mí?

–Solo que disfrutes.

–Contigo disfruto la vida.  Contigo he tenido el cielo.  Quiero ver a tu guía.

–No podemos ir a buscarlo.  Solo cuando él pase cerca de nosotros, podrás unirte a su cortejo.

–¿Es un predicador?

–¡No!  Él es Virgilio, el guía del infierno.

–¡No puede ser!  ¿Por qué he caído al infierno?

–Al infierno no se cae, allí se entra.  Pero está tranquilo, que no has entrado.  El guía te conducirá a través de él para que lo conozcas y hagas tu elección.

–¡Qué extraño!  ¿Puedo elegir?  ¿No es una condena?

–Nadie te condena.  Tú mismo eliges en cual círculo mereces quedarte.

–¡No!  ¡Yo no quiero círculos!  Deseo toda la geometría de tu cuerpo.

–La tienes a tu alcance.

Así siguieron pasando deliciosos momentos juntos, viviendo de exquisitos frutos que se producían como en un paraíso terrenal, conociéndose íntimamente y discutiendo sobre importantes temas que eran del interés de Juan Guillermo y que la muchacha parecía dominar.

Unos días después, apareció en las cercanías un grupo itinerante, encabezado por un adusto hombre vestido con túnica, quien les hablaba ceremoniosamente.  La mujer sin nombre le dijo que se trataba de Virgilio, quien estaba guiando a este grupo hacia el averno y que ahora sí se le podían unir.

–Vamos, entonces.  ¡Estoy ansioso!

–¿Cómo es que has cambiado tan fácil?  Tenías temor de aquel lugar.

–Yo sé por qué lo hago.  Vamos a seguirlo.  No perdamos tiempo.

Anduvieron por caminos pedregosos tras el poeta, que les hablaba de la virtud, de la felicidad, de lo que el hombre debe buscar más allá de su imperfección, de no dejarse perturbar por las pasiones, para marchar con paso firme hacia la verdad, guiados por la luz de la razón.

Pararon muchas veces en el camino, para reponer energías, para comer frugalmente, para escuchar los armoniosos cantos de los pájaros, para concentrarse mejor en sus discusiones con el maestro.  Este alternaba sus prédicas con bellos poemas de su propia cosecha; ellos le manifestaban su admiración y le pedían que siguiera siendo siempre su guía.

–No olvidéis que en algún momento os vais a quedar en el círculo escogido, les decía.

–Solo queremos estar siempre contigo, replicaban.

El momento esperado se presentó para Juangui cuando llegaron frente a un ancho río, donde el poeta les pidió esperar con paciencia la llegada del barquero.  Todos, muy obedientes, buscaron sitios donde sentarse cómodamente y pronto fueron una sumisa multitud expectante.  El muchacho alzó la voz y dijo claramente:

–Yo solo deseo el encuentro con Beatriz.

–Beatriz está muy lejos aún, respondió Virgilio.

–Tú puedes llevarme a ella.  Yo no quiero penetrar en el infierno.

–No puedo dejar la grey sola para ir a llevarte.

–Ellos te esperarán.  Todos son muy sumisos.

–No puedo alterar mi derrotero.

–Me tienes a mí, le dijo la hermosa mujer sin nombre.

–Yo tengo a Beatriz.  ¡Yo quiero a Beatriz!  ¡Yo quiero a Beatriz!

Retumbaba el reclamo en la unidad de cuidados intensivos a donde había sido llevado Juan Guillermo para intentar recuperarlo del coma de anestesia en que ya llevaba una semana y estaba en ese momento acompañándolo Beatriz, su novia, quien se emocionó al escuchar estas palabras, le tomó la mano y le dio un suave beso que sirvió de resucitación; el muchacho abrió los ojos, la reconoció y “colorín colorado”…
  • Carlos Jaime Noreña
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domingo, 9 de diciembre de 2018

Una Navidad amarga y dulce
Relato


Catorce años tiene Mauricio, cumplidos poco antes de la época navideña, esa temporada en la que hay tantas reuniones alegres con la disculpa de las festividades religiosas y paganas.  En una de estas celebraciones en casa, Mauricio se siente extraño entre los suyos y lo invade una tormentosa nostalgia de niñez.  Escucha a los mayores hablando animadamente al calor de las copas, riendo y cantando.  El muchacho envidia la alegría de ese grupo en el que todos se olvidaron de él; allí no encaja; todavía no toma licor ni maneja los temas que ellos, morbosamente, manosean.  Tampoco siente el menor interés en irse a jugar con los niños en el patio; eso ya no es para él.

No están allí los pocos primos y amigos de su edad.  Los imagina divirtiéndose y los envidia.  Se siente solo y triste.  Se encharcan sus ojos color miel y traga saliva con amargura.  Desesperado, intenta retomar una de sus lecturas, pero no lo asiste el ánimo para enfrascarse de la manera en que suele hacerlo.  Toma el teléfono para llamar a unos amigos y no halla a ninguno; les manda mensajes y nadie le contesta.  Se va al computador, pero este parece hacerle muecas de desprecio; no se le antoja ningún juego, no lo captura video alguno, no se le ocurre una búsqueda interesante.  La depresión lo tiene embotado.

El muchacho se decide entonces a salir a caminar; como si el cuerpo le reclamara ejercicio para producir endorfinas que le levanten el ánimo.  Sale arrastrando los pies, casi con deseos de regresarse inmediatamente.  La tarde está muy fresca, la calle más bien sola; a la triste luz del crepúsculo inviernoso se acentúan sus melancólicas sensaciones.  ¡Quiere volver a ser niño!  Para estar jugando, alegre, despreocupado.  No entiende por qué tiene esta edad en que los niños no lo quieren consigo y lo rechazan los mayores.  Sigue andando y rumiando aflicciones.

Se encienden las luces navideñas que la ciudad y sus comerciantes han repartido en parquecitos, fachadas, pasacalles.  El muchacho se deslumbra, pero no sabe si esto lo pone alegre o más triste; la pugna niño-hombre revive en su corazón.  Se siente casi mareado, mas sigue su caminata e intenta concentrarse en las figuras y mensajes luminosos.  Hay Papás Noel con renos, que le recuerdan las incursiones con sus padres por los centros comerciales; hay niños Jesús con María y José, ovejas, camellos, pastores y reyes, que lo retrotraen a sus navidades de pequeño, esperando con ansia la llegada del Niño Dios con el regalito debajo de la almohada.  Todo ello le produce más nostalgia.

Una chica que pasea un perrito lo distrae; ella le sonríe, él no se atreve a acercársele; lo llama; tiene unos trece años, es casi una niñita, pero con porte de mujer y muy linda; lo sigue mirando y él vacila, es muy tímido; se toma unos momentos, como pensando si se justifica acercarse.  Al fin se decide a acariciar el perro, se inclina a sobarle la cabecita y ella, a su vez, le acaricia a él sus hermosos cabellos ondulados; se levanta inmediatamente, con un sonrojo que compite con las luces navideñas, pero la chica le regala tiernas sonrisas y le ofrece una mano; él se la toma y luego se la aprieta ligeramente y la trae hacia una banca a la vera del sendero.

Ella tiene cabellos castaños oscuros, lacios, que caen hasta los hombros, y ojos verdes muy vivos; dice llamarse Marcela, le pregunta su nombre y, sin parar, también le pregunta por sus estudios, su familia, si tiene mascota, a dónde irá de vacaciones… Conversan animadamente por un rato largo; a Mauricio le llega luz al corazón, ya ve caer la melancolía hecha trizas y saborea la dulzura que irradia Marcela: no siente más frío, no ve que ha oscurecido totalmente, no añora volver a casa, no le hace falta ninguno de sus amigos.

Dialogan sobre cómo se celebrará en sus hogares la noche de Navidad.  Ella le cuenta de la reunión de la gran familia; la cena, las canciones, juegos, sorteos, aguinaldos, manjares…  Al día siguiente se irá con toda la familia a un largo paseo al mar lejano.  Él no sabe a dónde irá; en su casa no han mencionado ningún viaje todavía.  “Qué bueno sería llevarte conmigo”, dice ella.  Mauricio empieza a soñar despierto paseándose con la chica por la playa, recogiendo conchitas para ella, invitándola a un helado, jugando a lanzarse agua…

La chica le propone seguir paseando el perro un ratito.  Se levantan y lo van llevando por un sendero del parque, tomados de la mano.  Esa mano le arde en la suya; es la primera vez que tiene contacto femenino; él siente como que le ha entregado todo su ser y lo invade la dicha.  Ahora sí se ve a sí mismo en Navidad; en esa Navidad de él, que tiene derecho a vivir y que ya no es de niños.

Ven acercarse a un hombre; es el hermano mayor de Marcela, que va camino a casa; la convida y ella acepta irse con él.  Mauricio se queda paralizado.  Después de unos pasos, ella se vuelve a sonreírle, le agita la mano y él se descongela.  Está encantado, quisiera quedarse allí plantado guardando el recuerdo y esperando todo el tiempo necesario hasta que ella vuelva, pero tiene que regresar a casa, ¡qué decepcionante!

Resuelve, más bien, caminar otro poco y se va por el andén, sin pensar siquiera desde dónde se regresará.  Paso entre paso, lo invade nuevamente la tristeza .  “¿La volveré a ver?  Dijo que se iba por varias semanas; cuando vuelva ya no se acordará de mí.  No le pedí su teléfono, no le di el mío.  Va a encontrar a otro muchacho allá en la costa, se va encantar con él y se van a seguir encontrando”.

“¡No! –piensa enseguida– no voy a desistir”.  Se le ocurre que el 19, un día después del regreso de ella, esperará en el parquecito hasta que llegue paseando a su mascota, para hablarle de nuevo, para pedirle más datos, para invitarla a algún refresco y entablar una relación en forma.  Para hacerle olvidar al posible amigo que le ha imaginado.  Ahora el paso es firme, ahora está regresando a casa, con ánimos, viviendo esos momentos del futuro 19 de enero; pero por ratos se le escapan hondos suspiros de desencanto por no tenerla ahora mismo con él.  ¡Qué contraste entre la ilusión y las sensaciones!

Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com


domingo, 25 de noviembre de 2018

FELINICIDAD
Relato
Presentado al taller Literautas en noviembre de 2018

Aída y Carlos Alberto dormían plácidamente abrazados, cuando unos gritos que parecían venir del sótano los hicieron despertar con sus corazones acelerados.  Lo primero en que pensaron fue en violación y asesinato y temían que hubiera sido dentro de su propia casa; pero en pocos minutos Aída razonó y le contó a su esposo que, cuando estaba pequeña, en el sótano de su casa paterna, la gata de la familia estuvo emitiendo gemidos dolorosos, similares a los humanos, cuando un gato vagabundo llegaba de madrugada a hacerle la consabida compañía amorosa.
Esa noche siguieron durmiendo tranquilos, pero los sobresaltos se repitieron en las madrugadas siguientes; el sueño se les fue perdiendo y horrendas ojeras les adornaron sus bellos rostros.  Antes de terminar la semana, se apareció Carlos con un perro embalsamado, de raza fiera, con grandes colmillos en sus fauces abiertas.  Se veía aterrador.  Lo colocaron en un punto estratégico del sótano, seguros de que ahuyentaría a los felinos.
A eso de las dos o tres de la madrugada, Aída despertó a su pareja:
–El experimento no funcionó, querido.  Ahí están gimiendo las gatas.
–Pongámonos tapones en los oídos y esperemos que mañana sí vean el perro.
Por la mañana, se le ocurrió conseguir unas grabaciones de ladridos y antes de anochecer bajó al sótano a instalar una grabadora y programarla para que “ladrara” de la 1:30 a las 4:30, muy seguro de que ahora sí verían al perro con “vida” esos intrusos.
Se fueron a la cama; él, seguro de su invento; ella, muy ansiosa.  Pero el experimento falló una vez más:  No solo los gatos siguieron haciendo de las suyas, sino que los vecinos se quejaron de que el nuevo perro no los dejaba dormir con sus estridentes ladridos.  Dos días después se volvió a aparecer Carlos Alberto con cuatro potentes reflectores, los que instaló en las cuatro esquinas del sótano, confiado en que la luz espantaría a los gatos.
De nuevo a las tres de la madrugada…  Esta vez Carlos despertó a Aída:
–Este experimento tampoco funcionó, querida.  Casi que tengo ganas de llorar.
–Pongámonos tapones en los oídos y esperemos que mañana se nos ocurra otra solución.
Por la mañana, sin darle tiempo a servir desayuno, Carlos le tenía a Aída el remedio “bendito”:  
–Cocinar coles.  A eso huelen los repelentes de gatos y perros.
–Yo no me pongo en eso; se impregna ese olor en toda la casa; no nos deja dormir.
–No será en la cocina.  Ponemos una estufilla en el sótano, con temperatura y tiempo controlados y protegemos la entrada al sótano para que no se nos filtre el olor.
La primera noche no se escucharon los alaridos, pero sí se sintió un cierto tufillo dentro de la casa, que a Aída no le gustó nada, pero que según Carlos no valía la pena.
Y ¡qué sorpresa a la hora del desayuno!  Les tocó la puerta su vecina, furiosa con el repugnante olor que le hicieron soportar toda la noche; las ventanillas de respiración del sótano le enviaron los vapores directamente hacia las ventanas de su primer piso.  Si se presentaba el aromita nuevamente, los demandaría.
–¡Renuncio!  Dijo Carlos Alberto.  Voy a poner esta casa en venta.
–Paciencia, querido.  Déjame tramar algo.
Ese atardecer, al sentarse a tomar un café, ella le tenía la propuesta: Con los muebles de sala viejos que tenían arrumados en el garaje secundario, organizar una sala en el sótano.  Él rio irónicamente, pero ella le insistió en que los gatos se encantarían arañando la gruesa tela de los forros y olvidarían el motivo que los trajo al sótano.  Carlos le propuso una apuesta y ella la aceptó, ni corta no perezosa.  De una vez se fueron a instalar la lujosa sala de muebles raídos; Carlos Alberto hasta tuvo la ocurrencia de tenderle en el centro un tapete roto, colocarle una mesita vieja y un florero agrietado con unas flores artificiales desteñidas.  “Para que se hagan la visita en una sala formal antes de pasar a la habitación”.

La amenaza de demanda se conjuró, el sueño nocturno no se volvió a interrumpir, los muebles de la “nueva sala” ganaron en hilachas.  Claro que no se sabe si los gatos dejaron de llorar por estar entretenidos con los muebles o si resolvieron que después de las sesiones de arañaduras se iban a gozar de sus encuentros de pareja en unos viejos vagones recién abandonados en un lote vecino.
Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com

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